Arkeley pulsó las flechas del teclado.
—Eso ya se lo he preguntado antes.
La respuesta de Malvern apareció en la pantalla.
La maldición es todo y es uno
—¿Y eso exactamente qué significa?
Arkeley se encogió de hombros.
—Significa que no importa, que cualquier vampiro puede llamar a un siervo. Siempre y cuando le hayan chupado la sangre, será víctima de la maldición. La misma maldición que sufren todos. Yo la creo.
—Pues eso.., da miedo —dijo Caxton. Malvern era una mentirosa empedernida, la reina de la manipulación. Creerla y confiar en ella era una verdadera locura—. Los dos la conocemos y sabemos que diría lo que fuera con tal de estar más cerca de poder salir de ese ataúd por su propio pie. Dice que para hacerlo necesita sangre, más sangre...
Arkeley subió un poco más con el cursor por la pantalla:
He perdido la fuerza, necesito más
—Eso es, quiere sangre. ¿Y si se la damos y no hace nada? ¿Y si dice: Ay, chicos, creo que esa sangre no era suficiente. A lo mejor si me dais un poco mas...-? Quiero decir: ¿cuánta está dispuesto a darle?
Pero Malvern también tenía respuesta para eso:
Una décima parte de la sangre
De una mujer
Con eso bastará
—Vaya.
Una persona tenía de media cinco litros de sangre, de modo que Malvern estaba pidiendo poco más de medio litro. Esa cantidad la reavivaría considerablemente, aunque seguramente no le devolvería la salud por completo.
—Si quiere más no se la daremos. Se lo he dejado bastante claro —dijo Arkeley—. He pensado en todo, agente.
Pero Caxton negó con la cabeza. Por mucho que Arkeley creyera saber, allí había gato encerrado. Siempre lo había cuando se trataba de Malvern.
—Es una trampa.
—Si —respondió él—. Es una trampa para que le demos más sangre. Es lo que quiere siempre, lo único que quieren los vampiros. Y a cambio obtendremos la información que necesitamos.
—Esto es peor que lo peor que haya hecho jamás —dijo Caxton, hablando consigo misma.
—¿Empezamos? —preguntó Arkeley.
Caxton cerró los ojos con fuerza y se mordió la lengua
—Sí —logró decir, aunque una pequeña parte de ella, el último rescoldo de la persona que había sido, gritaba que no.
Bajó al sótano, donde Harold estaba esperando. El vigilante nocturno no hizo ninguna pregunta. La ayudó como lo había hecho antes a cargar con el cuerpo de Geistdoerfer y lo cogió por el torso mientras ella lo sujetaba por las piernas. El cuerpo parecía estar más seco y pesar menos que antes. Caxton era muy consciente de que en cualquier momento, sin previo aviso, su vampiro, el vampiro de Gettysburg, podía llamar a Geistdoerfer. El vampiro tenía el poder de reanimarlo incluso mientras ella lo estaba transportando.
Sin embargo, no sucedió nada mientras subía el cadáver por la escalera, ni tampoco mientras le ataban las manos a los pies y lo dejaban encima de un expositor de madera. Desde otro expositor situado a unos centímetros, una arrugada cabeza de mujer con un cuerno en la frente los miraba fijamente, con un gemido eterno y silencioso que le deformaba la boca. Caxton se volvió y vio un gato con dos cabezas: una a medio maullido, la otra con los ojos y la boca cerrados para siempre.
Ninguno de los esqueletos de la sala la señalaba con un dedo acusador. No se oyó ninguna voz de ultratumba que saliera de ninguna parte para decirle: «!No oses hacerlo! El museo estaba tan silencioso e inmóvil como siempre. Caxton sabía que no debía esperar ningún castigo divino, desde luego. Sabía cuál iba a ser su verdadera penitencia: más sensación de culpa, que la atenazaría en sus momentos de paz. Y más pesadillas.
En fin, ya había empezado a acostumbrarse a ellas.
