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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (7 page)

BOOK: Bailando con lobos
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Incluso cuando Dunbar cambió de dirección y siguió un curso zigzagueante, el lobo hizo lo mismo, manteniéndose siempre a cincuenta metros de distancia. Cuando puso a «Cisco» a medio galope, el teniente quedó asombrado al ver que «Dos calcetines» también se lanzaba al trote.

Cuando se detuvo, miró a su fiel seguidor e intentó hallar una explicación. No cabía la menor duda de que este animal había conocido al hombre a lo largo de su vida. Quizá fuese medio perro. Pero cuando la mirada del teniente observaba el paisaje salvaje que le rodeaba, y que se extendía sin interrupción hasta el horizonte, no podía imaginarse a «Dos calcetines» más que como un lobo.

—Está bien —dijo el teniente en voz alta. «Dos calcetines» levantó las orejas—. Vámonos.

Los tres recorrieron un kilómetro y medio más antes de divisar un pequeño rebaño de antílopes. El teniente se quedó observando los cuernos acabados en punta, inclinados sobre la pradera, hasta que casi se perdieron de vista.

Al volverse para comprobar cuál había sido la reacción de «Dos calcetines», ya no pudo divisarlo por ninguna parte.

El lobo se había marchado.

Unas nubes se estaban formando por el oeste dejando escuchar el retumbar de unos truenos lejanos. Al iniciar el regreso, Dunbar no dejó de vigilar el frente de tormenta que se acercaba, avanzando en su dirección. La perspectiva de la lluvia agrió la expresión del rostro del teniente.

Realmente, tenía que ocuparse de su colada.

Las mantas habían empezado a oler como calcetines sucios.

Capítulo
8

La capacidad del teniente Dunbar para predecir el tiempo estuvo acorde con lo que suele decir la tradición.

Es decir, se equivocó por completo.

La espectacular tormenta se deslizó sobre él durante la noche sin descargar una sola gota de agua sobre Fort Sedgewick y a la mañana siguiente amaneció un día del más puro azul pastel, con un aire que casi daban ganas de bebérselo, y un sol clemente que tostaba todo aquello que tocaba, sin marchitar una sola hoja de hierba.

Mientras tomaba el café, el teniente releyó sus informes oficiales, escritos a lo largo de los últimos días, y llegó a la conclusión de que había hecho un muy buen trabajo a la hora de reflejar los hechos. Reflexionó durante un tiempo acerca de los datos subjetivos. En más de una ocasión tomó la pluma para tachar una línea, pero al final no cambió nada.

Se estaba sirviendo una segunda taza cuando observó la curiosa nube que se había formado allá lejos, hacia el oeste. Era una nube amarronada, de un marrón oscuro, que se extendía baja y plana sobre la base del cielo.

Pero era demasiado brumosa para ser una nube. Más bien parecía el humo procedente de un incendio. Sin duda alguna, los relámpagos de la noche anterior habrían alcanzado algo. Quizá se hubiese incendiado la pradera. Tomó una nota mental para vigilar aquella nube brumosa y emprender por la tarde un paseo en aquella dirección si la nube persistía. Había oído decir que los incendios de la pradera podían ser enormes y moverse con mucha rapidez.

Habían llegado el día anterior, poco antes del anochecer y, a diferencia del teniente Dunbar, les había llovido y estaban mojados.

Pero su ánimo no se había desalentado en lo más mínimo. Acababan de terminar el recorrido del último tramo desde el campamento de invierno situado más hacia el sur. Eso, y la perspectiva de la primavera, constituían la más feliz de las épocas. Sus ponis engordaban y se fortalecían a cada día que pasaba, la marcha había tonificado a todo el mundo después de meses de relativa inactividad, y dentro de poco se iniciarían los preparativos para las cacerías del verano. Eso les hacía sentirse aún más felices, con una felicidad experimentada en la boca de todos los estómagos. Los búfalos empezaban a llegar. Los grandes banquetes estaban cercanos.

Y como éste había sido un campamento de verano durante generaciones, una fuerte sensación de hallarse de nuevo en casa aligeraba los corazones de los 172 hombres, mujeres y niños que componían el grupo.

El invierno había sido suave y el grupo lo había dejado atrás conservando una forma excelente. Hoy, en la primera mañana en que se sentían como en casa, las sonrisas abundaban por todo el campamento. Los jóvenes retozaban entre el rebaño de ponis, los guerreros contaban historias, y las mujeres realizaban las tareas propias de la preparación del desayuno con mayor alegría de lo habitual. Eran comanches.

La nube de humo que el teniente Dunbar tomara por un incendio de la pradera se había elevado de sus hogueras de campamento.

Habían acampado junto a la misma corriente, a doce kilómetros al oeste de Fort Sedgewick.

Dunbar tomó todo aquello que necesitaba una buena colada y lo metió dentro de una mochila. Luego se echó las mantas malolientes sobre los hombros, buscó un trozo de jabón y bajó al río.

Mientras se acurrucaba junto a la corriente, sacando la ropa sucia de la mochila, pensó que también le vendría bien lavar lo que llevaba puesto.

