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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, Policíaco

Área 7 (9 page)

BOOK: Área 7
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—Tenemos un serio problema. Los marines y el personal del servicio secreto recibirán toda la fuerza del ataque, mientras que el personal de la Casa Blanca situado aquí, en el despacho sur, echará a correr hacia el otro lado… directo hacia la tercera unidad de soldados del séptimo escuadrón.

Hagerty miró el dibujo de Schofield durante un largo instante.

A continuación dijo:

—Creo que esta es la mayor estupidez que he oído jamás, capitán. Estos hombres son oficiales de las fuerzas armadas estadounidenses.

—Por todos los santos, escúcheme.

—No, escúcheme usted a mí —le soltó Hagerty—. No crea que no sé quién es usted. Sé todo lo de la estación polar Wilkes. Sé lo que ocurrió allí. Pero que usted sea una especie de héroe no le da derecho a ir por ahí soltando teorías conspiratorias y esperar que los demás nos las creamos. Llevo veintidós años en este cuerpo y he llegado hasta donde estoy…

—¿Cómo? ¿De chupatintas? —dijo Schofield.

Hagerty se calló. Su rostro se tornó rojo.

—Es suficiente, Schofield. No voy a montar un número aquí, pero cuando regresemos a Quantico, tan pronto como aterricemos, será detenido y comparecerá ante un tribunal militar acusado de insubordinación. Ahora salga de mi puta vista.

Schofield negó con la cabeza exasperado y se marchó.

—Y estos, señor, son los hombres que trajeron el sinovirus —dijo el coronel Harper mientras guiaba al presidente por el nivel 4.

Ante ellos se encontraba una enorme cámara de cuarentena de nueve metros de largo. A través de una pequeña ventana ubicada en un lateral de dicha cámara reforzada, el presidente vio a cuatro hombres, sentados en sofás, viendo la televisión y bañados por una luz ultravioleta. Todos ellos eran de origen asiático.

Tan pronto como vieron al presidente, dos de los hombres del interior de la cámara se pusieron de pie y en posición de firmes.

—Señor presidente, le presento al capitán Robert Wu y al teniente Chet Li del séptimo escuadrón.

Justo en ese momento el móvil de Harper vibró.

El coronel se disculpó y se apartó para responder la llamada.

—Es un placer conocerlos, caballeros —dijo el presidente, dando un paso hacia delante—. El país está en deuda con ustedes.

—Gracias, señor.

—Gracias.

—¿Cuánto tiempo tienen que permanecer allí? —preguntó el presidente, formulándoles así la pertinente pregunta personal.

—Creemos que un par de horas más, señor —dijo el hombre llamado Wu—. Llegamos ayer, pero tenemos que quedarnos aquí durante veinticuatro horas. La cámara funciona con una cerradura temporizada. No puede abrirse hasta las nueve horas. Así se aseguran de que no portemos ningún otro virus con nosotros.

—Bueno, no estaré aquí a las nueve en punto —dijo el presidente—, pero les aseguro que recibirán algo de mi parte en un futuro muy próximo. —Gracias, señor. —Gracias, señor.

Tras concluir la llamada, el coronel Harper regresó. —Y con esto termina nuestra visita, señor presidente —dijo—. Ahora, si no le importa, venga por aquí. Tengo una última cosa que mostrarle.

Schofield y Gant estaban en el interior del
Marine One
, detrás de Lumbreras.

Lumbreras estaba sentado delante de la consola de comunicaciones del helicóptero y tecleaba a toda velocidad.

—¿Alguna noticia del Nighthawk Tres o de los dos equipos de avanzada? —preguntó Schofield.

—Nada del Nighthawk Tres —dijo Lumbreras—. Y de los equipos del servicio secreto solo recibimos la señal de despejado.

Schofield se quedó pensativo durante unos instantes.

—¿Estamos conectados a la red local de la base?

—Sí. Así el presidente puede recabar transmisiones terrestres seguras.

—De acuerdo. Entonces, ¿podría mostrarme el sistema de cámaras de seguridad del complejo?

—Claro.

El presidente fue conducido por unas escaleras de incendios hasta el nivel 3, a las habitaciones y dependencias privadas del Área 7.

Junto a su séquito de nueve hombres del servicio secreto fue llevado a una sala común de techo bajo. En ella había sofás, mesas, una pequeña cocina y, en una de las paredes, ocupando un lugar privilegiado, una televisión Panasonic con una pantalla enorme.

—Le ruego que espere aquí unos instantes, presidente —dijo el coronel Harper—. Enviaré a alguien en un minuto.

Y entonces se fue de la sala, dejando al presidente y a su séquito solos.

Una serie de monitores en blanco y negro parpadearon en la plataforma de comunicaciones del
Marine One.

Cada monitor mostraba una cuadrícula de imágenes del ingente número de cámaras de seguridad de la base.