Cuando terminó de compadecerse de sí misma, se dio media vuelta y descubrió que Malvern había escrito otro mensaje.
Me tomaré la sangre de laura ahora
Caxton se armó de valor, se sobrepuso a todos sus instintos empezó a desabotonarse la manga de la camisa. El dolor físico, se dijo, sería casi bienvenido.
Pero entonces Arkeley la detuvo.
—No —dijo—, no va a hacer falta.
Malvern volvió a colocar la mano sobre las teclas.
—Que no —insistió Arkeley, que cogió la mano de la vampira la apartó del teclado. Entonces se volvió hacia Caxton—. Seré yo quien done la sangre. Ya me he cortado esta noche y la herida todavía no ha tenido tiempo de cerrarse.
A modo de respuesta, Malvern se limitó a teclear:
Muy bien
¡Pero cuán agradecidos debemos estar a la Providencia de que esa tumba no fuera profanada por alguna persona sin los conocimientos necesarios para trata a su terrible inquilino!
F.G. Loring, La tumba de Sarah
GRIEST
¿Y qué hacemos con ELLA? , pregunto Eben Nudd, señalando la cosa del ataúd. No obtuvo respuesta. No teníamos tiempo que perder con demonios.
Entramos por la puerta que llevaba a la cúpula Storrow casi tuvo que arrastrarme.
Subimos tan rápido como pudimos. Chess también estaba subiendo por otro lugar de la casa. Oíamos sus gritos, pero no entendíamos ni una de sus palabras
Nuestros zapatos resonaron en la galería metálica, que colgaba de la bóveda con bielas. Nos abrimos pasos por la parte en ruinas de la cúpula y salimos al exterior, donde nos recibió el aire de la noche y la luz de un millón de estrellas. A nuestro alrededor, los árboles oscuros suspiraban y agitaban sus extremidades. Storrow y Eben Nudd me ayudaron a trepar hasta la abertura y me dejaron en el tejado, donde me agarre lo mejor que pude.
Tendremos que bajar a rastras. Lo único que puedo aconsejarte es que intentes no caerte — dijo Storrow, y entonces se volvió de golpe—¿Lo habéis oído?, preguntó.
Sí, dijo Eben Nudd. Lo habíamos oído todos; el sonido de unos pies que aterrizaban en la galería metálica. No podía ser nadie más que Chess, el vampiro, que nos pisaba los talones.
Yo creo…, dijo Nudd, pero nos quedamos con las ganas de saber qué creía.
Chess cruzó la bóveda como si hubiera salido disparado de un cañón Parrot. Agarró a Nudd por el cuello y le arrancó la cabeza. Los huesos de la clavícula restallaron con fuerza. No se tomó siquiera la molestia de beber la sangre del ex langostero, sino que los arrojó por encima del tejado. Su cuerpo sin vida cayó al suelo, una planta más abajo.
Ceo que no nos han presentado como es debido, dijo Chess.
Sus ojos refluían como brasas.
LA DECLARACIÓN DE ALBA GRIEST.
—¿Qué hora es? —preguntó Arkeley. Apoyó el brazo sobre un lavamanos blanco y se arremangó la camisa. El vendaje de gasa de la muñeca tenía el tono marrón de la sangre seca. Cuando se lo retiró, el brazo estaba manchado de rojo y tenía el vello ennegrecido y pegado a la piel. Una herida fea como un gusano seco le atravesaba la muñeca—. ¿Agente?
El cansancio le calaba los huesos como un viento helado. Llevaba mucho tiempo sin dormir.
—Son... esto... las cuatro y media. —Clara estaría durmiendo—. Pero... ¿dónde está? Le he dejado un segundo y...
Harold le dirigió una mirada interrogativa. Caxton bajó la mirada y cogió la lanceta envuelta con papel que el vigilante sostenía en las manos. En el sótano del museo habían encontrado existencias de sobra para lo que querían hacer. En la mesa, frente a ella, había un recipiente medidor, un rollo de gasa nuevo y otro de esparadrapo.
