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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, Policíaco

Área 7 (8 page)

BOOK: Área 7
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La figura en la sombra se volvió para mirar a Logan.

—¿Dónde está el presidente ahora?

—Ha bajado al laboratorio de pruebas del nivel 4.

—Contacte con Harper. Dele luz verde. Dígale que estamos preparados. Dígale que la misión está en marcha.

* * *

—El sujeto número uno no ha sido inmunizado con la vacuna —dijo el doctor Gunther Botha en un tono científico desprovisto de toda emoción.

El presidente se encontraba en esos momentos sumido en una oscuridad casi total, en otra área del nivel 4, contemplando dos cámaras de pruebas fuertemente iluminadas.

En el interior de cada cámara había un hombre completamente desnudo. Ambos hombres, en perverso contraste con su desnudez, llevaban máscaras antigás y una serie de electrodos colocados en el pecho.

—El sujeto número uno es un varón caucásico, de treinta y seis años de edad, metro setenta y cuatro, setenta y dos kilos. El sujeto lleva una máscara antigás estándar anticontagios. Liberando el agente infeccioso.

Se produjo un leve silbido y una tenue bruma de partículas de aerosol de color amarillo mostaza fue liberada en el interior de la cámara del primer hombre. Era un hombre delgado, desgarbado. Miró temeroso a su alrededor cuando el gas entró en su habitación hermética.

El presidente dijo:

—¿De dónde han sacado el virus?

—Changchun —dijo Botha.

El presidente asintió.

Changchun era una ciudad situada en Manchuria, al noreste de China. Aunque el Gobierno chino lo negaba, en Changchun se encontraba la principal instalación de pruebas de armas biológicas del ejército chino. Se rumoreaba que los prisioneros políticos y los espías extranjeros capturados eran enviados allí como cobayas para nuevos virus y agentes nerviosos.

El hombre desnudo de la cámara de pruebas seguía de pie, mirando nervioso a su alrededor.

—El contagio secundario se produce mediante la ingestión indirecta a través de los orificios dermatológicos: folículos capilares en la piel, cortes abiertos… —dijo Botha de manera desapasionada—. Si no se administra una vacuna efectiva, la muerte tiene lugar aproximadamente treinta minutos después del contacto. Para tratarse de un agente nervioso ingerido de manera indirecta, es de una rapidez considerable. Pero —Botha levantó un dedo—, comparado con los efectos de la inhalación directa de este agente, la ingestión indirecta es altamente inefectiva.

Pulsó el interruptor de un intercomunicador y se dirigió al hombre de la cámara.

—¿Podría quitarse la máscara?

El hombre le hizo un corte de mangas a modo de respuesta.

Botha suspiró y presionó un botón de una consola situada junto a él. El sujeto número uno recibió una serie de fuertes descargas a través de los electrodos colocados en su pecho.

—Repito una vez más, ¿podría quitarse la máscara?

El sujeto número uno se quitó lentamente la máscara.

E, inmediata y violentamente, el virus comenzó a hacer efecto.

El hombre se agarró el estómago y comenzó a toser de manera entrecortada.

—Como le he dicho, mucho más efectiva.

El hombre se dobló y comenzó a resollar.

—La irritación gastrointestinal comienza en aproximadamente diez segundos tras la liberación del agente.

El hombre comenzó a vomitar sin parar. El suelo de la cámara de pruebas se llenó de un vómito marrón verdusco.

—Licuación estomacal en treinta segundos.

El hombre cayó de rodillas mientras intentaba respirar sin éxito. Un líquido espeso comenzó a caerle por la barbilla. Se aferró desesperado a la pared transparente de la cámara, justo delante de Botha.

—Licuación del hígado y de los riñones en sesenta segundos.

El sujeto vomitó una especie de fango negro ensangrentado a la pared transparente. Cayó al suelo, tiritando y convulsionándose.

—Fallo orgánico total en noventa segundos. Muerte en dos minutos.

Casi al instante, el hombre desnudo del interior de la cámara, acurrucado en posición fetal, yació inmóvil.

El presidente observaba la escena intentando ocultar su repulsión.

Era un método de muerte crudelísimo, incluso para un hombre como ese.

No obstante, intentó justificar la muerte agónica del sujeto número uno pensando en lo que había hecho durante su vida. León Roy Hailey, con la ayuda de un amigo, había torturado a nueve mujeres en la parte trasera de su furgoneta, mofándose de ellas mientras estas le suplicaban piedad. Los dos hombres habían grabado la agonía hasta la muerte de las mujeres con una cámara de vídeo para su posterior deleite y regodeo. El presidente había visto esas grabaciones.

