regresa, regresa, regresa y sírveme
Harold ahogó un grito de sorpresa. Caxton se volvió a mirar al vigilante nocturno, que señaló el cadáver.
—¡Mire! ¡Las manos!
Caxton miró a Geistdoerfer y vio que, efectivamente, estaba moviendo los dedos. Con las manos encrespadas, empezó a arañar la parte superior del expositor de madera. Sus uñas se clavaban en el barniz y rasgaban la superficie de madera.
Entonces abrió la boca de par en par y soltó un grito, un alarido agudo y terrible, que hizo que a Caxton se le helara la sangre.
«Ésta es mi tarjeta de visita, cabrón sureño», dijo Storrow. Entonces levantó el rifle, apuntó y disparó sin más; el retroceso del arma hizo que se tambaleara.
El rifle de Storrow era de manufactura propia y estaba diseñado para disparar a larga distancia. Podía dejar una marca de treinta centímetros a unos setecientos metros. Por lo tanto, los perdigones salían necesariamente propulsados a gran velocidad y con mucha fuerza. El disparo le voló a Chess la tapa de los sesos y parte del cerebro, y se lo esparció por todo el estado de Virginia. El cuerpo del vampiro se tambaleó durante un instante. La parte de la cabeza que estaba por encima del puente de la nariz había desaparecido, de modo que no veía nada. Estiró los brazos hacia nosotros, pero ¿cómo puede una criatura que respire vivir sin el órgano sensorial?
Todo había terminado. Habíamos ganado y podíamos marcharnos. Pensé en mi amigo Bill y de nuevo me entraron ganas de llorar, pero no había tiempo para ello. Me sentí aliviado al ver cómo el cuerpo de Chess se desplomaba y quedaba inmóvil tras deslizarse un instante por el tejado.
Nuestros peligros habían terminado. Pero aún debíamos regresar a casa.
LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST
Geistdoerfer intentó desatarse las manos para arañarse la cara. Aullaba como un gatito hambriento, aunque a veces gritaba como un hombre herido. Se retorció encima del expositor de madera hasta que consiguió apoyar la nariz y la mejilla contra la madera. Moviendo los hombros, logró arrastrase hasta que la cabeza le quedó colgando del borde del expositor. Entonces levantó la cabeza un instante y contempló al extraño grupo de personas que presenciaban su resurrección en silencio. Después bajó la cabeza con fuerza y se golpeó la nariz contra el filo del expositor.
Caxton dio un respingo al oír el restallar de cartílagos bajo la piel pálida de Geistdoerfer y contempló con mudo horror cómo éste asestaba otro cabezazo que le desgarraba parte del cuello. De sus heridas no salía sangre, pero su piel se rompía como si fuera de seda y dejaba a la vista la masa muscular gris que había debajo. Levantó la cabeza por tercera vez, pero Harold cruzó la sala corriendo, agarró la cuerda con la que había atado al profesor muerto y lo alejó del borde del expositor.
—Se ha vuelto loco —dijo el vigilante nocturno susurrando—, ¡Está intentando matarse de nuevo!
—No —respondió Arkeley—, ya está demasiado deshumanizado para ello.
Caxton apartó la mirada con repulsión. Sabía perfectamente a qué se refería Arkeley: los siervos de los vampiros no eran seres humanos. No eran las personas que habían sido antes de morir. La maldición proporcionaba movimiento a sus cuerpos y era capaz de leer en sus recuerdos, pero sus almas habían desaparecido y su personalidad se había perdido por completo.
Aquellos seres existían tan sólo para servir al vampiro que los había traído de vuelta de entre los muertos. Más allá de eso, únicamente conocían el dolor y el odio hacia sí mismos. La maldición detestaba el cuerpo del que se apropiaba, lo despreciaba tanto que aprovechaba cada oportunidad para desfigurar su presencia física; para desfigurarla en un sentido literal, de hecho: lo primero que hacían los siervos de los vampiros al resucitar era hacerse trizas la cara hasta que la piel colgaba hecha jirones.
