A diferencia del
Marine One
, el ruido de los rotores en el interior del Nighthawk Dos era absolutamente ensordecedor. Y, dado que nunca transportaba al presidente, su decoración interior era unas mil veces más utilitaria. Nada de asientos tapizados ni reposabrazos bordados.
Libby Gant, sargento de personal, tenía veintiocho años. Bueno, desde hacía seis horas.
Compacta y en forma, tenía el cabello rubio y corto y los ojos azules. La ropa de combate (chaleco antibalas y MP-10 incluidos) le sentaba como un guante, pero con uniforme de gala estaba sencillamente espectacular.
Puesto que estaban volando en espacio aéreo restringido de la Fuerza Aérea, los ánimos a bordo del Nighthawk Dos estaban más calmados. Las tensiones habituales de tener que coordinar la trayectoria de vuelo con el tráfico aéreo civil no se daban en ese tipo de vuelos, por lo que Gant (que estudiaba a tiempo parcial para acceder a la escuela de Aspirantes a Oficial) aprovechó la oportunidad para dar un repaso a sus apuntes.
Estaba empezando el curso 9405, mando táctico avanzado, cuando una voz invadió su consciencia.
—Cumpleaños feliz… Cumpleaños feliz… Le deseamos, sargento de personal Gaaant… Cumpleaños feliz.
Gant alzó la vista y suspiró.
Sentándose en el asiento vacío junto a ella estaba Nicholas Tate III, asesor de política nacional del presidente. Tate poseía una belleza europea (cejas oscuras, piel color aceituna y rasgos de modelo) y una confianza extrema en sí mismo. Ese día llevaba un traje de Armani de tres mil dólares y un perfume también de Armani a juego. Al parecer era lo último.
Le extendió a Gant un paquete pequeño muy bien envuelto.
—Veintiocho, si no me equivoco —dijo.
—Así es, señor —dijo Gant.
—Llámeme Nick. —Miró hacia el regalo—. Bueno, a qué espera. Ábralo.
Gant desenvolvió a regañadientes el paquete. Era una caja de color verde esmeralda. La abrió y vio un increíble y precioso collar de plata.
Pequeño y fino, parecía un trozo de hilo de la más delicada plata, y su lustrosa superficie refulgía. Un diamante menudo pero elegante colgaba cual lágrima de la parte delantera del collar.
—Es de Tiffany's —dijo Tate.
Gant lo miró.
—No se me permite llevar joyas cuando voy de uniforme, señor Tate.
—Lo sé. Esperaba que se lo pusiera cuando la llevara a cenar a Niño el próximo sábado.
Niño era un restaurante de Georgetown muy popular entre la alta sociedad y posiblemente el más caro de la ciudad.
Gant suspiró.
—Salgo con alguien.
Era verdad, en cierto modo. El fin de semana pasado, tras un comienzo vacilante, Shane Schofield y ella habían tenido algo parecido a una cita.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Tate—. Algo había oído. Pero una cita no es una relación.
Aquello se estaba complicando. Gant sostuvo en alto el collar para verlo con la luz que filtraba la ventana.
—¿Sabe? Este collar me recuerda mucho a uno que vi en París en una ocasión.
—Oh, ¿de veras?
En cuanto Gant mencionó la palabra «París», sin embargo, uno de los otros marines sentados cerca ladeó la cabeza a un lado. Tate no lo vio.
—Sí —dijo Gant—. Estuvimos hará unos meses con el presidente. Yo tenía el día libre, así que…
—Pero ¡madre mía! ¡Mira eso! —le interrumpió la voz de una mujer.
—Hola, Madre —dijo Gant cuando la sargento de artillería Gena Madre Newman apareció en el estrecho pasillo junto a ella.
—¿Cómo va eso, cumpleañera? —dijo Madre con una enorme sonrisa de complicidad.
«París» era un código que ya habían usado varias veces. Cuando alguna de las dos no podía librarse de un admirador pesado, metía la palabra «París» en la conversación y la otra, al oír la señal, acudía en su rescate. Era un truco que usaban las chicas en todas partes del mundo.
Aunque Madre (de metro noventa y cinco de estatura y noventa kilos de peso) rara vez había tenido que usarlo. Con su gesto y rasgos severos, su cabeza rapada al cero y sus maneras bruscas, era casi la perfecta antítesis de Libby Gant. Su alias, Madre, lo decía todo. No pretendía aludir a sus instintos maternales. Era una manera cariñosa de mentar a la responsable de haberla traído al mundo. Era una soldado de gran talento, experta en todo tipo de armamento pesado, que había sido ascendida al altamente respetado rango de sargento de artillería hacía un año.
Además de todo eso, gracias a un encuentro cercano con una orea durante la catastrófica misión en la Antártida, Madre tenía otra característica física nada habitual.
Llevaba una prótesis en su pierna izquierda.
