Área 7 (7 page)

Read Área 7 Online

Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Área 7
13.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El proyecto Fortuna se emplazó aquí hace cuatro años, después de que el primer embrión viable alcanzara la madurez —dijo Harper—. Ahora, por fin, ha alcanzado una fase donde puede ponerse en uso.

El presidente esperó pacientemente mientras la puerta de casi un metro de grosor se abría.

Frank Cutler y los ocho miembros restantes del séquito del presidente permanecían detrás de él en silencio, impasibles, invisibles. En intervalos de tres minutos, Cutler se llevaba la mano al auricular para oír mejor las señales de despejado de sus dos equipos de avanzada. Las señales eran fuertes y claras.

Entonces, finalmente, la puerta se abrió, y el presidente miró el interior de la habitación.

Casi se le desencaja la mandíbula al hacerlo.

—Oh, Dios mío…

* * *

—Yo apuesto por la superbomba —dijo Elvis Haynes mientras se recostaba sobre su asiento.

Elvis, Schofield, Gant y Madre estaban sentados en uno de los despachos de paredes acristaladas situados a ambos lados de las puertas principales del hangar. Con ellos se hallaban los coroneles Grier y Dallas, el resto de marines a bordo de los helicópteros presidenciales y los tres agentes restantes del servicio secreto.

En una división no muy sutil de directiva y mano de obra, todo el personal de la Casa Blanca que había permanecido en el hangar o estaba en el otro despacho, al sur del hangar, o bien estaba trabajando dentro de sus helicópteros (que, según ellos, eran más adecuados a su posición que los espartanos despachos de la Fuerza Aérea).

Además, tal como Nicholas Tate le había dicho a Gant cuando le había invitado a permanecer en el
Marine One
con él, el café también era mejor.

Gant se fue con Schofield y los demás.

Palo Escoba Hagerty, por su parte, estaba sentado con el personal de la Casa Blanca.

—De ningún modo, tío —dijo un soldado menudo y con gafas llamado Gus Gorman—. La superbomba no existe.

Gorman era un tipo delgado con pinta de bicho raro, gafas de culo de botella, considerable nariz y cuello canijo. Ni siquiera el uniforme de gala le hacía parecer atractivo. Era muy popular entre los soldados por su memoria casi fotográfica y su agudo ingenio, así que su alias, Lumbreras, era un cumplido, no un insulto.

—Tonterías —dijo Elvis—. La DARPA lo hizo en asociación con la armada durante la década de los noventa.

—Pero no lograron que funcionara. Necesitaban un elemento que solo se encontraba en los meteoritos y nunca llegaron a encontrar una muestra viva.

—Hay quien se cree cualquier cosa —dijo una voz desde el otro lado del despacho.

Todos se volvieron a mirar. Schofield incluido.

La persona que había hablado era un sargento nuevo en la unidad; un joven vehemente de ceño fruncido, nariz chata y profundos ojos marrones. No hablaba demasiado, por lo que cuando lo hacía era todo un acontecimiento para el equipo. Al principio ese rasgo de su personalidad se había confundido con desdén. Pero pronto descubrieron que al sargento Buck Riley júnior no le gustaba hablar por hablar.

Riley júnior era el hijo de un sargento de personal altamente valorado. Su padre, Buck Riley, había sido también un hombre al que Shane Schofield había llegado a conocer mejor que la mayoría.

Se habían conocido en la línea de fuego, cuando Schofield había estado en un serio aprieto en Bosnia y Riley había formado parte del equipo de rescate. Se habían hecho buenos amigos y Riley se había convertido en el leal sargento de personal de Schofield. Lamentablemente, también había tomado parte en la malograda misión en la Antártida, donde había sido asesinado de la manera más brutal por un enemigo cuyo nombre Schofield tenía prohibido mencionar en virtud de la Ley de secretos oficiales.

El sargento Buck Riley júnior (callado, vehemente y serio) llevaba el alias de su padre con orgullo. Se le conocía en la unidad como Libro II.

Libro II miró a Elvis y a Lumbreras.

—¿De verdad creen que la DARPA ha construido una bomba que puede destruir una tercera parte de la población de la tierra?

—Sí —dijo Elvis.

—No —dijo Lumbreras.

—Bueno, no lo han hecho. La superbomba es una leyenda urbana —dijo Libro II— inventada para tener contentos a los amantes de las teorías conspiratorias de internet y a los viejales del Cuerpo de marines. ¿Más ejemplos? El FBI manda a agentes a prisión para proteger operaciones encubiertas. La Fuerza Aérea de Estados Unidos dispone de bombarderos nucleares en los hangares comerciales de todos y cada uno de los principales aeropuertos estadounidenses en caso del inicio repentino de una guerra. El USAMRIID, el instituto de investigaciones médicas de enfermedades infecciosas del ejército, ha desarrollado una cura para el sida pero no se le ha permitido darla a conocer. La Fuerza Aérea ha desarrollado un sistema de propulsión magnética que permite a los vehículos flotar en el aire. Un licitador que no consiguió la adjudicación de la construcción de un bombardero furtivo había propuesto un avión supersónico que podía lograr una invisibilidad completa mediante un sistema nuclear de refracción del aire y, a pesar de no lograr la licitación, construyó ese avión de todas maneras. ¿No han oído alguno de estos ejemplos?

