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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (11 page)

BOOK: Bailando con lobos
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Sin embargo, la observaban, en parte porque conocían lo estrecha que había sido la relación que la uniera con su marido, pero también porque era una mujer blanca y eso, más que ninguna otra cosa, era motivo suficiente para observarla. Ninguna de ellas sabía cómo reaccionaría la mente de una mujer blanca ante esta clase de crisis. Así que la observaron con una mezcla de preocupación y curiosidad.

Y estuvo muy bien que lo hicieran así.

En Pie con el Puño en Alto se sintió tan profundamente desolada que ni siquiera parpadeó en toda la tarde. No derramó una sola lágrima. Simplemente, se quedó allí, sentada. Y, durante todo ese tiempo, su mente funcionó con peligrosa rapidez. Pensó en su pérdida, en su esposo y, finalmente, en sí misma.

Repasó los acontecimientos de su vida con él, todo lo cual apareció con detalles fracturados pero vividos. Recordaba una y otra vez un determinado momento…, la única ocasión en que había llorado.

Fue una noche, no mucho después de la muerte de su segundo hijo. Ella había resistido, intentando poner en práctica todo lo que sabía para evitar hundirse en la miseria. Y seguía resistiendo cuando finalmente aparecieron las lágrimas. Intentó detenerlas, enterrando el rostro en la túnica de dormir. Ellos ya habían hablado sobre la posibilidad de tomar otra esposa, y él había dicho las palabras: «Tú son muchas». Pero eso no fue suficiente para cauterizar el dolor causado por la pérdida de su segundo hijo, un dolor que ella sabía que su marido también compartía. Entonces, tuvo que ocultar el rostro húmedo en la túnica. Pero no pudo detenerse, y las lágrimas continuaron fluyendo.

Una vez que hubo pasado, levantó la cabeza y encontró a su esposo sentado al borde de la hoguera, atizando el fuego con movimientos lentos y sin propósito, mirando a través de las llamas sin ver nada.

—No soy nada —dijo ella cuando se encontraron sus miradas.

Al principio, él no dijo nada. Pero miró directamente al fondo de su alma, y lo hizo con una expresión tan pacífica que ella no pudo resistir sus efectos calmantes y apaciguadores. Luego, observó en el rostro de su esposo la más tenue de las sonrisas, extendiéndose por su boca, y volvió a repetir aquellas mismas palabras:

—Tú son muchas.

Lo recordaba tan bien. Se levantó con una lentitud deliberada, apartándose de la hoguera, hizo un pequeño movimiento y dijo: «Acércate». Se introdujo con facilidad bajo la manta, y sus brazos la rodearon con una extremada suavidad.

Y recordó la inconsciencia del acto de amor que realizaron, tan libre de movimientos, palabras y energías. Fue como haber nacido flotando en el fluir infinito de una corriente invisible y celestial. Aquella fue su noche más larga. Cuando estaban a punto de quedarse dormidos, de algún modo, empezaban de nuevo. Y otra vez. Y otra. Dos personas formando una sola carne.

Ni siquiera la salida del sol les hizo detenerse. Por primera y única vez en su vida, ninguno de los dos abandonó la tienda aquella mañana.

Finalmente, cuando el sueño salió a su encuentro, fue de una forma simultánea y En Pie con el Puño en Alto recordó haberse dejado llevar por él con la sensación de que la carga de ser dos personas era repentinamente tan ligera que había dejado de importar. Recordó que en aquellos momentos ya no se sintió ni india ni blanca, sino como un solo y único ser, como una sola persona, sin divisiones.

En Pie con el Puño en Alto parpadeó para regresar al presente, en la tienda de una-vez-al-mes.

Ahora ya no era una esposa, ni una comanche, ni siquiera una mujer. Ahora ya no era nada. ¿A qué estaba esperando?

Había un descarnador de cuero en el suelo apisonado, a pocos pasos de distancia. Se lo imaginó rodeándolo con la mano. Se lo imaginó hundiéndoselo en el pecho, hasta la empuñadura.

En Pie con el Puño en Alto esperó a que llegara el momento en que todas tuvieran la atención puesta en otra parte. Se balanceó unas pocas veces hacia adelante y atrás y finalmente se lanzó para recorrer a gatas los pocos pasos que la separaban del instrumento.

Su mano lo agarró limpiamente y en un abrir y cerrar de ojos la hoja estuvo delante de su rostro. La levantó aún más, lanzó un grito y la hizo descender sujetándola con ambas manos, como si se llevara un objeto muy querido al corazón.

La primera mujer llegó a su lado en medio de la fracción de segundo que el instrumento tardó en completar su recorrido. Aunque no logró sujetar las manos que sostenían el cuchillo, el choque fue suficiente como para desviar el trayecto que seguía hacia abajo. La hoja se desplazó hacia un lado trazando un diminuto surco sobre el vestido de En Pie con el Puño en Alto al tiempo que pasaba sobre su pecho izquierdo, seguía desgarrando la manga del vestido de piel de gamo, y se hundía en la parte más carnosa del brazo, justo por encima del codo.