Durante el desagradable incidente con la orea había perdido su pierna izquierda justo por debajo de la rodilla. Aunque ella siempre decía que había salido mejor parada que la orea, que había recibido un balazo en el cerebro.
En lugar de su pierna, Madre tenía un miembro ortopédico de tecnología punta que, tal como sus fabricantes afirmaban, garantizaba un movimiento total y no disminuido del cuerpo. Con huesos fabricados con una aleación de titanio, articulación completa y simuladores hidráulicos de los músculos, su funcionamiento era tan sofisticado (recepción de impulsos nerviosos y cambio de peso automático incluidos) que requería de un microprocesador prológico interno.
Madre estaba contemplando el reluciente collar de Tiffany's.
—Uau, qué joya tan elegante —dijo embobada. Se volvió para mirar a Nick Tate—. Ese trozo de cuerda le ha debido de costar una fortuna, hijito de Jim.
—Está dentro de mis posibilidades —dijo Tate con frialdad.
—Probablemente valga más de lo que yo gano en un año.
—Probablemente.
Madre hizo caso omiso de él y se volvió hacia Gant.
—Lamento arruinarte la fiesta, cumpleañera, pero el capitán me envía a por ti. Te quiere allí para el aterrizaje.
—Oh, de acuerdo.
Gant se puso de pie y, mientras lo hacía, le devolvió a Tate el collar.
—Lo siento, Nicholas, pero no puedo aceptarlo. Estoy saliendo con alguien.
Se dirigió a la parte delantera del helicóptero.
Cerca del conducto de la salida de emergencia, Colt Hendricks seguía inmóvil, boquiabierto, mirando hacia la zanja.
La imagen que tenía ante sí era horripilante.
Los nueve miembros del equipo de avanzada secundario del servicio secreto yacían en el suelo cubierto de arena de la zanja. Sus cuerpos estaban retorcidos en todos los ángulos imaginables, cosidos a balazos. El tamaño de las heridas indicaba el uso de munición de punta hueca (balas que se expandían al atravesar la herida, garantizando una muerte segura). Algunos de los agentes habían recibido disparos en la cara, disparos que les habían volado la cabeza. Había sangre por todas partes, secándose sobre la arena.
Hendricks vio al agente al frente del equipo del servicio secreto, un hombre llamado Baker, con la boca y los ojos abiertos de par en par y un orificio de bala en la frente. En la mano extendida del agente Baker se encontraba el interruptor de la señal de «todo despejado». El ataque había debido de producirse con tal rapidez que ni siquiera había tenido tiempo de pulsar el interruptor.
Detrás de Baker, Hendricks vio una puerta de acero sólida dispuesta en una de las paredes de tierra de la zanja: el conducto de salida. Estaba cerrada.
Hendricks se volvió, sacó la radio y se dispuso a regresar al Nighthawk Tres.
—¡Nighthawk Uno!
Interferencias.
—¡Maldita sea! ¡Nighthawk Uno! Aquí…
Fue como si el desierto cobrara vida de repente.
La arena del suelo del desierto se separó y, entonces, a ambos lados de Hendricks, una docena de formas del tamaño de hombres surgieron de la arena, con sus ametralladoras en ristre, disparando.
Un segundo después, una bala Silvertip de nueve milímetros entró en el cerebro de Hendricks por un lateral. La posterior expansión gaseosa del proyectil de punta hueca hizo que su cabeza estallara en pedazos.
Hendricks no llegó a ver al hombre que lo mató.
No llegó a ver cómo aquel equipo de espectros del desierto abatía al resto de sus hombres con una eficiencia clínica y despiadada.
Y no llegó a ver cómo se apoderaban de su helicóptero y lo pilotaban hacia el Área 7.
* * *
Los dos helicópteros presidenciales restantes descendieron juntos, aterrizando en un torbellino de arena delante del enorme hangar principal del Área 7, base especial restringida de la Fuerza Aérea de Estados Unidos.
Las gigantescas puertas dobles del hangar estaban abiertas hacia dentro, revelando su luminoso interior. La montaña en la que se había excavado el hangar se cernía sobre el complejo achaparrado de cuatro edificios.
Tan pronto como los dos helicópteros tocaron el suelo, la gente del servicio secreto del Nighthawk Dos tomó posiciones alrededor del
Marine One.
Un comité de bienvenida los esperaba en la pista de aterrizaje, delante del hangar. Permanecían erguidos, en silencio, envueltos en el frío aire de la mañana y perfilados por la luz del hangar a sus espaldas.
Dos oficiales de la Fuerza Aérea (un coronel y un mayor) encabezaban la unidad de bienvenida.
Tras esos dos oficiales se hallaban cuatro filas de soldados plenamente equipados, diez hombres por fila. Todos ellos llevaban el uniforme de campaña completo (ropa de combate negra, chalecos antibalas negros, cascos negros) y sostenían por delante de sus torsos fusiles de asalto M-90 de última tecnología y fabricación belga.