—Tenemos que darnos prisa —le dijo Arkeley—. Si el sol sale antes de que Malvern esté preparada habremos perdido un día entero y más sangre de la que quisiera donar.
Caxton asintió y se mordió el labio inferior: había llegado la hora de concentrarse. Desenvolvió la lanceta, un instrumento quirúrgico de acero con un afilado extremo triangular. Miró el brazo de Arkeley. Era el que no tenía dedos en la mano. La palma era un amasijo de carne tan abierto de cicatrices que ni siquiera parecía humana; se parecía más a la zarpa de un animal. Caxton intentó hundir la lanceta en la herida, pero vaciló al oír cómo Arkeley gruñía y resoplaba de dolor. Del corte salieron apenas unas gotitas de sangre que no se parecían en nada al chorro que ella había estado esperando.
—No puede dudar ahora —dijo él, apretando los dientes—. Esto no es como abrir una bolsa de guisantes congelados: necesitamos un buen corte. Un corte profundo.
Caxton se mareó un poco tan sólo de escucharlo. Entonces cogió la lanceta con fuerza, se inclinó hacia delante y se la clavó en el brazo de Arkeley. Éste gritó de dolor, pero ella lo ignoró y continuó reabriendo la herida como si la lanceta fuera una sierra.
—¿Así? —preguntó.
—Sí, con eso bastará —respondió Arkeley, que movió aquella mano sin dedos para activar los músculos del brazo. La sangre manó a borbotones de la herida y le resbaló por el brazo—. A ver, traiga el recipiente.
Caxton lo colocó debajo de la herida para recoger la sangre. Arkeley se apretó el brazo con la mano buena como si estuviera apurando el último resto de pasta de dientes de un tubo vacío. La sangre manaba de la herida, oscura y espesa, de color rojo intenso. Salpicó las paredes del recipiente medidor, que empezó a llenarse. El nivel de la sangre fue subiendo por las marcas de color blanco: cincuenta mililitros, cien mililitros, doscientos...
—Ya casi tenemos la mitad —dijo Caxton, con lo que esperaba que fuera un tono tranquilizador.
Doscientos cincuenta mililitros, trescientos. La herida no se cerraba y el chorro de sangre no disminuía. Caxton dio gracias por ello en silencio; debía de haber dado con una vena importante. ¿Necesitaría puntos? Cuatrocientos mililitros, quinientos, seiscientos.
—Vale —dijo, y apartó el recipiente. La sangre salpicó en el lavamanos. Dejó el recipiente a un lado, le vendó el brazo a Arkeley con fuerza y fijó la venda con esparadrapo. La gasa blanca se tiñó de rojo al instante—. A lo mejor la he hundido demasiado —dijo Caxton.
—No se preocupe por eso ahora —respondió Arkeley, que aplicó presión al vendaje con los dedos de la mano buena—. Déle de comer; la sangre tiene que estar caliente o no servirá de nada.
«Tiene que ser caliente, fresca y humana», se dijo Caxton. A pesar del pavor que los vampiros inspiraban en los animales, éstos no eran nunca objeto de sus ataques. La sangre tenía que ser fresca porque si se coagulaba no podían digerirla como era debido. Sin perder más tiempo, se dirigió hacia el ataúd. Malvern levantó la cabeza con gran dificultad. Tenía las manos a la altura de la garganta, pero no lograba agarrar el recipiente. Caxton no quería acercarse a sus dientes y exponerse a que la mordiera, pero no había otra forma de hacerlo. Temblando tan sólo un poco, inclinó el recipiente sobre la boca de Malvern. La sangre cayó por el borde y salpicó la lengua gris y arrugada de la vampira.