También sabía que León Roy Hailey había sido condenado a cuatrocientos cincuenta y dos años en prisión por sus delitos. Jamás saldría de la cárcel con vida. Y, por ello, tras cinco años brutales en prisión, León (al igual que todos los sujetos utilizados para las pruebas realizadas en el Área 7, todos ellos condenados a múltiples cadenas perpetuas) había optado por «donar su cuerpo» a la ciencia.

—El sujeto número dos —dijo Botha en el mismo tono— ha recibido la vacuna en forma de suero hidratado. Se mezcló el suero en un vaso de agua que bebió hace exactamente treinta minutos. El sujeto es un varón caucásico, treinta y dos años, dos metros siete y casi noventa y ocho kilos. Liberando el agente.

De nuevo se produjo ese silbido, seguido de la bruma de color amarillo mostaza.

El hombre de la segunda cámara vio que el gas entraba en la cabina pero, a diferencia del primer sujeto, no hizo nada en respuesta. Era mucho más grande que el otro hombre (más de dos metros), tenía el torso ancho, bíceps prominentes, enormes puños y una cabeza menuda y elíptica que parecía demasiado pequeña para su cuerpo.

Llevaba la máscara antigás puesta y, mientras la bruma amarillenta caía a su alrededor, tan solo se limitó a mirar por el cristal de la cámara, como si una muerte agónica no le preocupara lo más mínimo.

No tosió. Ni tuvo espasmos. Con la máscara antigás puesta, el virus todavía no le había afectado.

Botha pulsó el interruptor del intercomunicador.

—Quítese la máscara, por favor.

El sujeto número dos obedeció la orden de Botha sin objeción alguna. Se quitó la máscara.

El presidente vio el rostro del hombre y esa vez sí que contuvo la respiración.

Era un rostro que había visto muchas veces antes; en televisión, en los periódicos. Era el rostro diabólico y tatuado de Lucifer James Leary, el asesino en serie conocido en todo Estados Unidos como el Cirujano de Phoenix.

Era el hombre que había matado a treinta y dos autoestopistas (la mayoría de ellos jóvenes mochileros), a los que había recogido en la interestatal entre Las Vegas y Phoenix entre los años 1991 y 1998. En todos los casos, Leary había dejado su rúbrica: una joya de la víctima, por lo general un anillo o collar, en el punto exacto de la carretera donde la víctima había sido raptada.

Estudiante frustrado de medicina, Leary llevaba a sus víctimas a su casa de Phoenix, les amputaba sus extremidades y luego se las comía delante de ellas. El descubrimiento de su casa por parte del FBI (con el sótano lleno de manchas de sangre y dos víctimas vivas, pero parcialmente mutiladas) había horrorizado a Estados Unidos.

Incluso en esos momentos, Lucifer Leary parecía la imagen del mismísimo diablo. El lado izquierdo de su rostro estaba completamente cubierto por un tatuaje en tinta negra de cinco zarpazos verticales de una garra, como si Freddy Krueger le hubiera pasado sus cuchillas por la mejilla. Los zarpazos eran impresionantes, de un gran realismo (simulaban piel arrancada y sangre), cuyo propósito parecía el de provocar la máxima repulsión posible.

En ese momento, para horror del presidente, Leary sonrió a la ventana de observación, mostrando sus horrendos y amarillentos dientes.

Entonces el presidente cayó en la cuenta.

Aunque se había quitado la máscara antigás, Leary no parecía estar afectado por el virus propagado por el aire.

—Como puede ver —dijo Botha con orgullo—, incluso aunque el virus sea inhalado directamente a los pulmones a través del aire, una vacuna en forma de suero hidratado administrada oralmente es efectiva a la hora de evitar el contagio. La vacuna neutraliza el virus invasor restringiendo la liberación del dimetrilpropanaso por parte del virus, una proteína que ataca la metahidrogenasa y las proteínas del grupo sanguíneo…

—En cristiano, por favor —dijo el presidente lacónicamente.

Botha dijo:

—Señor presidente, lo que acaba de ver es un salto cuantitativo en la guerra biotecnológica. Se trata de la primera arma biológica genéticamente modificada del mundo, un agente completamente sintético, por lo que no existen curas naturales. Y su grado de eficacia es tal que no se asemeja a nada que hayamos visto antes. Es un virus creado, fabricado, y no nos equivoquemos, ha sido construido de una manera concreta y particular.

