Caxton echó un vistazo al reloj: aún no era siquiera medianoche. En aquella época del año, el vampiro iba a gozar de muchas horas de oscuridad para hacer lo que quisiera. Tal vez le quedaban hasta siete horas, ¿hasta dónde podía llegar en ese tiempo? Aunque a lo mejor decidía quedarse cerca y encontrar un buen escondrijo donde dormir durante el día. Entonces podría regresar la noche siguiente y tratar de rescatar a Malvern de nuevo.
—¿Cómo ha podido ser tan necia? Ya sabía que iba a pifiarla antes o después, pero al parecer subestimé su capacidad de arruinar un plan casi perfecto.
El cansancio se había apoderado de Caxton, pero la rabia le dio nuevas energías.
—Cierre el pico, vamos —le dijo, aunque al momento deseo haber encontrado otras palabras. Por ejemplo: «¿cómo se atreve?»—. Hago lo que puedo. Usted me metió en esto y, c-créame, hago lo que puedo —dijo y se dio cuenta de que pronunciar sonidos guturales no le dolía tanto cuando estaba cabreada—. Soy yo quien está persiguiendo a ese chupasangre, no usted. Y creo que me merezco un poco de respeto.
—Ah, ¿sí? —preguntó él.
—Sí. De no ser por mi intervención habría logrado revivir a Malvern. La habría sacado de aquí delante de sus narices.
Los profundos ojos de Arkeley centellearon un breve instante, incluso el que había bajo su párpado paralizado.
—Qué interesante —dijo.
—Sí, fascinante de la hostia —replicó Caxton, aunque no tenía ni idea de qué le estaba diciendo.
—Al parecer se ha llevado la falsa impresión de que nuestro pálido amigo ha venido aquí a rescatar a Malvern.
La boca de Arkeley se movía de una forma que podría haber transmitido algún tipo de emoción en un rostro normal. En el contexto de sus rasgos, en cambio, parecía tan sólo un gusano que se arrastrara entre las dos mejillas.
—Venga conmigo.
Al final el tiempo fue nuestra perdición. Pasamos todo el día acosados por un peligro mortal. No osamos hacer nada por aliviar nuestros temores ni mejorar nuestra situación. Estudiábamos periódicamente el estado de Simonon y sus hombres, pero éstos no se movían ni daban señales de querer levantar el campamento. Creo que todos imaginábamos a qué estaban esperando: a que llegara la noche y el vampiro regresara de dondequiera que hubiera ido. Sabíamos que no estaba en la casa, pues habíamos visto que su ataúd estaba vacío. Si no regresaba, ¿íbamos a quedarnos allí encerrados también el día siguiente y el otro? Simonon parecía un hombre paciente, por muchas historias sobre sus matanzas que contara Storrow.
El día transcurrió sin más. Los soldados sabemos cómo esperar; es lo que se nos da mejor. Pasamos el tiempo como buenamente pudimos. Yo ansiaba regresar junto a la puerta del piso inferior y hablar con Bill, pero no lo hice.
Cuando la luz anaranjada tiñó el cielo por encima de los árboles creo que todos contuvimos el aliento, pues no sabíamos si sentíamos alivio o temor. Percibimos también una inquietud, imagino que parecida a la nuestra, en el campamento revolucionario. La tensión crecía por momentos, pero no duró demasiado. Los yanquis, German Pete, Storrow, Nudd y yo nos asomamos a la ventana, indiferentes a quien pudiera vernos allí.
Ninguno de nosotros lo vio llegar, aunque es posible que los caballos lo olieran, pues se encabritaron y tiraron de las riendas como si fueran a desbocarse. Aquellos relinchos fueron el sonido más ruidoso que oí en todo el día. Y de pronto allí lo teníamos: el vampiro Obediah Chess estaba de pie junto a la hoguera, como si quisiera calentar su fría piel; como si llevara allí una eternidad.
LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST
Arkeley la acompañó de nuevo al nivel interior del museo, donde Malvern seguía metida dentro de su ataúd. Cuando se acercaron, Caxton echó un vistazo a la vieja vampira e intentó comprender qué sucedía.
No quedaba demasiado de Malvern, la verdad. Su piel se había vuelto de papel, aún de un blanco níveo, pero cubierta de llagas oscuras. En algunos lugares se había agrietado y colgaba hecha trizas. Le faltaba la mayor parte del cuero cabelludo, de modo que se le veía el hueso amarillento del cráneo. Sus orejas triangulares colgaban flácidas y mustias. Le faltaba un ojo, como siempre, y el otro era apenas un puñado de carne lechosa que se agitaba en la cuenca. Caxton dudaba que pudiera ver nada con aquel ojo.
Pero eso no significaba que no estuviera atenta. Cuando Caxton se inclinó sobre el ataúd, la cabeza de Malvern, con aquel cuello largo y delgado, se levantó y su mandíbula se abrió a cámara lenta. De un modo u otro lograba percibir la presencia de Caxton e intentaba morderla, atravesar su carne y chuparle la sangre.
Cuando Caxton se apartó, la mandíbula se cerró con la misma lentitud con la que se había abierto.