—Sujételo, no creo que tenga demasiada fuerza —dijo Arkeley.
Harold hizo una mueca. En sus ojos, Caxton vio algo que no había visto antes. ¿Lo habrían empujado más allá de su límite?
—Ya está, Jameson —dijo—. Después de esto no le debo nada. Se marcharán de aquí y yo fingiré no haberles visto jamás. ¿De acuerdo?
—Sí, sí, muy bien, pero sujételo, por favor —insistió Arkeley.
Harold tensó la cuerda entre sus manos. Geistdoerfer soltó un doloroso aullido. Se agitó e intentó soltarse, pero la cuerda le penetraba en la carne en descomposición. Al cabo de un rato empezó a calmarse y, finalmente, volvió su rostro descarnado y miró a Caxton.
Ésta sintió cómo un escalofrío le recorría el espinazo mientras los ojos muertos del siervo la estudiaban.
—Yo estaba muerto. Y era más feliz —dijo Geistdoerfer—. ¿Qué habéis hecho conmigo?
Su voz, tan aguda, era una ridícula copia de la natural voz de tenor del profesor. Arkeley se acercó a aquel engendro no muerto y se puso en cuclillas para que sus ojos y los de éste estuvieran frente a frente.
—Tenemos una serie de preguntas para ti. Si eres tan amable de contestar, nosotros pondremos fin a tu sufrimiento. ¿Me explico?
El siervo le escupió a Arkeley a la cara. Aquello era algo que un hombre culto y refinado como Geistdoerfer no habría hecho jamás.
—Tú no eres mi amo —gimió.
Arkeley se levantó y se limpió la saliva de la cara con un pañuelo. Volvió la mirada hacia Malvern, en su ataúd, y carraspeó ostensiblemente.
La vampira tecleó algo en el ordenador portátil:
lo he llamado y me ha dejado seca
no tengo fuerzas para darle órdenes
«Tal vez fuera así», pensó Gaxton. O tal vez ahora que ya había conseguido lo que quería no le importaba lo que sucedería a continuación.
El siervo miró a la cosa que había dentro del ataúd y soltó una carcajada entrecortada y horrible que resonó en las cuatro esquinas de la habitación.
—¿Ahora cooperáis con ella?
—¿Por qué te parece tan raro? —preguntó Arkeley—. Es la enemiga de quien te mató. Se me ocurrió que tal vez querrías ayudarla.
—En ese caso no tienes ni idea de cómo funciona esto.
El siervo soltó otra carcajada, que en esta ocasión sonó casi como una risita.
—Vaya —dijo Arkeley—, pues yo creo que sí tengo alguna idea. Desde luego, no esperaba que fueras a mostrarte razonable, pero aun así pensé que debía darte la oportunidad de serlo. No ha funcionado, o sea que supongo que tendremos que optar por una vía más tradicional.
Sin previo aviso, agarró al siervo por el pelo y le pegó un tirón que le torció el cuello.
—¿Cómo se llama? —le preguntó.
—¿Quién?
Arkeley le estampó la cabeza contra el expositor de madera.
—Harold, ¿podría ir a ver si encuentra una caja de herramientas en alguna parte? Necesitaré un martillo y unos alicates de punta fina.
—No —gimió la abominación, que rebotó contra el expositor de madera en un intento por zafarse de Arkeley. Por débil y decrépito que estuviera, Arkeley seguía siendo más fuerte que el siervo.
—Creo que primero le arrancaré los dientes. Y luego tal vez las uñas.
—No...
—¿No qué? —preguntó Arkeley—. ¿Que no te haga daño? He intentado ser amable.
Harold soltó la cuerda y se perdió en la oscuridad. Arkeley colocó su mano buena sobre la sien y la mejilla del siervo y se apoyó en ésta con todo su peso, de tal modo que le aplastó a Geistdoerfer el cráneo contra la madera del expositor. La cosa soltó un aullido pavoroso.