A través del parabrisas de la cabina de mando del
Marine One
, Schofield reconoció sus insignias al instante. Eran miembros de una unidad que rara vez se dejaba ver en los ejercicios militares estadounidenses, una unidad envuelta en un halo de misterio y secretismo, una unidad que muchos creían que se empleaba solamente en las misiones más críticas.
Era la unidad terrestre de élite de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, el famoso séptimo escuadrón de Operaciones Especiales.
Con base en la Alemania Occidental durante gran parte de la guerra fría, su misión oficial durante ese periodo había sido la defensa del campo aéreo estadounidense frente a la élite de las unidades soviéticas, los Spetsnaz. Sus logros extraoficiales, sin embargo, eran bastante más espectaculares.
La planificación y organización de la deserción de cinco especialistas soviéticos en misiles nucleares de una base secreta en las montañas ucranianas. El asesinato del jefe de operaciones del KGB, Vladimir Nakov, en Moscú en 1990, antes de que este lograra asesinar a Mijaíl Gorbachov. Y, por último, en 1997, el peligroso rescate del jefe de la oficina de Extremo Oriente de la CIA, Fed Conway, capturado y encarcelado en la terrible y temible prisión de Xiangi (el laberinto inexpugnable de lúgubres celdas y cámaras de tortura que pertenecía al tristemente célebre servicio de inteligencia exterior chino).
Todos y cada uno de los hombres de la formación llevaban una máscara de combate especial alrededor del cuello (una máscara antigás ERG-6). Negra y resistente, se parecía a la parte inferior de un casco de hockey y les cubría la boca y nariz de la misma manera que Jesse James había cubierto su rostro en otros tiempos.
Había tres hombres más delante del destacamento de miembros del séptimo escuadrón. Los tres llevaban batas blancas almidonadas. Científicos.
Una vez que los marines y el personal del servicio secreto del Nighthawk Dos estuvieron en sus posiciones, se desplegaron unas escaleras en el lado izquierdo delantero del
Marine One.
Dos marines salieron primero del helicóptero y ocuparon sus posiciones al inicio de las escaleras con la mirada al frente.
Instantes después, el agente especial Frank Cutler salió del helicóptero con la mano en la funda de su pistola y los ojos alerta. El servicio secreto no se fiaba de nadie. Ni siquiera de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Incluso ellos podían tener entre sus filas a un soldado descontento que deseara meterle un tiro al presidente.
El presidente salió después, seguido de su personal.
Schofield y un joven cabo salieron los últimos.
Como era habitual, los dos pilotos del
Marine One
, Revólver y Dallas, permanecieron a bordo por si fuera necesario un despegue de emergencia.
Los dos grupos se colocaron uno frente al otro en la pista de aterrizaje, bajo la tenue luz de la mañana: el destacamento de la Fuerza Aérea destinado en el complejo y el presidente y su séquito.
La arena se arremolinaba alrededor de sus cuerpos. Se esperaba una tormenta de arena a lo largo del día.
Un joven capitán de la Fuerza Aérea guió al presidente hasta el coronel al frente de la formación de la Fuerza Aérea: un hombre de gesto severo con el cabello y las cejas grises. Cuando el presidente estuvo cerca, el coronel dio un paso hacia delante y saludó con resolución a su comandante en jefe.
—Buenos días, señor presidente —dijo—. Soy el coronel Jerome T. Harper, mando médico de la Fuerza Aérea de Estados Unidos y el oficial al frente del Área 7, base especial restringida de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Este es el mayor Kurt Logan, oficial al mando de las fuerzas del séptimo escuadrón sitas en la base. Sus dos equipos de avanzada del servicio secreto lo aguardan en el interior. Es un honor contar con su presencia. Bienvenido al Área 7.
—Gracias, coronel —respondió el presidente—. Es un placer estar aquí. Por favor, encabece la marcha.
* * *
Tan pronto como el presidente desapareció en el interior del enorme hangar principal con su séquito de primera categoría a la zaga, el oficial al frente del destacamento del séptimo escuadrón se acercó a Schofield.
El mayor Kurt Logan medía metro ochenta y cinco, tenía el pelo casi al rape y la cara picada de viruela. Schofield ya había coincidido con él antes, aunque dudaba mucho que Logan se acordara.
Ocurrió en un curso especial sobre mando y liderazgo llevado a cabo por la armada en el complejo de los SEAL en Fort Lauderdale, en 1997. Gracias a su inteligencia a la hora de idear tácticas y ponerlas en práctica, el callado Kurt Logan se había convertido en el primero de la clase por una diferencia de cuarenta puntos con respecto al segundo. Podía evaluar cualquier situación posible en el campo de batalla al instante y a la hora de entablar combate con el enemigo era implacable. Schofield, por aquel entonces en ciernes de ser el oficial al mando de una unidad de reconocimiento, había quedado el décimo de una clase compuesta por dieciséis personas.