El vampiro de Gettysburg, su vampiro, debía de tener aquel aspecto. Los vampiros de más de cien años deberían de estar descompuestos y débiles. Aunque se hubiera alimentado de la sangre de Geistdoerfer, eso no le debería de haber bastado. Aún no tenían ni idea de cómo había logrado caminar o siquiera levantarse. Mucho menos de cómo era posible que corriera más que un coche patrulla o que la volteara a ella como si fuera una muñeca de trapo.
Arkeley carraspeó. Caxton se volvió y lo vio junto a una vitrina. Dentro había la cabeza y los hombros de un hombre al que le faltaba la piel y parte de la musculatura. Sus vasos sanguíneos estaban a la vista, plastificados y pintados de diferentes colores para diferenciar entre venas y arterias. Encima de la vitrina había un sencillo ordenador portátil negro. Arkeley lo abrió y colocó la pantalla de modo que Caxton pudiera verla.
—Recordarás que nos advirtió —le dijo—. Nos contó que él vendría a por ella.
Presionó la barra espaciadora y el ordenador despertó del modo de hibernación. En la pantalla apareció una ventana blanca, el campo de texto de un procesador de texto. En éste podía leerse el mensaje original de Malvern con grandes letras cursivas, ya completo y, por lo tanto, un poco más legible:
acudiraapormilose
—«Acudirá a por mí, lo sé», vale —dijo Caxton—. Se estaba regodeando, se burlaba de nosotros porque sabía que más temprano que tarde el vampiro vendría y se la llevaría lejos de todo esto, o que le traería sangre... o algo. Pensé que tal vez el vampiro conocía algún hechizo; ella los llama maleficios, ¿verdad? Creía que tal vez conocía algún maleficio para devolverle la salud.
—Sí, yo también lo pensé, pero entonces me di cuenta de que Malvern no es tan estúpida. —Arkeley se acercó al ordenador e hizo avanzar el texto de la pantalla—. ¿Por qué iba a ponernos sobre aviso, por muy críptico que fuera el mensaje? A nosotros nunca se nos habría ocurrido pensar que el vampiro podía conocerla, pero su mensaje nos dio tiempo para prepararnos. Necesitaba más información y esta tarde le he pedido que escribiera algo más.
Se apartó para que Caxton pudiera ver la pantalla. El siguiente mensaje decía:
debes protegerme
es tu deber laura
—¿Protegerla? —Caxton se llevó la mano a la boca.
—Vaya, veo que empieza a comprender la situación —dijo Arkeley.
Caxton asintió: sí, comenzaba a comprender. El vampiro de Gettysburg no la había arrastrado hasta allí para poder resucitar a Malvern, sino para destruirla.
—Pero… los vampiros cooperan entre sí, no luchan.
—Nunca dé por sentado que lo que conoce acerca de un vampiro es aplicable a todos los demás —le dijo Arkeley—. Esa es la forma más sencilla de que la maten.
Caxton conocía aquel tono de voz, se lo había oído usar cientos de veces. Era el tono del maestro que reprendía a un alumno que se mostraba incapaz de aprender la lección más elemental.
—No podía saberlo —dijo Caxton.
—La llamé en cuanto Malvern terminó de escribir. ¿No recibió el mensaje?
¡Su móvil! Había recibido un mensaje mientras estaba en el aparcamiento, justo antes de entrar en el museo.
—No estaba en posición de leerlo —respondió—. El vampiro estaba ahí, vigilando todo lo que hacía. Lo único que pude hacer fue escribirle el mensaje que le mandé.
Arkeley asintió, pero no parecía dispuesto a perdonarla.
—Maldita sea —musitó—. Llevo más de veinte años tratando de encontrar una forma de terminar con ella. He dedicado toda mi carrera a ello, pero los tribunales siempre me han detenido. Esto podría haber puesto punto final a tanto sufrimiento y tormento de la forma más sencilla. ¡Si hubiera tenido un poco de paciencia!
A Caxton le ardían las mejillas sin embargo, no pensaba cargar con las culpas.
—Su sufrimiento y su tormento.
Era cierto que llevaba muchos años intentando encontrar una forma de acabar con las maquinaciones de Malvern y poner fin a su existencia. Y lo que Malvern había dicho también era cierto.
—Este mensaje no era para usted —dijo Caxton señalando la pantalla—; era para mí.
Efectivamente, iba dirigido a ella e incluso llevaba su nombre. Arkeley soltó una carcajada burlona.
—Sabe que apelar a mis buenos sentimientos no le serviría de nada.
Cogió el ordenador y lo dejó encima de una vitrina que había cerca del ataúd, al alcance de Malvern.
Ésta levantó despacio, muy despacio, su esquelético brazo y sus dedos corrompidos se posaron, casi inertes, sobre el teclado. Con dolorosa lentitud, el dedo índice de Malvern presionó la letra «F». La mano reposó un minuto entero, durante el cual los dedos se abrían y se cerraban lentamente, como si estuvieran demasiado débiles incluso para quedarse quietos. Entonces la mano se movió de nuevo por encima del teclado, como una hoja seca arrastrada por la brisa otoñal, hasta alcanzar la tecla «U».
