99 ataúdes (21 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

BOOK: 99 ataúdes
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Caxton hizo memoria.

—¡Joder! —dijo finalmente. Lo tenía... o casi—. Malvern llegó a Estados Unidos cuando ya estaba demasiado débil para salir del ataúd. Fue vendida como fósil a un tipo llamado… llamado... —Lo tenía en la punta de la lengua—. Josiah. Josiah Caryl Chess.

Arkeley se tocó la nariz con un dedo.

—Malvern mató a Josiah, estoy bastante seguro de eso. Lo encontraron sin una gota de sangre en el cuerpo. Pero antes trajo un hijo a este mundo, Zachariah Chess, que al parecer llevó una vida de lo más ordinaria. Zachariah tuvo otro hijo, al que bautizó como Obediah. Mientras tanto, Malvern se pudría lentamente en el desván de la finca de los Chess. Desconozco los detalles, pero apostaría lo que fuera a que fue Malvern quien convirtió a Obediah en lo que tenemos en frente.

El frío que sintió Caxton en aquel momento no tenía nada que ver con el aire acondicionado.

Arkeley continuó leyendo del papel que tenía en las manos.

— Espécimen obtenido bajo circunstancias poco corrientes, donación del Ministerio de Guerra. Entrega firmada por C. Benjamín, que podrá ofrecerles más detalles. —leyó Arkeley—. Bueno, eso sería bastante complicado, pues el doctor Benjamín murió hace más de cien años. Sin embargo, tuvo el detalle de dejarnos unas notas.

Con su mano útil sacó una hoja del paquete y la leyó en silencio, moviendo la cabeza de un lado a otro, lentamente, durante varios minutos en los que Caxton no pudo hacer más que esperar. De vez en cuando observaba los huesos del cajón, pero eso tan sólo hacía que sintiera aún más frío.

—Me dejará verlo cuando haya...

—Ya he terminado —dijo él y le tendió la hoja de papel. Era una vieja fotocopia de un documento mucho más antiguo, escrito con una letra alargada e inclinada. Caxton lo leyó dos veces:

Espécimen preparado por el capitán Custis Benjamín, cirujano. A petición del coronel Pittenger, del Ministerio de Guerra, he realizado un examen preliminar. Los resultados se exponen a continuación.

Restos trasladados al Colegio de Médicos de Filadelfia para su estudio el 25 de junio de 1863. Esa noche, después de cenar, me hice personalmente cargo de las dos cajas de madera y las traslade de inmediato al quirófano de disección. Allí llevé a cabo una autopsia del sujeto, asistido por mi colega, el doctor Andrew Gorman, miembro del colegio. El examen empezó a las nueve y media de la noche.

El sujeto ha sido entregado en estado esquelético. El corazón llega en una funda aparte, empaquetado con virutas de madera. Examen del corazón en primer lugar: peso del miocardio, 350 gramos (ligeramente superior al peso del órgano humano); presentaba una ligera coloración rojiza al ser sondeado supuraba una pálida secreción lechosa. No desprendía ningún olor particular, ni mostraba señales de putrefacción a pesar de llevar ya varios días separados del cuerpo.

Cuando se colocó junto al resto del cuerpo, el corazón empezó a latir instantáneamente.

La producción de secreción lechosa aumentó de forma considerable. En la zona de mayor actividad se observó vapor y un calor palpable, y al cabo de diez minutos parte del tejido estaba reconstituido. Todo ello a pesar de que el corazón había estado separado de la cavidad corpórea durante un extenso período de tiempo.

A petición del coronel Pittenger, se aplicaron 100 ml de sangre humana extraída del brazo izquierdo del doctor Gorman. El proceso de reconstitución se aceleró de forma considerable. El tejido muscular empezó a cauterizar al cabo de una hora, momentos en que eran ya visibles los órganos completos.

El comandante Gorman se mostró contrario a presencias la reconstrucción total del cuerpo. Yo me mostré de acuerdo. El corazón fue retirado de nuevo. Colapso inmediato de la carne reconstituida y demás estructuras, como una vejiga hinchada que perdiera aire tras una punción. Corazón destruido según las órdenes; fallecimiento definitivo del sujeto varón a las 12.15 horas del 26 de junio del 1863.

Cuando terminó de leer miró a Arkeley .El viejo federal sonreía como un gato con la boca llena de ratones.

—¿Quiere decirlo usted primero?

Caxton sabía perfectamente a qué se refería.

—No respondió — Creo que está sacando conclusiones precipitadas. El corazón de este vampiro había sido separado del cuerpo hacía unos días. Cuando lo restituyeron entre los huesos, el cuerpo empezó a regenerarse, desde luego. ¡Pero sólo al cabo de unos días! Geistdoerfer encontró el corazón de mi vampiro encima del su ataúd. Lo colocó entre los huesos y el vampiro regresó de la tumba. Entiendo lo que sugiere, pero no puede tratarse de los mismos; había pasado demasiado tiempo.

No cabía duda de que el corazón se habría descompuesto al cabo de cuento cuarenta años. Pensar cualquier otra cosa era absurdo. Y, sin embargo, ¿de que otra forma se podía explicar la condición física de un vampiro que parecía desafiar el paso del tiempo?

