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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

99 ataúdes (25 page)

BOOK: 99 ataúdes
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«No—pensó—. ¡Otro poli muerto no!» La culpa le aguijoneó los riñones como un cuchillo afilado. Puso una mano encima de la puerta del coche y se aproximó más para verlo mejor.

El agente que había dentro se sobresaltó y cerró la boca con un chasquido que se oyó incluso desde fuera. Sus ojos aún medio adormilados se volvieron hacia ella y frunció el ceño. Caxton sacó la placa de la policía estatal y la colocó contra el cristal. El agente asintió y le pidió que se apartara de la puerta con un gesto. Abrió con persistencia la puerta y salió del vehículo.

—¿Usted es Caxton? —preguntó.

—La agente Caxton, sí—respondió ella con una mirada severa.

El agente le dedicó una sonrisa cansada pero elocuente: no había logrado impresionarlo. Probablemente hubiera oído historias sobre ella y era posible que hubiera visto aquella ridícula película, pero lo único que sabía de ella en realidad era que lo había sacado de la cama y lo había mandado a dar un paseíto antes incluso de que saliera el sol. Caxton, que aún no había perdido la esperanza, echó un vistazo al asiento trasero del coche. No vio ningún barril.

—Estoy esperando oír su informe —suspiró—. ¿Cuál es su nombre, agente?

—Paul Junco —respondió éste, que se apoyó en el lado del coche patrulla y estiró los brazos y las piernas—. He llegado aquí sobre las seis y cuarto —dijo y se sacó una libreta del bolsillo Sí, a las 6.09 horas de la mañana, para ser exactos, con instrucciones de localizar un barril que se encontraba en este edificio y que usted quería colocar bajo custodia policial. Logré entrar en el edificio a las seis treinta con la ayuda de una mujer de la limpieza, que responde al nombre de Floria Alvade, y me dirigí hacia el aula 424, en el Departamento de Estudios del Periodo de la Guerra Civil Estadounidense...—Donde no encontró rastro alguno del barril. Vamos, quiero verlo yo misma.

Caxton tomó la delantera. El agente Junco se encogió de hombros y la siguió hacia el interior del edificio. Una mujer con un mono azul, probablemente la misma Floria Alvade, estaba encerando el suelo del vestíbulo con una enorme máquina de metal y a Caxton se le llenaron los zapatos de polvo. Cuando los vio llegar, la mujer apagó la máquina.

—¿Señora Alvade?

—preguntó Caxton. La mujer asintió y adopto una expresión cautelosa. Había mucha gente que ponía aquella cara cuando un policía se dirigía a ellos; no significaba nada—, necesito saber si alguien ha entrado en el edificio esta noche.

La mujer señaló al agente Junco con la cabeza.

—¿Alguien más? Intente recordar. ¿Ha visto tal vez a un hombre alto, muy pálido y calvo?

—¿Como el vampiro que salió por televisión? —Alvade se santiguó—. ¡Oh, no, Virgencita de mi vida! Sólo él, lo juro; he estado aquí toda la noche.

Caxton asintió y se dirigió hacia la escalera.

—¿Y usted, agente? ¿Vio a alguien alejarse mientras se dirigía hacia aquí?

—Creo que si hubiera visto a un chupasangre no muerto lo habría mencionado ya...

Caxton dio media vuelta y le dirigió la más severa de sus miradas. Arkeley no habría tolerado una insubordinación como aquélla. Tenía que mostrarse más dura, sobreponerse a su mala reputación. Debía lograr que la gente comprendiera la gravedad de aquel asunto.

—Si tiene más comentarios como ése, agente, le aconsejo que se los guarde para el informe oficial —le dijo—. ¿Le ha quedado claro? El agente Junco frunció los labios. —Sí, señora —respondió.

Caxton dio media vuelta y, sin más dilación, echó a correr escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos. Al llegar al piso superior estaba sin aliento, pero no se dio tregua. Dejó atrás la clase donde había conocido a Geistdoerfer y entró en la sala de especímenes donde había visto el barril. Había desaparecido. Ya lo sabía, pero verlo con sus propios ojos era distinto; notó cómo la sangre se le enfriaba y cómo se le ponían los pelos de punta.

Los corazones habían desaparecido.

Cuando estuvo de nuevo en condiciones de pensar y su propio corazón dejó de palpitar desaforadamente, regresó al aparcamiento. Acababan de llegar tres coches patrulla, con las luces encendidas, pero las sirenas apagadas. El oficial Glauer salió de uno de ellos. Tenía trocitos de papel higiénico en el cuello; probablemente acababa de afeitarse.

—Veo que ha recibido mi mensaje —le dijo Caxton a modo de saludo.

—Sí, los cuatro —replicó Glauer, que se pasó los dedos por el bigote, un gesto que revelaba claramente que estaba preocupado.

Mejor; a Caxton le venía bien que estuviera preocupado o, mejor aún, asustado.

—He aducido circunstancias apremiantes para poder registrar una aula —dijo dirigiendo un gesto al edificio—. Pero no he encontrado lo que buscaba. Han desaparecido noventa y nueve corazones de vampiro. Cuando el sol se ponga esta noche, quien quiera que los tenga estará en disposición de devolver la vida a otros tantos vampiros. Haré lo que esté en mi mano para asegurarme de que eso no sucede.