—No —dijo Elvis—, pero molan.

—¿Qué hay de usted, capitán? —Libro II se volvió hacia Schofield—. ¿Había oído alguna de estas cosas antes?

Schofield le sostuvo la mirada al joven sargento.

—Sí ha llegado a mis oídos el último ejemplo, no así el resto.

Schofield se retiró del debate y se puso a escudriñar el despacho.

Frunció el ceño. Faltaba alguien.

Y entonces cayó en la cuenta.

—¿Dónde está el suboficial Webster? —dijo.

El presidente de Estados Unidos contempló boquiabierto lo que las ventanas de observación inclinadas mostraban.

A través de las ventanas, en medio de una habitación de techo elevado, vio un cubo transparente e independiente fabricado con un material similar al vidrio.

Estaba en medio de la habitación, sin tocar el techo ni las paredes. Era un cubo del tamaño de un enorme salón delimitado a ambos lados por la estructura de observación elevada en forma de L.

Sin embargo, lo que llamó la atención del presidente fue lo que había en el interior del cubo.

No podía apartar la mirada.

—El cubo ha sido fabricado con polifibra altamente resistente y dispone de su propio suministro autónomo de oxígeno. Es completamente hermético —dijo el coronel Harper—. En caso de que su integridad estructural se viera comprometida, la presión del aire interior se incrementaría de manera automática, por lo que ningún agente infeccioso podría entrar.

Harper señaló a uno de los tres científicos que instantes antes también habían estado en la pista de aterrizaje.

—Señor presidente, me gustaría presentarle al doctor Gunther Botha, el cerebro del proyecto Fortuna.

El presidente le estrechó la mano. Botha era un hombre de cincuenta y ocho años rechoncho, de cara redonda e incipiente calvicie que hablaba con un fuerte acento gutural sudafricano:

—Es un placer conocerlo, señor presidente.

—El doctor Botha es de…

—Sé de dónde es el doctor Botha —dijo el presidente con cierto tono desaprobatorio—. Vi su expediente ayer.

Gunther Botha había sido miembro del conocido batallón médico de las Fuerzas de Defensa de Sudáfrica. Aunque no todo el mundo lo sabe, durante la década de 1980 Sudáfrica (solamente superada por la Unión Soviética) había liderado la creación y almacenamiento de armas biológicas, principalmente para su uso contra la población negra, mayoritaria en el país.

Pero, con la caída del régimen del
apartheid
, Gunther Botha pronto se encontró sin trabajo y directamente en la línea de fuego de la comisión de la Verdad y Reconciliación. Su contratación clandestina por parte del Gobierno estadounidense en 1996 no fue muy distinta al asilo concedido a los científicos nazis tras la segunda guerra mundial. Especialistas como Botha no eran fáciles de encontrar en aquel campo de conocimiento.

El presidente volvió a mirar por las ventanas de observación.

—Así que esta es la vacuna… —dijo mientras observaba el cubo de fibra de vidrio.

—Así es, señor —dijo Botha.

—¿Testada? —El presidente no se volvió a mirarlo.

—Sí.

—¿En suero hidratado?

—Sí.

—¿Contra la última cepa?

—La 9,1. La probamos ayer por la tarde, tan pronto como llegó.

—Señor presidente —dijo el coronel Harper—. Si quiere, podemos hacerle una demostración.

Pausa.

—De acuerdo —dijo el presidente—. Háganlo.

—¿Adónde ha ido? —preguntó Schofield desde el centro del hangar principal del Área 7 con Libby Gant.

El suboficial Carl Webster, el hombre a cargo del maletín nuclear, no estaba en ninguno de los dos helicópteros presidenciales, ni tampoco en los despachos del hangar. Habían contactado con el personal del servicio secreto y estos le habían confirmado que no se encontraba con el presidente en la visita de la instalación.

Nadie sabía dónde estaba.

Era motivo de preocupación, pues existían unas normas de protocolo muy rígidas respecto a los movimientos de Webster. Si no estaba junto al presidente, tenía que estar en todo momento cerca del
Marine One.

—Echa un vistazo al comité de bienvenida, al famoso séptimo escuadrón —dijo Gant mientras miraba a los tres grupos de soldados armados con P-90 apostados en distintos puntos del hangar. Los soldados de élite de la Fuerza Aérea observaban impasibles a Gant y a Schofield.

—No me dan buena espina —dijo Schofield.

—Van hasta arriba —dijo Gant.

—¿Cómo?

—Fíjate en el amarillo de sus ojos.

—¿Esteroides?

—Bingo —dijo Gant.

—No es de extrañar que parezcan tan tensos.