El efecto fue electrizante e inmediato. El cuerpo de Malvern empezó a temblar y un humo blanco se elevó a través de su camisón hecho jirones, lenguas vaporosas que le salían de las axilas y se deslizaban por encima de la cabeza descarnada. Al instante, la piel empezó a crecer sobre el cráneo y cubrió los huesos amarillentos. El único ojo de Malvern se humedeció y empezó a hincharse. Luego, levantó las manos, agarró el recipiente y se lo arrebató a Caxton.
Ésta retrocedió un paso y observó con asco cómo la hábil lengua de Malvern lamía los restos de sangre del fondo del recipiente. Las manos esqueléticas habían adquirido un aspecto más carnoso, los prominentes nudillos y las venas iban desapareciendo a medida que la masa muscular iba creciendo bajo la piel.
Malvern emitió un largo y sibilante gemido de placer. Soltó el recipiente, en el que no quedaba ni una gota de sangre, y éste rodó por encima de su hombro. Levantó las manos como si estuviera dando las gracias. Antes parecían apenas un montón de huesos en un envoltorio de piel demasiado grande. Ante los ojos de Caxton, los estragos que provoca el paso tiempo se revirtieron hasta que pareció que la vampira llevara muerta apenas unos meses.
—Vamos, ahora haz que regrese de entre los muertos —le ordenó Arkeley.
Lentamente, entre crujidos de articulaciones, Malvern se revolvió dentro del ataúd y se incorporó con ayuda de las manos. Levantó las rodillas y las acercó al pecho; a continuación apoyó su horripilante cabeza en aquellas prominentes rodillas. Poco a poco, volvió la cabeza y miró a Geistdoerfer, que se encontraba a escasos metros de distancia. Abrió la boca y de ésta salió un traqueteo como el que hace un rastrillo metálico al arrastrar un montón de hojas.
Malvern había articulado apenas dos palabras en más de un siglo, y eso había sido después de bañarse en su ataúd, lleno de la sangre de media docena de personas. El medio litro que acababa de beber no iba a ser suficiente para devolverle la vitalidad a su laringe podrida.
En una ocasión, Caxton había visto cómo un vampiro llamado Reyes creaba un siervo no muerto. Para ello, había llamado literalmente al cadáver y lo había hecho regresar de entre los muertos.
—¿Funcionará si no es capaz de hablar?
Arkeley se encogió de hombros.
Malvern volvió a intentarlo y en esta ocasión emitió un sonido ronco y gutural, como si fuera a vomitar. Se volvió y miró a los tres seres humanos que había a sus espaldas. Caxton, que temía que pudiera intentar algún truco, se llevó la mano al amuleto del bolsillo.
Arkeley desenfundó la Glock y con un gesto rápido colocó el cañón sobre el pecho hundido de Malvern. Parecía que el viejo cazador de vampiros había estado esperando aquel momento.
La cabeza de Malvern se movió a un lado y a otro, pero nada más un poco, como si temiera que fuera a caérsele si la movía demasiado rápido. Entonces acercó la mano al teclado y, sin perder un segundo, escribió:
si pudiera tomar un poco más...
—Ni lo sueñes —dijo Caxton, y Arkeley asintió.
Malvern puso el ojo en blanco. Sin embargo, asintió y empezó de nuevo a escribir. Entonces miró a Geistdoerfer, todavía sobre el expositor de madera, muy pálido y muy muerto. Escribía con energía y el teclado traqueteaba estruendosamente:
ven a mí, regresa, escúchame.
Las palabras se parecían a las que Caxton había oído cuando Reyes llamó a su siervo no muerto. Malvern las repitió una y otra vez, y la pantalla se llenó con sus órdenes. A Geistdoerfer no le tembló ni un párpado.
Los cadavéricos dedos de Malvern aporreaban el teclado; el portátil rebotaba cada vez que la vampira pulsaba una tecla. Parecía desesperada; tal vez sospechara que si no lograba su cometido, no confiarían en ella nunca más. Nunca más tendría oportunidad de volver a probar la sangre.