—Quisiera poder ayudarle —le dijo aquel policía grandullón, Se inclinó dentro del coche y cogió el sombrero—. Pero el jefe...

Caxton asintió; sabía que Vincent sería un problema.

—Hablaré con él en cuanto vaya a la comisaría. —Levantó la vista y observó el cielo. Las nubes eran cada vez más oscuras y amenazantes, pero al otro lado, en alguna parte, lucía el sol—. ¿A qué hora anocheció ayer? —preguntó.

Glauer se caló el sombrero y entornó los ojos mientras intentaba recordarlo.

—Poco antes de las siete. Sí, a las siete menos diez, fue cuando hice la pausa para cenar y recuerdo que me alegré mucho de no estar en la calle. Anoche estuvimos de guardia, créame, aunque el jefe insistía en que no había ningún peligro. Entonces, ¿Tenemos tiempo hasta las siete para encontrar esos corazones?

Caxton negó con la cabeza.

—A lo mejor existe otra posibilidad.

Le echó un vistazo al viejo Buick de Geistdoerfer y se dijo que no era el vehículo apropiado para lo que se proponía hacer. Su propio Mazda también estaba cerca, pero no era un coche patrulla.

—Lléveme en su coche —le dijo a Glauer—. A lo mejor podemos resolver esto en una hora. Él le dedicó una débil sonrisa.

—Faltan aún dos meses para Navidad —dijo, pero decidió no seguir por ahí.

Cogió la autopista sur a través de la ciudad, uno de los itinerarios para turistas que conducían al campo de batalla. Subió por Seminary Ridge y tomó un camino sin asfaltar que atravesaba un pequeño bosque. Caxton recordaba el lugar exacto donde se encontraban; en la patrulla de autopistas había aprendido a tomar mentalmente nota del trayecto siempre que la llamaban a una escena, a fijarse en las señales de tráfico para así poder encontrar el camino de vuelta si era necesario, o para dar instrucciones a las ambulancias y a los bomberos.

Recordaba perfectamente la pequeña excavación de la última vez que había estado allí, dos días atrás nada más.

No encontraron ni un solo coche al final de la carretera. Caxton salió y guió a Glauer y a los otros cuatro policías a través de un camino que cruzaba un seto y que, unos doscientos metros más adelante, desembocaba en la excavación donde habían estado trabajando Geistdoerfer y sus alumnos. Las tiendas seguían en su sitio, lo mismo que la hoguera, si bien ahora las cenizas estaban frías y húmedas por el rocío.

Al ver de nuevo aquel lugar, el cansancio y la culpa formaron cristales de hielo en su cerebro. Debería haberlo sabido; de un modo u otro, debería haber estado preparada para aquello. Debería haber acordonado la zona y declararla oficialmente escena del crimen. También era cierto que la primera vez que la había visto no estaba de servicio, pero más tarde había tenido tiempo de sobra. Simplemente no se le había ocurrido. Jeff Montrose, el estudiante que le había mostrado el lugar, creía que la caverna estaba muerta, que no era más que una cripta.

Entonces pensó que a Arkeley tampoco se le había ocurrido acordonar la zona y eso le permitió acallar un poco la mala conciencia. Muy poco, en realidad.

«Vale —se dijo—. Mas sentimientos de culpa por lo que ya ha pasado no le sirven de nada a nadie. A partir de ahora se acabaron los errores; debo actuar como lo haría Arkeley.»

Desenfundó el arma y comprobó el seguro.

—No vamos a encontrar ningún vampiro ahí abajo, no a estas horas, pero puede haber otras criaturas, siervos del vampiro tal vez alguna persona a la que éste haya convencido para que trabaje para él. Tal vez hayan logrado recuperar los corazones, pero aún no han tenido tiempo de devolverlos a sus respectivos cuerpos. En ese caso, es posible que estén protegiendo los ataúdes. Guardó silencio un instante, atenta a cualquier posible ruido procedente del interior de la tienda. El viento agitaba las paredes de nailon, pero no se oía a nadie. Cruzó la explanada de hierba húmeda, que le manchó los bajos de los pantalones, y abrió la puerta de la tienda. Dentro no había nadie; por lo menos en la parte superior. Se volvió para mirar a los dos policías que habían acompañado a Glauer y les hizo una señal para que bordearan la tienda, uno por cada lado. Podía haber cualquier monstruo escondido en los árboles; Caxton no quería bajar a la cripta y que alguien les quitara la escalera de mano y los dejara encerrados allí dentro.

Entró en la tienda con Glauer cubriéndole las espaldas apenas un paso por detrás de ella. Era tan alto que tocaba el techo de la tienda con la cabeza y éste se abombaba. Caxton se detuvo, se quedó mirándolo y su mirada bajó hasta su cinturón. Glauer parecía confuso, hasta que Caxton le señaló la pistola. El agente la desenfundó con una mueca culpable.