Caxton se lamió el labio inferior. De pronto lo tenía muy seco.
—Arkeley —dijo—. Estás yendo demasiado rápido. Dale otra oportunidad, por el amor de Dios.
El viejo federal le dirigió una mirada de puro odio. Entonces uno de sus párpados se cerró y volvió a abrirse. ¿Qué había sido eso? «Sí, sí, acababa de guiñarle un ojo», se dijo Caxton. Había sido un guiño.
Arkeley había creído que Caxton estaba siguiéndole el juego, que estaba poniendo en práctica el viejo truco de los interrogatorios: el poli bueno y el poli malo. A Caxton ni siquiera se le había ocurrido. Era tan sólo que no creía que fuera a ser capaz de soportar otra vez la visión de Arkeley torturando a nadie, aunque fuera un muerto.
—Oye —le dijo Caxton, inclinándose ligeramente hacia el rostro lívido de Geistdoerfer—. Escucha, si me cuentas lo que quiero saber no tenemos por qué terminar tan mal. ¿Crees que podrías hacerlo?
El rostro del siervo se retorció como si tuviera orugas bajo las mejillas y los labios.
—No sé cómo se llama —dijo sin perder un segundo—, no me lo dijo nunca. Sólo me dijo que era un soldado y que lo habían engañado. Que nunca había querido ser un vampiro. ¡Que todo había sido una treta! ¡Por favor!
Caxton miró a Arkeley y éste levantó ligeramente la mano con la que le aplastaba la cabeza.
—¿Quién lo engañó? —preguntó Caxton y señaló con el pulgar por encima del hombro—. ¿Ella? ¿Fue alguien llamado Justinia Malvern?
—Pues... no estoy seguro, creo que sí.
Arkeley volvió a apoyarse sobre la mano.
—¡Sí, sí! —gritó el siervo—. ¡Tuvo que ser ella! Por eso tenía... tenía tantas ganas de matarla. ¡Por Dios, dile que pare!
—Lo haré —dijo Caxton—, pero primero necesito algo más, algo que nos sea útil. Debes decirme cuál va a ser su próximo movimiento. ¿Va a intentar matar a Malvern de nuevo?
—Sssí, creo que sí... Quiero decir, sí, sé que lo hará. Era lo único que le importaba. Sabe que al final terminaréis atrapándolo, pero antes quiere matarla. Es lo único que sé, ¡lo juro! —Apartó la vista y miró por encima del hombro de Caxton—. Oh, Dios, por favor, por favor, por favor...
Harold había regresado. Llevaba una caja de herramientas roja en una mano y un taladro en la otra.
—No te queda mucho tiempo —dijo Caxton—. Tienes que decirme algo más. Piensa, ¿vale? Nada de suposiciones, quiero que pienses. ¿Va a regresar mañana por la noche?
—No lo sé... no lo sé —gimió el siervo.
—¡Piensa! —gritó la agente.
—Sí, sí, sí, va a regresar. Una vez... una vez mencionó algo, lo Dijo tan sólo a la ligera, pero, pero, pero...
—Pero ¿qué? —preguntó Caxton.
—La noche en que lo perseguiste, cuando terminasteis en el campo de batalla, regresó y hablamos un poco. Dijo que eras peligrosa. Dijo que a lo mejor no iba a lograr su propósito por sí mismo; que tal vez necesitaría ayuda.
—¿Ayuda? —Caxton frunció los labios—. ¿Quieres decir refuerzos? ¿Más siervos como tú?
Pero la cosa del expositor logró mover la cabeza en un gesto negativo.
—No, juró que nunca crearía un siervo. Lo juró un centenar de veces... Creo... creo que había algo que no me contó. Era como si pensara que matar a la gente y chuparle la sangre estaba más o menos bien, pero que llamarlos de entre los muertos era un verdadero sacrilegio. No sé por qué.