No obstante, algo en la forma de teclear de Malvern llamó la atención de Caxton. A pesar de la lentitud con la que iba añadiendo letras, lo cierto era que escribía bastante rápido.
—Está acelerando —dijo Caxton, frunciendo el ceño. Miró el mensaje que había ya en la pantalla, en el que le pedía ayuda—. Y parece que vuelve a acordarse de usar los espacios.
Su primer mensaje, «acudiraapormilose», había sido mucho menos coherente.
—¿Qué está pasando aquí? —le preguntó a Arkeley—. ¿Qué ha hecho?
Aunque mucho se temía que ya sabía la respuesta.
—Tardó varios días en escribir el último mensaje. Apenas lograba una pulsación cada cuatro horas y yo no tenía tanto tiempo —explicó Arkeley sin apartar los ojos de la pantalla.
—De modo que aceleró el proceso —lo interrumpió Caxton. Suponía cómo lo había hecho y aquello le producía verdadero pavor—. Enséñeme los brazos —le ordenó.
Arkeley soltó otra carcajada, pero Caxton no estaba bromeando. Necesitaba saber la verdad. Lo agarró por el brazo izquierdo, el de la mano sin dedos. ÉI no se resistió cuando Caxton le subió la manga. Llevaba un grueso vendaje de gasa blanca alrededor de la muñeca.
—Le ha dado de comer —susurró Caxton, que no lo podía creer, no lograba comprender el significado de aquello. Tan sólo sabía que era algo malo—. ¡Será cabrón! ¡Le ha dado de comer!
Desde que Malvern quedara bajo tutela judicial, siempre había habido un médico que se ocupaba de ella. Había tenido dos y la vampira había sido responsable de la muerte de ambos. Ambos la habían alimentado con su propia sangre. Arkeley había luchado durante años para conseguir una orden judicial que impidiera a los médicos hacer justamente esto. Y ahora la alimentaba él mismo.
Caxton sólo fue capaz de negar con la cabeza incrédula.
El vampiro iba vestido como todo un señor y en la cabeza llevaba un fez ribeteado con hilo dorado. En sus ojos ardía una resplandeciente luz. Estaba afeitado y su piel lívida refulgía en la oscuridad.
«¿Deseabais hablar conmigo?», preguntó lentamente, Simonon se levantó de su tienda de campaña y se acercó a él.
«He venido a solicitar tu ayuda», dijo el ranger. Baste decir que aquel hombre no era ningún cobarde. «Jeff Davis desea el placer de tu compañía.
«Pretendéis reclutarme —se rió el vampiro—. Querríais convertirme en uno de vuestros soldados. ¿O tal vez en un oficial? No me halaga la perspectiva de recibir órdenes... »
«Entonces conviértete en un partisano, como yo —le ofreció Simonon—. Elige tus propios objetivos, te será concedido.
«¿De veras?», preguntó el vampiro sin moverse en absoluto y sin hacer ningún gesto con las manos. Vimos sus músculos contraerse y relajarse bajo aquella piel que apenas parecía suya. Era como un puma a punto de saltar encima de un ciervo. «¿Y si te elijo a ti?»
Se abalanzó sobre él con los brazos extendidos y sus colmillos se hundieron en el hombro de Simonon. El ranger soltó un grito al tiempo que carne y hueso se separaban y la sangre caliente le salpicaba la boca y las mejillas al vampiro.
Nuestra sorpresa tan sólo era comparable al tumulto de los rebeldes. Algunos levantaron el arma, incluso los vi desenvainar la espada, pero ninguno acudió a rescatar a su líder; Simonon estaba muerto y todos los presentes lo sabían. En cuanto hubo terminado su festín, el vampiro arrojó a la víctima al suelo como un hombre podría desechar los huesos de un pollo hervido. Entonces se giró para mirar a las tropas de caballería que lo rodeaban.
«¡Yo soy el señor de esta casa y no os he invitado a ninguno de vosotros! Regresad con Jeff Davis y decidle que yo no sirvo a ningún hombre, ni a Dios, ni al mismísimo Diablo. ¡Id a decírselo!»
LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST
Mientras esperaban a que Malvern tecleara su siguiente mensaje, aprovecharon para hacer un millón de llamadas. Todos los centros de la policía local pedían garantías e instrucciones. Fue Arkeley quien se encargó de corroborar y confirmar todos los protocolos. El comisario de la policía de Filadelfia le robó a Caxton media hora de su tiempo. Quería saber por qué había provocado tantos problemas en su ciudad y qué pensaba hacer para resolverlos. Caxton le propuso ofrecer una rueda de prensa donde ella asumiría toda la responsabilidad, aunque en realidad no tenía tiempo para eso. El comisario guardó silencio un instante y entonces le comunicó que a partir de aquel momento se hacía cargo de la situación.
Después de colgar comprendió lo que acababa de suceder. Ella había actuado con genuina voluntad de ayudar, pero el hombre debía de haberse tomado su oferta como una amenaza. Debía de estar al corriente de las repercusiones que había sufrido el negocio turístico de Gettysburg después de su rueda de prensa.