Se trata de una bala étnica, diseñada para atacar solo a ciertas razas, razas provistas de genes étnicos concretos y exclusivos. En este caso, solo ataca a aquellas personas que poseen la enzima de la metahidrogenasa y la proteína DB en la sangre. Estas son las enzimas responsables de la pigmentación de la piel blanca, las enzimas características de la gente caucásica.

Señor presidente, la misma enzima responsable de que seamos blancos nos hace propensos a ser infectados por este virus. Es algo extraordinario. No sé cómo los chinos lo han logrado. Mi Gobierno en Sudáfrica intentó durante años desarrollar un virus que pudiera infectar el suministro de agua y dejar estéril a la población negra exclusivamente, pero jamás lo logramos.

Pero creo que no resultaría difícil adaptar la composición genética del virus para que también atacara a los afroamericanos, puesto que su enzima de pigmentación es una variante de la metahidrogenasa…

—Conclusión —dijo el presidente.

—La conclusión es simple, señor presidente —dijo Botha—. La única gente a salvo de este virus son las personas de origen asiático, porque carecen de esas enzimas de pigmentación. Por ello, serían inmunes al agente nervioso mientras que los caucásicos y afroamericanos de todas partes morirían.

Señor presidente, permita que le presente la última arma biológica creada por el Gobierno chino. El sinovirus.

* * *

—Algo no marcha bien —dijo Schofield.

—Tonterías, capitán. —Hagerty hizo un gesto con la mano para restar importancia a la afirmación de Schofield—. Lee demasiados cómics.

—¿Qué hay de Webster, entonces? No lo encuentro por ninguna parte. No le está permitido desaparecer sin más.

—Probablemente esté en el baño.

—No, ya he mirado allí —dijo Schofield—. ¿Y el Nighthawk Tres? ¿Dónde está? ¿Por qué Hendricks no se ha puesto en contacto con nosotros?

Hagerty lo miraba con cara de no comprender nada.

Schofield dijo:

—Señor, con todo el debido respeto, si mirara hacia el lugar donde se encuentra esa unidad del séptimo escuadrón…

Hagerty se giró en su asiento. Schofield, Gant y él estaban en el despacho sur del hangar principal, con el reducido grupo de personal de la Casa Blanca. Hagerty miró con disimulo por las ventanas del despacho a los soldados del séptimo escuadrón dispuestos por todo el hangar.

—Parecen vigilar las entradas. —Hagerty se encogió de hombros—. Para evitar que entremos a zonas cuyo acceso no se nos está permitido.

—No, señor, no es así. Mire con detenimiento. El grupo del norte está vigilando el ascensor de personal. El grupo del medio vigila la plataforma elevadora de aviones. Hasta ahí todo bien. Pero mire el grupo que está junto al edificio de control, el grupo situado delante de la puerta.

—Sí, ¿y bien?

—Señor, están protegiendo la puerta de un armario de almacenamiento.

Hagerty miró a Schofield y luego a los soldados de la Fuerza Aérea. Era cierto. Estaban delante de una puerta con un letrero que rezaba «Almacenamiento».

—Eso ha estado muy bien, capitán. Plasmaré sus observaciones en mi informe. —Hagerty volvió a sus papeles.

—Pero señor…

—He dicho que plasmaré sus observaciones en mi informe, capitán Schofield. Eso es todo.

Schofield se irguió.

—Con todos los respetos, señor, ¿ha estado alguna vez en combate? —preguntó.

Hagerty se detuvo y alzó la vista.

—No estoy seguro de si me gusta su tono, capitán.

—¿Ha estado alguna vez en combate?

—Estuve en Arabia Saudí durante la operación Tormenta del desierto.

—¿Combatiendo?

—No. Personal de la embajada.

—Señor, si hubiera estado alguna vez en combate, sabría que esos tres grupos de soldados de la Fuerza Aérea no están en posiciones defensivas. Están en posiciones ofensivas. Más que eso, esos hombres están perfectamente posicionados para tomar estos dos despachos.

—Tonterías.

Schofield cogió la hoja de papel en la que Hagerty había estado escribiendo y dibujó rápidamente un plano del hangar:

—Aquí es donde se encuentran en este momento. —Schofield señaló los tres puntos negros del dibujo—. A las diez, las doce y las cuatro en punto. Pero, si los movemos así…

Schofield añadió algunas flechas:

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