Ella luchó como un demonio, y las mujeres tuvieron que emplearse a fondo para quitarle el cuchillo de la mano. Una vez que lo hubieron conseguido, la pequeña mujer blanca abandonó todo intento de lucha, se derrumbó entre los brazos de sus amigas y empezó a sollozar convulsivamente, como la inundación que se produce cuando finalmente se abre una válvula estropeada.

Medio llevaron y medio arrastraron hasta la cama al diminuto ovillo estremecido y lloroso. Mientras una de las amigas la acunaba como si fuera un bebé, las otras dos contuvieron la hemorragia y le vendaron el brazo.

Estuvo llorando durante tanto tiempo que las mujeres tuvieron que turnarse para sostenerla. Finalmente, la respiración empezó a hacerse menos intensa y los sollozos se fueron desvaneciendo en gemidos continuos. Luego, sin abrir los ojos hinchados por las lágrimas, pronunció repetidas veces las mismas palabras, casi canturreándolas con suavidad, como si sólo se las dijera a sí misma:

—No soy nada. No soy nada. No soy nada.

Ya entrada la tarde, las mujeres llenaron un cuerno hueco con una ligera sopa y la alimentaron. Ella empezó a tomarla con sorbos vacilantes, pero cuanto más bebía, tanto más necesitaba seguir bebiendo. Terminó el contenido del cuerno tomando un largo trago y luego se recostó sobre el lecho, con los ojos muy abiertos mirando hacia arriba, sin ver a sus amigas.

—No soy nada —volvió a decir.

Pero el tono de su frase se veía comedido ahora por la serenidad, y las otras mujeres se dieron cuenta de que ya había pasado por la fase más peligrosa de su dolor.

Con amables palabras de ánimo, murmuradas con dulzura, le acariciaron el cabello enmarañado y plegaron los bordes de una manta sobre sus pequeños hombros, arropándola.

Casi al mismo tiempo que el agotamiento inducía un profundo sueño sin pesadillas en En Pie con el Puño en Alto, el teniente Dunbar se despertó al escuchar el sonido de unos cascos que arañaban suavemente la puerta de su cabaña de paja.

Al no reconocer el sonido y medio adormilado aún después de su prolongado sueño, el teniente permaneció quieto, parpadeando para terminar de despertarse, al tiempo que tanteaba con la mano en busca de su revólver de la Marina. Reconoció el sonido antes de encontrar el arma. Era «Cisco», que acababa de regresar. Todavía en guardia, Dunbar se levantó sin ruido del camastro, y salió a gatas al exterior, pasando junto a su caballo.

Estaba todo a oscuras, pero aún era pronto. La estrella de la noche brillaba solitaria en el cielo. El teniente escuchó y observó. No había nadie por los alrededores.

«Cisco» le siguió al patio y cuando, con aire ausente, el teniente Dunbar extendió una mano y se la colocó sobre el cuello, encontró el pelaje atiesado a causa del sudor seco. Sonrió con una mueca y dijo en voz alta:

—Supongo que les has hecho pasar un mal rato, ¿verdad? Vamos a darte un poco de agua.

Mientras conducía a «Cisco» hacia la corriente, le extrañó darse cuenta de lo fuerte que se sentía. La parálisis que había experimentado durante la incursión de la tarde parecía algo muy lejano, a pesar de que la recordaba con viveza. No como si fuera algo borroso en la memoria, sino lejano, como una historia. Llegó a la conclusión de que aquello había sido para él como un bautismo, un bautismo que le había catapultado desde la imaginación a la realidad. El guerrero que había vuelto grupas para cabalgar hacia él y gritarle había sido bien real. Los hombres que se habían llevado a «Cisco» también habían sido reales. Ahora los conocía. Mientras «Cisco» jugueteaba con el agua, chapoteando en ella con los labios, el teniente Dunbar dejó que sus pensamientos siguieran esa misma línea.

«Esperando, eso es lo que he estado haciendo», pensó.

Sacudió la cabeza, como riéndose para sus adentros. «He estado esperando». Lanzó una piedra al agua. «Esperando ¿qué? ¿A que alguien me encontrara? ¿A que los indios se llevaran mi caballo? ¿A ver un búfalo?».

Apenas podía creer en lo que estaba sucediendo. Nunca se había comportado de una forma particularmente cuidadosa y, sin embargo, eso era lo que había estado haciendo durante aquellas últimas semanas. Había estado comportándose cuidadosamente, a la espera de que sucediera algo.

«Será mejor que ponga punto final a esto ahora mismo», se dijo a sí mismo.

Antes de poder seguir pensando, sus ojos captaron algo. Una mancha de color se reflejaba en el agua, al otro lado de la corriente.

El teniente Dunbar levantó la mirada por la pendiente situada tras él.

Una luna enorme empezaba a elevarse en el cielo.

Dejándose llevar por un impulso, montó en «Cisco» y subió hasta lo más alto del risco.