—A Elvis no le gustan —dijo Gant—. Dice que ha oído en alguna parte que son, cita textual, «extraoficialmente racistas». Te habrás fijado en que no hay ningún negro en el escuadrón.

Era cierto. Salvo un par de miembros de origen asiático, las unidades del séptimo escuadrón emplazadas en el hangar eran blancas como la nieve.

—Sí, yo también he oído esos rumores —dijo Schofield. Aunque a nadie le gustaba reconocerlo, en algunas secciones de las fuerzas armadas el racismo, especialmente con respecto a los soldados negros, seguía siendo un problema. Y con sus brutales procedimientos selectivos, las unidades de fuerzas especiales como el séptimo escuadrón podían ejercer sus poderes discriminatorios con gran sutilidad.

Schofield señaló con la cabeza a los líderes de los tres grupos compuestos por diez hombres cada uno, que se diferenciaban de los demás porque no tenían que llevar sus P-90 en la mano. Llevaban las ametralladoras tras los omóplatos, en fundas colocadas a la espalda.

—¿Sabes cómo llaman a los oficiales al frente de las cinco unidades del séptimo escuadrón en los ejercicios militares?

—¿Cómo?

—Las Cinco Serpientes. Como líder del escuadrón al completo, Kurt Logan está al frente de uno de los equipos, la primera unidad, la unidad Alfa. Las cuatro unidades restantes están dirigidas por cuatro capitanes: McConnell, Willis, Stone y Carney. Y son buenos. Cuando se dignan a aparecer en los ejercicios de combate entre las distintas fuerzas armadas, siempre acaban en la primera posición. En una ocasión, una sola unidad del séptimo escuadrón derrotó a tres equipos de SEAL, y lo hicieron sin Logan.

—¿Por qué los llaman las Cinco Serpientes? —preguntó Gant.

—Todo empezó como una broma entre los líderes de otras unidades de campo. Los llaman así por tres motivos. Primero, porque tácticamente se asemejan a las serpientes: atacan con rapidez, empleando la fuerza máxima, sin mostrar piedad alguna. Segundo, porque en el ámbito personal, son individuos muy fríos. Nunca se mezclan con los miembros de las fuerzas armadas restantes. Siempre están juntos.

—¿Y el tercer motivo?

—Porque sus respectivos alias responden al nombre de una serpiente.

—Qué bonito —respondió con sequedad Gant.

Siguieron caminando. Gant cambió de tema.

—¿Sabes? Lo pasé muy bien el sábado.

—¿De veras? —Schofield se volvió para mirarla.

—Sí. ¿Y tú?

—Oh, sí.

Gant dijo:

—Me preguntaba, bueno, ya sabes, como no me…

—Espera un segundo —dijo Schofield de repente—. Aquí hay algo raro.

—¿Qué?

Schofield miró de nuevo a las tres unidades del séptimo escuadrón apostadas alrededor del hangar.

Una unidad se hallaba junto al ascensor de personal. El segundo grupo de diez hombres estaba junto al hueco del elevador de aviones. La tercera unidad se encontraba en el lado sudeste del hangar, junto a una puerta que conducía a las dos plantas del edificio de control.

Fue en ese momento cuando Schofield vio la señal en la puerta tras el tercer grupo de hombres del séptimo escuadrón.

Y, entonces, visualizó lo que iba a ocurrir.

—Vamos —dijo mientras se dirigía de nuevo a los despachos—. Rápido.

—Se han introducido los códigos de activación, señor —dijo Logan.

—El balón nuclear está listo. El suboficial Webster se ha mostrado de lo más… cooperativo.

Los operadores de radiocomunicaciones del interior de la sala de control proseguían con sus actualizaciones verbales:

—Sistema de sellado de emergencia preparado…

—Suministro autónomo de oxígeno preparado…

—Mayor Logan —dijo uno de ellos—, sigo recibiendo esas señales de calor del exterior del sector nueve, fuera del conducto de la salida de emergencia.

—¿Tamaño?

—El mismo que antes, señor. Entre treinta y cuarenta centímetros. No estoy seguro, señor, pero juraría que están más cerca del conducto que la última vez que efectué la comprobación.

Logan observó la imagen por satélite. Una toma aumentada en blanco y negro del desierto al este del complejo principal mostraba veinticuatro manchas dispuestas en un círculo de un ancho superior a los doscientos cincuenta metros alrededor del conducto de la salida de emergencia.

—Entre treinta y cuarenta centímetros. —Logan observó con detenimiento la imagen—. Demasiado pequeñas para ser hombres. Probablemente sean ratas del desierto. Obtenga una imagen mejorada del satélite, para asegurarnos. Téngalo controlado.

Other books

Good People by Ewart Hutton
Rob Roy by Walter Scott
Volition by Paradis, Lily
Twin Willows: A Novel by Kay Cornelius
Jack Firebrace's War by Sebastian Faulks
The Sleuth Sisters by Pill, Maggie
Branching Out by Kerstin March
The Descent to Madness by Gareth K Pengelly
Death Sentence by Sheryl Browne