—Y entonces ¿de dónde piensa sacar los refuerzos? —preguntó Caxton. La sorprendió un agudo chirrido. Levantó la mirada. Harold había tendido un alargue a través de la habitación y había enchufado el taladro—. Cada vez queda menos tiempo.
—¡De otros vampiros! —gritó el siervo—. Regresará con más vampiros. Muchos, muchísimos más.
Arkeley volvió a agarrarlo por el pelo y le pegó otro tirón.
—¿Va a crear más vampiros? Eso va a darnos más tiempo, por lo menos otra noche. Eso está bien, puede sernos muy útil.
Pero el siervo miró fijamente los severos ojos de Arkeley.
—¿Por qué iba a hacer eso? ¿Por qué crear más vampiros cuando tiene a noventa y nueve listos para atacar?
Un mensajero me trajo una serie de documentos, entre ellos unas precipitadas copias de las cartas del ranger Simonon a sus superiores de Richmond. Uno de mis espías las había interceptado y, siguiendo órdenes, había hecho las copias y había mandado los originales a su destinatario. Leí las cartas con un miedo creciente, que no se convirtió en alivio en cuanto hube terminado. Le pregunté a un soldado si conocía la ubicación de aquel lugar, la finca de Chess, y éste respondió que no, pero que podía indicarme el camino hasta Gum Spring, otro de los lugares que aparecían en las cartas. Escuché atentamente sus indicaciones y luego se marchó. Mi caballo necesitaba un descanso. A mí me hacía falta comida y tal vez un buen cigarro, y tiempo para fumármelo. Dicen que la compañía en la miseria hace ésta más llevadera, pero dudo que el caballo supiera apreciar mis sentimientos.
ARCHIVO DEL CORONEL WILLIAM PITTENGER
—Es posible que haya cometido un error —admitió Arkeley, pálido.
—De qué está hablando —le preguntó Caxton. Sabía a qué se refería, por supuesto, pero quería su confirmación.
—Los otros vampiros, los de la cripta —farfulló el siervo—. No están muertos, sino dormidos.
—Y cree que él puede despertarlos —dijo ella, hablando despacio para ganar tiempo. Tiempo para pensar. Tiempo para controlar las náuseas.
—¡Sí, eso es! Lo que dijo no dejaba lugar a dudas.
El engendro se retorció. Al parecer, creía que aquello era lo más sencillo y lógico del mundo.
—Pero no había corazones —dijo Caxton cuando pudo volver a hablar—. No había corazones en la cripta, tan sólo huesos. Comprobé todos los ataúdes. Y sin los corazones no puede devolverles la vida.
En su momento le había parecido razonable suponer que aquellos huesos estaban muertos. Que los vampiros estaban muertos, para siempre.
Sin embargo, aquella suposición tan razonable había sido errónea. Si de pronto aparecían cien vampiros, ¿qué destrozos provocarían antes de que ella pudiera detenerlos? Más aún, ¿podría detenerlos?
Arkeley la estaba mirando con una expresión aterrorizada en el rostro. Caxton no tenía necesidad de verbalizar lo que estaba pensando, pues sabía que él estaba pensando exactamente lo mismo.
—Allí no había corazones —insistió una vez más.
La cosa que en su día había sido Geistdoerfer la corrigió con evidente satisfacción.
—Cuando yo entré en la cripta había un corazón encima de cada ataúd. Cubierto de alquitrán y envuelto con hule. En un primer momento pensé en reponerlos todos, pero él dijo que no, que era mejor dejarlos dormir. Entre los dos recogimos todos aquellos corazones para evitar que mis estudiantes los toquetearan. Entonces los numeramos cuidadosamente y los metimos en un barril.
—He visto ese barril —dijo Caxton, volviéndose hacia Arkeley. Estaba en la sala de especímenes del Departamento de Estudios del Periodo de la Guerra Civil Estadounidense de la Universidad de Gettysburg. Recordaba un barril de madera con los aros plateados llenos de óxido. Había creído que se trataba de otro objeto recuperado en la excavación—. Lo he visto, sé exactamente dónde está.