—Tenemos contacto —dijo Lumbreras.

Schofield vio (desde distintos ángulos) cajas de escaleras vacías, el hangar principal, algo que parecía una estación subterránea, el interior de los despachos del hangar principal (uno de ellos lleno de marines y de personal del servicio secreto y el otro de personal de la Casa Blanca) y, en blanco y negro granulado, el interior de un ascensor.

Schofield se quedó petrificado al ver esa última imagen.

En el ascensor había diez soldados del séptimo escuadrón armados hasta los dientes.

Y, de repente, percibió movimiento en uno de los monitores.

Era la imagen de una de las cámaras del hueco de la escalera.

Un grupo de soldados del séptimo escuadrón bajaba a gran velocidad por ella.

—Esto va a doler —dijo.

Schofield se bajó del
Marine One
, seguido de Lumbreras y de Gant.

Aunque no había ocurrido nada «físico», el hangar parecía diferente.

Amenazador.

Peligroso.

Schofield vio los tres grupos de soldados del séptimo escuadrón dispuestos alrededor del inmenso espacio interior y vio que el oficial al mando de uno de los grupos se llevaba la mano a la oreja como si estuviera recibiendo una transmisión por radio.

—Quédense aquí —dijo Schofield.

—De acuerdo —dijo Lumbreras.

—Eh —dijo Gant.

—¿Qué?

—Intenta no parecer tan agitado.

—Haré lo que pueda —dijo Schofield mientras echaba a andar despreocupado por el hangar en dirección al despacho norte.

Llevaba medio camino cuando ocurrió.

¡Bum!

Como el telón que baja al final de una representación teatral, una puerta enorme de titanio accionada por pistones descendió con gran estruendo justo delante de las puertas principales del hangar. Su extremo delantero (con aquellas protuberancias dentadas) encajó perfectamente en las hendiduras que recorrían la entrada al hangar.

Y, tras caer aquella enorme puerta blindada, Schofield renunció a fingir calma.

Echó a correr en el preciso momento en que los dos grupos del séptimo escuadrón más cercanos (los de las doce en punto y las diez en punto) alzaron sus P-90 y el aire a su alrededor se llenó de sibilantes balas.

* * *

Habían transcurrido cinco minutos y nadie había ido a buscarlos y el presidente de Estados Unidos no estaba acostumbrado a esperar.

El presidente y su séquito de guardaespaldas seguían en la sala común del nivel 3, mirando a su alrededor, esperando en silencio.

—Frank —le dijo el presidente al jefe del personal del servicio secreto—, vaya a ver qué ocurre…

La televisión se encendió.

El presidente y el personal del servicio secreto se volvieron.

—Pero qué coño… —dijo alguien.

La pantalla, de considerable tamaño, mostraba la señal amarilla y brillante del sistema de transmisiones de emergencia, la red de amplio espectro que podía cortar las emisiones normales en caso de emergencia nacional.

Entonces, de repente, la señal desapareció y fue sustituida por un rostro.

—Pero qué demonios… —Esa vez fue el presidente quien habló.

El rostro de la pantalla era el rostro de un hombre muerto.

Era el rostro del teniente general Charles Samson Russell, Fuerza Aérea de Estados Unidos, alias César.

En cada pantalla de televisión de la base (y, al parecer, en todas y cada una de las televisiones de Estados Unidos), el rostro redondo y serio de Charles Russell comenzó a hablar.

—Señor presidente, ciudadanos estadounidenses. Bienvenidos al Área 7. Soy el general Charles Russell, de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Durante demasiado tiempo he estado contemplando cómo este país se devoraba a sí mismo. No lo haré más. —Su tono era comedido, con un fuerte acento de Luisiana.

—Nuestros representantes en el ámbito federal y estatal son incapaces de ejercer un verdadero liderazgo. Nuestros medios han dejado de ser el instrumento de azote del Gobierno. Para todas aquellas personas que han luchado o muerto por este país, esta situación es vergonzosa. No podemos permitir que continúe.

En la sala común, el presidente miraba atentamente la televisión.

—Y por ello le propongo un reto, señor presidente. A usted y al sistema que representa. En su corazón lleva implantado un dispositivo. Fue colocado en el tejido exterior de su corazón durante la intervención que se le realizó en su pulmón izquierdo cuatro años atrás.

Frank Cutler se volvió para mirar al presidente con gesto horrorizado.

—Iniciaré en estos momentos la señal —dijo César. Apretó algunos interruptores de una pequeña unidad roja que sostenía en su mano. La unidad compacta tenía una antena negra que sobresalía de la parte superior.

Frank Cutler sacó su escáner portátil de la chaqueta, un analizador de espectro digital que detectaba cualquier dispositivo que emitiera alguna señal. Lo pasó por el cuerpo del presidente.

Pies y piernas… limpio.

Cintura y estómago… bien.