Era una vista maravillosa, con aquella luna tan grande, reluciente como la yema de un huevo, llenando el cielo de la noche como si fuera un nuevo mundo que hubiera acudido para hacerle una visita a él solo.

Desmontó, se lio un cigarrillo y contempló embelesado cómo la luna se elevaba con rapidez por encima de su cabeza, con las gradaciones de su topografía tan claras como si fueran un mapa.

A medida que se elevaba, la pradera se fue iluminando más y más. En las noches anteriores no había conocido otra cosa que la oscuridad, y este flujo de iluminación era algo así como un océano que, de repente, se hubiera quedado sin agua.

Tenía que introducirse en él.

Cabalgaron al trote durante media hora y Dunbar disfrutó cada momento. Cuando finalmente dio media vuelta se sentía lleno de confianza.

Ahora se sentía contento por todo lo que había sucedido. Ya no iba a sentirse más abatido por aquellos soldados que no llegaban. No iba a cambiar sus hábitos de sueño. Tampoco patrullaría en temerosos y pequeños círculos alrededor del fuerte, y no pasaría ninguna noche más con una oreja y un ojo abiertos.

Ya no iba a seguir esperando, sino que iba a forzar la situación.

Mañana mismo saldría a cabalgar y encontraría a los indios.

¿Y si lo devoraban?

Bueno, si lo devoraban, al diablo con los restos.

Pero no seguiría habiendo más esperas.

Al amanecer, cuando ella abrió los ojos, lo primero que vio fue otro par de ojos. Entonces, se dio cuenta de que había varios pares de ojos mirándola con fijeza. Lo recordó todo, y En Pie con el Puño en Alto se sintió repentinamente turbada ante toda esta atención de que era objeto. Había llevado a cabo su intento de una forma tan poco digna, tan poco comanche…

Sintió deseos de ocultar el rostro.

Le preguntaron cómo se sentía y si deseaba comer algo. En Pie con el Puño en Alto contestó que sí, que se sentía mejor y que le agradaría comer algo.

Mientras comía, observó a las mujeres que continuaron con sus quehaceres habituales, y eso, junto con el sueño y la comida, tuvo sobre ella un efecto restaurador. La vida continuaba, y el hecho de comprenderlo así le permitió volver a sentirse como una persona.

Pero cuando quiso sentir su corazón, supo por sus aguijonazos que se le había roto. Y eso era algo que tendría que curar si es que quería continuar en esta vida, algo que podría conseguir mucho mejor con un duelo razonado y completo.

Debía llorar la pérdida de su esposo.

Y para hacerlo adecuadamente tenía que abandonar la tienda de una-vez-al-mes. Aún era temprano cuando se preparó para salir. Sus amigas le hicieron las trenzas de su cabello enmarañado y enviaron a dos jóvenes a cumplir recados: una para que trajera su mejor vestido, y a la otra para traer uno de los ponis de su esposo de la manada.

Nadie le impidió a En Pie con el Puño en Alto pasarse un cinturón con la funda de su cuchillo más exquisito y atárselo a la cintura. El día anterior habían impedido que hiciera algo irracional, pero ahora estaba mucho más tranquila y si En Pie con el Puño en Alto deseaba quitarse la vida, tenía su derecho a hacerlo. Muchas mujeres lo habían hecho así en los pasados años.

La siguieron cuando ella salió de la tienda. Su aspecto era hermoso, extraño y triste. Una de ellas la ayudó a subir al poni. Después, el poni y la mujer se alejaron hacia las afueras de la cuenca donde estaba el campamento y salieron a la pradera abierta.

Nadie la llamó, nadie lloró y nadie la despidió. Se limitaron a observar su marcha. Pero sus amigas confiaron en que no se mostrara demasiado dura consigo misma y en que regresara.

Todas ellas se sentían orgullosas de En Pie con el Puño en Alto.

El teniente Dunbar se apresuró a terminar sus preparativos. Ya había dormido hasta después de la salida del sol y había querido levantarse al amanecer. Así que se apresuró a tomar el café y fumar el primer cigarrillo, mientras su mente trataba de ordenarlo todo con la mayor eficiencia posible.

Primero se ocupó del trabajo sucio, empezando por la bandera del barracón de avituallamiento. Era más nueva que la que ondeaba sobre su propio alojamiento, así que subió por la destartalada pared de paja y bajó la bandera.

A continuación partió uno de los mástiles del corral, se lo introdujo a empujones en la parte lateral de la bota, y tras tomar medidas cuidadosamente cortó unos pocos centímetros de la punta. Finalmente, ató la bandera. No tenía mal aspecto. Trabajó durante más de una hora en «Cisco», arreglándole las cernejas alrededor de cada casco, peinándole la crin y la cola, y engrasando el pesado pelaje negro de ambas con grasa de tocino.

Pero la mayor parte del tiempo la pasó ocupado con su pelo. El teniente Dunbar lo frotó, lo cepilló media docena de veces hasta que, finalmente, retrocedió unos pasos y comprendió que no valía la pena continuar. El pelaje del caballo canela brillaba como la página satinada de un libro de imágenes.

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