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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

99 ataúdes (15 page)

BOOK: 99 ataúdes
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—Porque sabe lo que le espera dijo el vampiro. Su voz era un gruñido, un rugido inhumano que le resonó en la espalda. Caxton cerró los ojos mientras el vampiro le pasaba los dientes por el cuello. Notó la dureza de sus fríos colmillos triangulares que se le clavaban en la piel caliente. Sin embargo, ninguno de ellos la atravesó. El vampiro se estaba conteniendo. Sabía que si la hacía sangrar era probable que no lograra resistir el impulso antinatural de matarla—. Discúlpeme por tomarme la libertad, señorita —dijo, ahora con voz mucho más suave.

Su mano, fría y pegajosa, le acarició el cuello. Sus dedos llegaron a la garganta y se perdieron bajo el cuello de la camisa.

—Veo que no ha cambiado de amuleto —le dijo al oído. Su aliento apestaba, aunque no a sangre, sino más bien a tumba abierta. El intenso hedor le llenó la boca y las fosas nasales y le entraron ganas de apartarse.

Caxton no respondió.

Estaba demasiado asustada para hablar.

Geistdoerfer cogió un puñado de gasas limpias y, con mucho cuidado, se vendó de nuevo lo que le quedaba de brazo. A media operación tuvo que parar para tomar más pastillas. Finalmente volvió a colgarse el brazo en cabestrillo, se levantó del escritorio y se colocó junto a ella.

—Ahora voy a quitarle el arma —le dijo. Sonaba sinceramente arrepentido, pero Caxton no pensaba perdonarle lo que había hecho; sabía que la viuda de Garrity tampoco se lo habría perdonado. Con la mano buena sacó la Beretta de la funda y la dejó sobre la mesa, bien lejos de su alcance. También le quitó el bote de spray de pimienta del cinturón y se lo guardó en su bolsillo. A continuación registró los bolsillos de la chaqueta de Caxton y le confiscó las esposas y la linterna. Encontró el bulto del teléfono móvil, le dio un apretón para comprobar de qué se trataba y lo dejó donde estaba. Caxton lo miró a los ojos, pero el rostro del profesor era totalmente inexpresivo.

Capítulo 32

Al instante los demonios se apiñaron en el marco de la puerta y no perdieron ni un momento sorprendiéndose por volver a vernos. Se abrieron paso como si sus cuerpos se hubieran fusionado en una única gelatina.

La escopeta de Storrow me aturdió los sentidos al descerrajar dos descargas de perdigones contra aquel amasijo de cuerpos. Los rostros desgarrados y las extremidades histéricas cayeron al suelo, hechos añicos. No había sangre en ellos, lo cual me sorprendió, aunque sí se oyó un profuso desgarro de músculos y rechinar de huesos. Tuve la presencia de espíritu para disparar mi propia arma en el bullicio de la refriega y oí también la explosión distante del revólver de German Pete. A mis oídos ensordecidos por el estruendo de las escopetas, aquello sonó como un hombre arrojando piedras contra una verja. Sin embrago, nuestras balas dieron cuenta de la mitad de nuestros enemigos…

Un diablillo con el rostro hecho jirones trepó a lo alto de los cuerpos descompuestos con un atizador en la mano. No teníamos tiempo para volver a cargar, de modo que lo ataqué con mi bayoneta. La hoja se hundió con escalofriante facilidad en su cráneo y en su cerebro, y el diablo cayó al suelo sin emitir ruido alguno. Dos más cruzaron el umbral, pero Eben Nudd los derribó con un golpe de culata.

Y la puerta quedó despejada, así de sencillo.

LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST

Capítulo 33

—Lo ha estado ocultando aquí desde que lo descubrió —dijo Caxton.

—Permítame que le muestre algo —dijo Geistdoerfer.

El vampiro la soltó en cuanto estuvo desarmada. Geistdoerfer cogió la Beretta y le hizo un gesto que debía de haber aprendido en alguna película de blanco y negro. Caxton comprendió y se levantó lentamente, con las manos en alto.

Salieron de la oficina y penetraron en un oscuro pasillo. Geistdoerfer bajó el arma para abrir una puerta en la que ponía: «LAB DEP. GUERRA CIVIL». Caxton vio la pistola bambolearse entre los dedos del profesor, apuntando al suelo. Podría haber intentado arrebatársela. Pero entonces miró al vampiro.

Tenía una cara delgada y afilada, y unos ojos como abalorios. Sus dientes brillaban en la semioscuridad. Caxton sabía que el vampiro la destrozaría en un abrir y cerrar de ojos al menor gesto brusco.

Finalmente Geistdoerfer abrió la puerta.

Los tres entraron en una sala repleta de mesas, encima de las cuales había fragmentos de metal y balas de plomo blanqueadas. En una había un cubo; Caxton creía recordar que a aquello se le llamaba tonel. El paso del tiempo había deteriorado la madera y oxidado los aros, pero una negra capa de alquitrán hacía que se conservara de una sola pieza. En otra mesa había unos pantalones medio podridos: probablemente se tratara de los mismos pantalones que llevaba el vampiro cuando lo había visto la noche anterior. Estaban dispuestos con mucho cuidado, como si un equipo de arqueólogos se hubiera pasado el día examinándolos con lupas y pinzas. Entonces se dio cuenta de que era probable que Geistdoerfer hubiera estado haciendo precisamente eso.