Pecho…

El analizador se volvió loco.

—Mi desafío, señor presidente, es sencillo. —La voz de Russell resonó por toda la base subterránea—. Como bien sabe, en cada uno de los principales aeropuertos de Estados Unidos existen al menos tres hangares para el almacenamiento de bombarderos, cazas y munición de la Fuerza Aérea. En estos momentos, en el interior de catorce de esos hangares, se encuentran catorce cabezas con plasma explosivo del tipo 240. Entre los aeropuertos figuran el JFK, La Guardia y Newark de Nueva York, el Dulles en Washington, O'Hare en Chicago, el LAX de Los Angeles y los de San Francisco, San Diego, Seattle, Boston, Filadelfia y Detroit. Cada cabeza de plasma, como usted sabe, tiene un radio de explosión de veinticinco kilómetros y su potencial destructivo es de noventa megatones. Todas las cabezas están armadas y activadas.

En la sala común del nivel 3, todos los allí presentes permanecían en silencio.

—Lo único que evitará la detonación de estas cabezas, señor presidente —dijo Charles Russell con una sonrisa—, es el latido constante de su corazón.

* * *

Russell prosiguió.

—Todos los dispositivos de los aeropuertos están conectados a un único satélite en órbita geosincrónica situado encima de esta base. Ese satélite, señor presidente, emite una poderosísima señal de microondas que es captada y rebotada por el transmisor colocado en su corazón. Pero el radiotransmisor de su corazón, una vez activado, funciona cinéticamente. Si su corazón deja de latir, el transmisor dejará de funcionar, y la señal del satélite no rebotará en él, en cuyo caso, el satélite dará la orden de que las bombas de los aeropuertos explosionen.

Señor presidente, si su corazón se para, el país tal como lo conocemos desaparecerá. Si su corazón sigue latiendo, Estados Unidos vivirá. Usted es el símbolo de una cultura en bancarrota moral: un político, una persona que busca el poder por el poder, pero, al igual que la gente a la que representa, una persona que vive tranquila sabiendo que nunca se le pedirá que luche por el sistema que le otorga ese poder.

Bueno, ha vivido tranquilo y a salvo durante demasiado tiempo, señor presidente. Ahora deberá rendir cuentas. Ha sido llamado a filas. Yo, por mi parte, soy un soldado. He derramado mi sangre por este país. ¿Qué sangre ha derramado usted? ¿Qué sacrificios ha hecho? Ninguno. Cobarde. Pero, como patriota honesto que soy, le daré a usted y al sistema que representa una última oportunidad de demostrar su valía. Pues las personas de este país necesitan pruebas. Necesitan ver cómo lucha, cómo cae, cómo los vende para salvar su pellejo. Ellos lo eligieron para que los representara. Ahora tendrá que hacerlo, literalmente. Si usted muere, ellos morirán con usted.

Esta instalación está completamente sellada. Ha sido diseñada para resistir una explosión nuclear, por lo que no hay manera de salir de ella. En su interior, con usted, se encuentra un destacamento de cincuenta personas de la principal fuerza terrestre de este país, el séptimo escuadrón de Operaciones Especiales. Estos hombres han recibido la orden de matarlo, señor presidente. Con la ayuda del personal del servicio secreto, tendrá que hacerles frente en una lucha a muerte. Quien gane, se quedará con el país. Quien pierda, morirá.

—El pueblo estadounidense, por supuesto, merece estar informado en todo momento del estado de este desafío —dijo César—. Por tanto, a cada hora me dirigiré a ellos por el sistema de transmisiones de emergencia y les daré las últimas noticias de la contienda.

El presidente miró a la cámara de seguridad más cercana.

—¡Esto es ridículo! No es posible que haya puesto…

—Jeremiah K. Woolf, señor presidente —dijo César Russell desde la pantalla del televisor. El presidente se calló de inmediato.

Nadie más habló.

—De su silencio deduzco que ha visto el expediente del FBI.

Por supuesto que el presidente lo había visto; las extrañas circunstancias de la muerte del exsenador así lo habían requerido.

En el preciso momento en que Jeremiah Woolf había muerto en Alaska, su casa de Washington había estallado por los aires. No se había encontrado culpable para ninguno de esos incidentes. Era una coincidencia demasiado extraña como para hacer caso omiso de ella pero, sin ninguna prueba fehaciente que pudiera explicarla, para los medios había seguido siendo simplemente eso, una trágica coincidencia.

Como el presidente bien sabía, sin embargo, había un dato en concreto de la muerte del exsenador que nunca se había dado a conocer: los elevados niveles de glóbulos rojos en sangre que presentaba, además de una presión arterial y alveolar extremadamente bajas. Todos esos síntomas indicaban un periodo prolongado de hiperventilación previo a que Woolf hubiera sido disparado, periodo durante el cual el exsenador había estado sometido a un estado de estrés agudo.

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