Pero, aun así, Caxton se resistía a creerlo y negó con la cabeza.

—Dígame algo, agente — empezó Arkeley, con expresión paciente—. Si los médicos no hubieran destruido el corazón, si lo hubieran conservado en otro de estos armarios, ¿estaría dispuesta a colocarlo de nuevo entre los huesos para poner a prueba su teoría? ¿Asumiría ese riesgo?

Caxton evitó mirarlo a la cara. Finalmente empujó el cajón con el pie y éste se cerró con estrépito: no quería ni ver aquellos huesos.

Capítulo 48

Con el vampiro bajo nuestros pies, nuestra única salida era sutil. Debíamos encontrar la escalera y marcharnos. Creyendo haber hallado el camino hacia la cúpula, Storrow se precipitó hacia una puerta y la abrió de golpe. Yo estaba a punto de echar el hígado por la boca y no podía hablar, pero sabía que aquella era la puerta equivocada e incluso intuía algunas de las cosas que íbamos a encontrar tras ella.

Eben Nudd fue el primero en entrar. ¡Dios mío!, exclamó. Era la expresión más fuerte que le había oído pronunciar jamás. No fue difícil descubrir el motivo de su desasosiego. La sala que había al otro lado de la puerta era otro tocador, tal vez el de la señora de la casa. Los accesorios debieron de ser suntuosos en su día, pero lo cierto es que dispuse de poco tiempo para examinar su estado de deterioro, pues había algo en aquella sala que atrajo toda mi atención. Era un ataúd, una sencilla caja de madera de pino con el fondo astillado y estaba abierto. En el interior yacía una criatura que no se parecía a nada que hubiéramos visto hasta entonces.

Tenía la piel pálida e hirsuta como la de un vampiro. También las orejas de puntas y desde luego tenia colmillos. Pero, aun así, parecía un cadáver que llevara muerto seis mese, el cuerpo estaba asolado por los gusanos y la cara era un amasijo de llagas y pústulas. Tenía tan solo un ojo; el otro hacía tiempo que se había consumido, es posible que se hubiera podrido. No hizo ningún gesto ni se movió de sitio, pero nos observó con el ojo que le quedaba.

¡Otro! — musito Storrow— ¿Hay otro?

Pero no tuvimos tiempo de responderle, pues en aquel momento Bill mató a German Pete de un solo golpe en la cabeza. Tenía una enorme cachiporra hecha con la pata de un tocador y su mano no vaciló ni un instante.

Antes incluso de que el cuerpo maldito hubiera caído al suelo, Eben Nudd levantó su rifle con mosquete. No obstante, era ya demasiado tarde, pues Bill se había marchado corriendo y nunca volvimos a verlo. Sin embargo, a juzgar por su aspecto y su estado, no iba a durar demasiado.

LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST

Capítulo 49

Sabemos tan pocas cosas sobre ellos —dijo Arkeley—. Los científicos nos han dejado apenas descripciones parciales. No se les puede capturar y exponer en los zoológicos para que los niños los observen, y por suerte son lo bastante raros como para que nadie lo haya intentado. No comprendemos nada acerca de su magia, sus maleficios, ni siquiera sabemos cómo funcionan sus hechizos. Su existencia desafía todo lo que conocemos.

—Pero ¿es usted consciente de lo que está diciendo? Son más fuertes que nosotros y tal vez sean también más listos. Cada vez que surge uno nos cuesta una barbaridad terminar con él. Nuestra única ventaja real sobre ellos, lo único con lo que podemos contar, es que envejecen aún más rápido que nosotros; que se marchitan.

Caxton pensó en los viejos relatos de vampiros, en los que éstos se mantenían jóvenes eternamente, y lograban conservar la salud y el buen aspecto ingiriendo abundantes cantidades de sangre con regularidad. Aquél era el mito, el sueño que todos los vampiros intentaban cumplir. También Malvern vivía con la esperanza de que algún día, si conseguía la sangre necesaria, lograría recuperarse por completo.

Pero ahora existían pruebas —los huesos en el cajón, el documento del cirujano Custis Benjamín—, que apuntaban a que tal vez fuera posible. A lo mejor no era perfecto, pero los vampiros podían vivir durante siglos sin perder su poder.

Tan sólo debían asegurarse de que alguien separara su corazón de sus huesos y lo guardara en lugar seguro. Días, años, siglos más tarde, el corazón podía ser restituido al resto del cuerpo y el vampiro resucitaría más fuerte que nunca; tal vez debilitado y hambriento, sí, pero a punto para cazar de nuevo.

No era la juventud eterna, pero casi.

Se acordó del aspecto que tenía el vampiro de Gettysburg, en el que pensaba como -su- vampiro, la primera vez que lo había visto. Piel fibrosa, extremidades como palos, una prominente caja torácica que sobresalía bajo la piel lívida, y la cara demacrada y hundida. Y, sin embargo, en cuanto había empezado a beber de nuevo, su cuerpo se había hinchado con una rapidez sorprendente.

—Si se le ocurre una explicación mejor, dígamelo —le esperó Arkeley.