En el centro del aula había un enorme fregadero de aluminio, tan grande como una bañera.

—Estamos preparados para tratar restos humanos, aunque creo que los amables ex alumnos que financiaron el laboratorio no lo hicieron pensando en nuestro distinguido invitado.

Caxton se inclinó y echó un vistazo a la pestilente bañera. Se acercó un poco más pero sólo acertó a ver un puñado de gusanos que reptaban por el fondo.

—¿Has estado durmiendo en esta bañera? —le preguntó al vampiro.

La mayoría de animales salían despavoridos al menor signo de presencia vampírica. Sin embargo los insectos, y en particular los gusanos, constituían la excepción más notable. Durante el día los vampiros no sólo dormían, sino que se les licuaba el cuerpo. Y los gusanos sabían identificar una comida gratis en cuanto la olían.

—No paraba de decir que necesitaba algo mejor, que quería un ataúd de verdad. Anoche fuimos a buscar uno, pero por desgracia apareció usted en el peor momento.

«O en el mejor», pensó Caxton. El momento perfecto para descubrir lo que el arqueólogo se traía entre manos. Probablemente el descubrimiento iba a costarle la vida, pero también significaría que el vampiro no iba a poder esconderse durante mucho más tiempo. ¿Cuántas personas sabían dónde estaba? La mitad del departamento de Policía estaba al corriente de aquella cita. Si no se presentaba a la comisaría por la noche, los policías locales atarían cabos rápidamente y aquél sería el primer lugar donde buscarían.

Por supuesto, para entonces ella ya estaría muerta. Una oleada de terror le recorrió todos los músculos de la espalda. Quería echar a correr, quería gritar.

Sin saber muy bien cómo, logró controlarse.

El profesor hizo otro gesto con la pistola. Era evidente que nunca antes había tenido una en las manos. Caxton se habría puesto mucho más nerviosa si el seguro hubiera estado quitado, pero incluso en la penumbra alcanzó a ver que no era así. Podría haber intentado un ademán heroico, como tratar de arrebatarle el arma. Tal vez lo habría hecho si no hubiera tenido al vampiro detrás.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

El vampiro se limitó a sonreírle en lo que era una truculenta parodia de una sonrisa humana. Sus colmillos parecían muy afilados en la penumbra.

—¿Fuiste soldado? —Insistió, pero al ver que no respondía se volvió hacia Geistdoerfer—. ¿Luchó como soldado en la batalla de Gettysburg?

Geistdoerfer inclinó la cabeza un instante, pero no respondió a la pregunta. Al parecer, entre los dos eran lo bastante listos como para recordar que Caxton era policía y que cuando preguntaba algo, en realidad buscaba pistas; no iban a proporcionarle ninguna.

La pistola volvió a moverse y Caxton se dirigió hacia un pasillo que terminaba en una escalera. Por las ventanas entraba la luz anaranjada de las lámparas de vapor de sodio de la calle. La luz se filtraba por entre las hojas de un árbol que el viento sacudía y sus sombras, alargadas como puñales, bailaban sobre los escalones mientras Caxton bajaba por ellos. Al llegar al final de la escalera, empujó una puerta y el aire frío de la noche penetró en el edificio. Al otro lado de la puerta estaba el aparcamiento. No había ningún estudiante; tal vez habían sido lo bastante sensatos y, tras escuchar su advertencia, se habían encerrado en sus casas durante la noche.

El coche de Geistdoerfer era un Buick Electra color Burdeos, un viejo cacharro con pequeños alerones traseros. El profesor abrió la puerta del conductor y le hizo a Caxton un gesto para que entrara.

—¿Quiere que conduzca yo? —le preguntó.

Por una vez le respondió.

—Me temo que no tiene cambio de marchas automático, por lo que me sería muy difícil conducirlo con una sola mano. Además, usted es la única que sabe adónde vamos.

—¿en serio? —dijo Caxton, sorprendida.

Había creído que tan sólo querían alejarse de la ciudad para eludir la persecución que ella misma había ordenado. Sin embargo, sintió como si de repente le echaran encima un jarro de agua fría. No querrían que los llevara a su casa, ¿verdad? Clara estaba allí…

El vampiro respondió con su voz rasposa, cavernosa.

—Usted debe saber adónde ha ido. Antes percibía su presencia cercana, pero ahora se ha ido. Al este, creo.

—No lo sé… —tartamudeó Caxton, pero Geistdoerfer la cortó.

—Ahórrenos sus excusas. Sé que sabe dónde está; he visto su película, agente. Sé que sus destinos están íntimamente unidos. Tenga la bondad de decirnos adónde ha ido.

El miedo le heló el cuerpo y empezó a temblar. Iban a hacerle daño a Clara… iban a matarla. ¿O le harían algo peor? Sabía de qué eran capaces…

—No, por favor, no…

El vampiro la sujetó por los hombros, aunque no con suficiente fuerza como para hacerle daño de verdad.