Sus instintos y su preparación de policía le decían que no hay que entrar en ningún sitio buscando pelea; que no se debe desenfundar si no se está realmente dispuesto a disparar. En cualquier otra circunstancia, ése habría sido el comportamiento correcto, la disciplina apropiada para proceder con armas de luego. En la tienda, en cambio, aquella actitud hubiera sido una auténtica estupidez.

Desenfundó la pistola y apuntó con el cañón al techo. Así, si se tropezaba o le daba un ataque de pánico, su disparo saldría hacia arriba y no impactaría en la espalda de Caxton.

Pasó por entre las mesas llenas de viejos artefactos metálicos oxidados y de balas de plomo blanqueadas. En el extremo opuesto de la tienda, la excavación tenía el mismo aspecto que cuando la había visto por última vez: la escalera de mano que llevaba al fondo de la caverna seguía en su lugar. Había una cosa distinta, pero tardó un momento en darse cuenta; alguien había apagado las luces allí abajo.

Miró a su alrededor buscando un generador, un interruptor, algo que le permitiera volver a encenderlas, pero no vio nada. En lugar de perder más tiempo tratando de encontrar la fuente de electricidad, se sacó la linterna del cinturón y barrió el fondo del agujero con el haz de luz. No se le echó nada encima.

—Cúbrame y baje diez segundos después de que haya llegada al fondo —le dijo a Glauer. El agente asintió. Abría los ojos como platos.

«No vas a encontrar a nadie ahí abajo —se dijo—. No habrá nada excepto los noventa y nueve esqueletos. Podemos pasarnos el día pulverizándolos y luego quemar el polvo en un alto horno. Mi vampiro tiene los corazones, pero sin los huesos no le sirven de nada.»

Realmente podía ser así de sencillo, aunque Caxton sospechaba que no tendrían tanta suerte. Puso un pie en la escalera. No hubo nada que la agarrase por el tobillo. El travesaño aguantó su peso. Puso el otro pie en el siguiente travesaño, aguardó un instante y entonces se precipitó escalera abajo, tan rápido como pudo. Al llegar al final, se movió en círculo con la Beretta a la altura de los ojos, prepara da para disparar al menor signo de movimiento, pero no apareció nadie. Inspeccionó la caverna con la linterna. A sus espaldas, Glauer bajó la escalera demasiado de prisa. No atinó en uno de los travesaños y a punto estuvo de caerse, Caxton podría haberle dicho que no hacía falta que bajara.

—¿Recuerda la conversación que tuvimos un día sobre las peores cosas que habíamos visto?

—le preguntó Caxton—. Pues creo que tenemos un serio aspirante. Su linterna iluminó estalactitas y estalagmitas, viejos muebles cubiertos de polvo y depósitos minerales. A parte de eso, la caverna estaba vacía. No había rastro ni de los huesos, ni de los ataúdes. Alguien se los había llevado mientras ella no miraba. Y tan sólo había un motivo por el que alguien haría eso.

De vuelta arriba, reunió a los policías locales y les pidió que llamaran a todos los números disponibles en su organigrama de emergencias, que sacaran a todos los agentes disponibles de la cama, de sus trabajos o de donde fuera y que los convocaran a todos a la comisaría. Le pidió a Glauer que localizara a Vincent, pues el jefe de policía era su primer enlace.

De pronto, su trabajo se había vuelto mucho más complicado. Tendrían que encontrar los ataúdes, los huesos y los corazones. Todo. Tendrían que encontrar al vampiro dondequiera que estuviera durmiendo mientras esperaba la caída de la noche. Y era posible que tuvieran que hacer mucho más que eso. Echó un vistazo al reloj: eran las nueve y cuarto. Tenía menos de diez horas y no disponía de ninguna pista.

Aunque...había una persona que tal vez supiera qué había sucedido en la caverna: el responsable de los ataúdes. En el directorio de teléfonos del móvil encontró el número de Jefa Monttrose, el estudiante del Departamento de Estudios del Periodo de la Guerra Civil Estadounidense. Llamó y al cabo de cuatro tonos saltó el contestador: —«Has llamado a la oscura guarida de Jefa, Mari, Fisher y Madison. Ahora mismo no podemos ponernos, probablemente porque estamos colgando boca abajo en algún lugar lúgubre y tranquilo. Si quieres dejar un mensaje, una plegaria por tu alma o tu más recóndito deseo, nos morimos de ganas de oírlo.»

El teléfono soltó un pitido y Caxton lo cerró de golpe. Tenía que hablar con Montrose lo antes posible.

—Glauer —exclamó—, llama a la comisaría. Necesito una dirección inmediatamente.

Capítulo 58

Mire hacia un lado, que era lo único que podía hacer, y vi cómo Chess se ponía en pie y se llevaba la mano al costado. Yo sabía que aquella caída, lejos de acabar con el, apenas le habría causado molestias.

Storrovo disparó a bocajarro contra el cuerpo de Chess e inmediatamente le descerrajó una segunda bala. El vampiro se retorció como una polilla que ha tocado una llama, tembló y gritó de rabia y dolor. Aún no estaba muerto, no tenía ninguna duda de que se recuperaría en cualquier momento.

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