Caxton bufó en silencio.

—Vale —respondió. Aunque supiera que el viejo federal tenía razón, no estaba dispuesta a admitirlo.

—Por lo menos es una hipótesis de trabajo.

—iQue vale! —le dijo de nuevo. Le devolvió la fotocopia y Arkeley se la guardó en el bolsillo. Caxton se pasó los dedos por el pelo y se alejó de Arkeley lentamente. El cansancio y el miedo se apoderaron de ella como si estuviera corriendo por un pasillo oscuro y de pronto hubiera chocado contra un muro que no había visto.

—Yo es que... no puedo... ¡son demasiado fuertes! Son demasiado buenos haciendo lo que hacen. Y ahora resulta que también tienen este poder. Seguramente lo tuvieron siempre y ni siquiera nos dimos cuenta de ello. No podemos competir con ellos. Yo, por lo menos, no puedo.

Se dirigió hacia la puerta. Quería marcharse, alejarse de él y de los huesos. No quería ver más esqueletos, ni estar cerca de ellos. Nunca más.

—No puedo hacerlo —repitió.

—Laura —la llamó él.

Fue como si la rociaran con agua helada. No recordaba la última vez que la había llamado por su nombre de pila. Sin duda, lo había hecho a propósito, para lograr que le prestara atención. La agente se volvió y se quedó mirándolo desde lejos.

—Estoy perdiendo el control —dijo ella.

—Pues vuelva a encontrarlo, ahora mismo.

Laura asintió. Tragó saliva con dificultad, aún tenía la garganta adolorida y espesa. A pesar de su dispersión mental, se obligó a centrarse y pensar.

—¿Cuál es nuestra siguiente acción? —preguntó, finalmente.

Arkeley abrió ligeramente los ojos.

—¿Y a mí me lo pregunta?

Tenía razón: era ella quien estaba a cargo del caso.

—Vayamos a ver si a Malvern se le ha ocurrido algo. Luego me reuniré con la policía local. Es probable que el vampiro no vuelva a atacar esta noche, ni aquí ni en ninguna otra parte. Ya ha comido y es lo bastante listo como para saber que debe alejarse de las calles. Mañana por la noche será otra historia...

Arkeley asintió y subió la escalera del museo con ella. Iba bastante despacio, una de sus rodillas no se doblaba lo suficiente, de modo que tenía que subir los escalones uno a uno.

Se tomó un descanso en el primer rellano y se quedó mirándose los zapatos. Ella habría querido meterle prisa, pero por respecto esperó a que recuperase el aliento.

Una vez arriba, vieron que Malven bahía estado ocupada. Al llegar junto a su ataúd, comprobaron que había escrito bastante en su ordenador. Aún tenía las manos encima del teclado, aunque no se movía; tal vez esperaba la siguiente pregunta, o quizá se había quedado sin energías.

Sin embargo, lo que había escrito los hizo reaccionar a los dos.

No dispongo de las respuestas

Que andáis buscando

Pero hay otro que si las sabe

Un muerto, en esta casa

Yo puedo hacerlo regresar

Ya conocéis mi precio

Caxton volvió a leer las palabras en la pantalla del ordenador.

—Está diciendo que puede hacer que Geistdoerfer regrese de entre los muertos como su siervo. Sugiere que él sabe algo que tal vez nos resulte útil. ¿Cómo puede saberlo?

—Ahora sabemos que pueden comunicarse sin palabras —respondió Arkeley—. Malvern percibió la llegada de Geisrdoerfer, tal vez también presintió su muerte. Yo cree que tenemos que hacerlo.

—No, no y no. Que no. Rotundamente no —dijo Caxton—. Jamás. Es imposible. Eso no va a suceder de ninguna de las maneras y usted debe sacárselo de la cabeza ahora mismo.

Estaba hablando consigo misma. Arkeley había regresado junto al ataúd, le preguntaba cosas a Malvern y luego esperaba pacientemente a que ésta escribiera las respuestas, letra a letra.

—No, no lo haremos.

Estaba en un rincón de la sala, farfullando entre dientes. Por un momento, tuvo la sensación de estar chiflada Pero no, quien estaba chillada no era ella, sino Arkeley por considerar aquella posibilidad.

El viejo federal había cambiado. Sus heridas y su amargo arrepentimiento lo habían desquiciado.

—Es una idea que no tiene la menor posibilidad.

Pero Caxton sabía perfectamente que era la única solución.

Sabía que iba a hacerlo, que iba a ayudar a Malvern a convertir a Geistdoerfer en su siervo para así poder interrogarlo.

Y, sin embargo, seguía conservando pequeños vestigios de sí misma, un tono resinoso en el alma que recordaba aún a una Laura Caxton, soldado de la ley. La parte de sí misma que pervivía seguía creyendo en la dignidad humana y la compasión hacia los muertos. Pero no quedaba demasiado de eso, apenas lo justo para provocarle náuseas.

—Además es imposible —dijo, esta vez más alto—. No fue Malvern quien le chupó la sangre, sino mi vampiro. Y tan sólo el vampiro que ha acabado con una persona puede convertirla en su siervo.

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