—¿Dónde está la señorita Malvern? ¡Después de todo este tiempo no permitiré que nada me detenga!

No querían a Clara. La sangre volvió a circularle por las venas. Querían a Malvern… Claro, era razonable. Para los vampiros tan sólo había una cosa sagrada. Los vampiros jóvenes, los activos, se ocupaban de sus mayores. Así era como Malvern había logrado sobrevivir durante tres siglos, sirviéndose de aquella veneración. Y ahora aquel vampiro quería ocuparse de ella. Por viejo que fuera, seguía siendo joven en comparación con Malvern. Caxton se preguntó qué debía hacer. ¿Debía llevarlo hasta Malvern? Si el vampiro le traía sangre a Malvern, si lograba devolverle algún tipo de vida activa, los problemas de Caxton no harían más que redoblarse, pues iba a tener a dos vampiros en lugar de uno.

En cualquier caso, tampoco es que tuviera demasiadas opciones.

Geistdoerfer la apuntó con su Beretta.

—No tengo demasiada experiencia en estos asuntos, pero creo comprender los rudimentos. Nosotros nos sentaremos en el asiento trasero. Yo sujetaré el arma y mi colega guardará un silencio amenazador. Y usted, querida, nos llevará a… a…

Podía mentirles. Podía llevarlos a algún lugar al azar, como por ejemplo el cuartel general de la policía estatal de Harrisburg. Sin embargo, el vampiro lo sabría; incluso a aquella distancia lograba percibir la presencia de Malvern. Si no lo llevaba adonde él quería, la mataría sin más. Si no se comportaba, el vampiro no tendría motivos para mantenerla con vida. Y no estaba dispuesta a sacrificar su vida tan sólo para retrasar las cosas.

—Al museo Mütter —confesó finalmente, hundiéndose en el asiento del conductor.

—Eso está en Filadelfia, ¿verdad? Muy bien. Llévenos hasta allí, a una velocidad razonable, y no haga nada para llamar la atención, ¿de acuerdo? Si se sale de la carretera o provoca un accidente me enfadaré mucho con usted. Me ha costado mucho mantener este coche en buen estado. Permítame también recordarle que si hace cosas raras es posible que tanto yo como usted terminemos muertos, y un accidente supondría poco más que una ligera inconveniencia para el jefe, aquí presente. O sea que conduzca con cuidado, ¿vale?

El profesor levantó la pistola y le apuntó a la frente.

—¿Vale?

—Sí —respondió Caxton.

—Coja la autopista —le ordenó Geistdoerfer—. Será más rápido a esta hora.

Le tendió las llaves por encima del respaldo y Caxton puso el coche en marcha.

«En cuanto llegaran a Filadelfia, ¿cuánto tiempo la dejaría vivir el vampiro?», se preguntó. En cualquier caso, de momento seguía sana y salva. Aún podía pensar y tratar de elaborar un plan.

El único problema era que no se le ocurría ninguna idea.

¿Qué opciones tenía? Metió primera y salió del aparcamiento.

Capítulo 34

«¿Obediah?», dijo alguien. ¡Era el Ranger Simonon! Miré a través de la puerta y vi a varios hombres a caballo en el claro que había frente a la casa. Los rebeldes habían regresado. «¿Obediah?», gritó de nuevo. «Aquí pasa algo raro. Os juro que acabo de oír disparos.»

Éramos como ratas en una trampa y cada vez nos quedaba menos tiempo. La situación parecía desesperada.

La caballería rebelde acampó frente a la puerta como si se preparara para esperar varios días si era necesario: encendieron hogueras, ataron los caballos a los árboles y se repartieron las raciones que les quedaban. Nosotros, desde dentro, tan sólo podíamos maldecir nuestra suerte; eso sí, en silencio. Creo que no hicimos más ruido que cuatro ratones.

El ranger Simonon no entró en la casa, ni siquiera mandó a ningún hombre a echar un vistazo. Ni Storrow ni yo éramos tan estúpidos para creer que podríamos salir de allí por la fuerza de las pocas armas que poseíamos. Sabíamos que en nuestro estado de desesperación, si cruzábamos aquella puerta era para que nos masacraran al instante. Así pues, nos alejamos de la puerta e intentamos pasar desapercibidos.

LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST

Capítulo 35

Caxton contempló el paisaje de la zona rural de Pensilvania, que discurría al otro lado de la ventanilla: las casas iluminadas por la luz amarilla o anaranjada de las lámparas, o el parpadeo azul donde había un televisor encendido. Había coches aparcados en las entradas y en los garajes. La gente normal estaba cenando o, si había terminado ya, fregaba los platos. Gente buena y también mala gente. Gente normal. Gente cuya vida había consagrado a proteger.

—Hay muchos policías en Filadelfia. Muchísimos más de los que tenemos aquí. No sé qué esperas poder hacer cuando encuentres a Malvern —dijo, aunque temía conocer la respuesta—. Pero antes o después deberás ocuparte de ellos. Y necesitarás sangre: o bien para ti, o bien para ella, pero tendrás que alimentarte. Puedes esconderte un tiempo, pero…

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