Pero entonces no le quedaría nada que ponerse mientras se secaba todo.

Sólo le quedaba el abrigo.

«Pero qué estúpido», dijo para sus adentros, y luego, lanzando una risotada, dijo en voz alta:

—Aquí sólo estamos yo y la pradera.

Era una buena sensación aquello de sentirse desnudo. De acuerdo con ese espíritu, hasta se quitó su sombrero de oficial.

Al inclinarse sobre el agua, con un puñado de ropa entre los brazos, vio su propio reflejo en la superficie cristalina. Era la primera vez que se veía a sí mismo en más de dos semanas. Y eso le dio en qué pensar.

Tenía el cabello más largo. Su rostro parecía más enjuto, a pesar de la barba que le había salido. Definitivamente, había perdido algo de peso, pero al teniente le pareció que tenía buen aspecto. La mirada de sus ojos era más penetrante que nunca., y sonrió como un muchacho al contemplar su reflejo, como si reconociera con ello el afecto que pudiera haber sentido por alguien.

Cuanto más contemplaba la barba, menos le gustaba. Corrió en busca de su navaja.

El teniente no pensó en su piel mientras se afeitaba. Su piel siempre había sido la misma. Los hombres blancos tienen pieles con muchos matices. Algunos son tan blancos como la nieve.

La piel del teniente Dunbar era tan blanca como para apartar los ojos de ella.

Pájaro Guía había abandonado el campamento antes del amanecer. Sabía que nadie le preguntaría por el motivo de su marcha. Nunca tenía que dar explicaciones por sus movimientos, y sólo raras veces por sus acciones. No, a menos que se tratara de acciones pobremente desarrolladas, porque las acciones pobremente desarrolladas podían conducir a la catástrofe. Pero aunque era nuevo, aunque era un chamán plenamente reconocido desde hacía sólo un año, ninguna de sus acciones había conducido a una catástrofe.

En realidad, había actuado bien. En dos ocasiones había producido pequeños milagros. Se sentía muy bien con respecto a los milagros, pero se sentía lo mismo de bien con respecto al pan y la sal de su trabajo, que consistía en ocuparse del bienestar cotidiano del grupo. Llevaba a cabo un sinfín de trabajos administrativos, atendía a las disputas de importancia diversa, practicaba bastante la medicina y asistía a los interminables consejos que tenían lugar cada día. Todo eso, además de ocuparse de dos esposas y cuatro hijos. Y todo ello realizado con una oreja y un ojo dirigidos hacia el Gran Espíritu, siempre a la escucha, siempre observando el más ligero sonido o señal.

Pájaro Guía llevaba muy honorablemente sus numerosas obligaciones, y eso era algo que todos sabían. Lo sabían porque conocían al hombre. Pájaro Guía no tenía en su cuerpo un solo hueso egoísta, y cuando cabalgaba, lo hacía con el peso de un gran respeto.

Algunos de los que también se habían levantado temprano podrían haberse preguntado a dónde se dirigía tan pronto, pero jamás se habrían atrevido a preguntárselo.

Pájaro Guía no se disponía a cumplir ninguna misión especial. Había decidido cabalgar por la pradera para aclararse la cabeza. Le disgustaban los grandes movimientos: del invierno al verano, del verano al invierno. El tremendo estruendo que producían no hacía más que distraerlo. Distraía su oreja y su ojo, que él trataba de mantener aguzados y dirigidos hacia el Gran Espíritu, y en esta primera mañana, después de la larga marcha, sabía que el ruido propio de la instalación del campamento sería algo más de lo que él podría soportar.

Así pues, había montado en su mejor poni, un castaño de ancho lomo, y se había alejado cabalgando hacia el río, siguiéndolo a lo largo de varios kilómetros, hasta que llegó a un pequeño montículo que conocía desde que era un muchacho.

Una vez allí, esperó a que la pradera se le revelara, y cuando así lo hizo, Pájaro Guía se sintió contento. Nunca le había parecido que tuviera tan buen aspecto como ahora. Allí estaban todos los signos correctos que auguraban un verano abundante. Habría enemigos, desde luego, pero la tribu era ahora muy fuerte. Pájaro Guía no pudo evitar que por su rostro se extendiera una sonrisa. Estaba seguro de que sería una temporada muy próspera.

Una hora más tarde su optimismo no había disminuido en lo más mínimo. «Daré un paseo por este hermoso país», se dijo Pájaro Guía y espoleó su caballo hacia el sol que se elevaba en el horizonte.

Había hundido ya las dos mantas en el agua antes de recordar que había que golpear antes la ropa sucia. Pero no vio una sola roca cerca.

Apretándose las mantas y el resto de las ropas contra el pecho, el teniente Dunbar, novato en aquellas tareas de la colada, avanzó con lentitud corriente abajo, moviéndose con precaución sobre los pies desnudos.

Unos cuantos cientos de metros más adelante encontró un afloramiento rocoso en el agua que podía hacer muy bien las veces de plancha de lavar. Consiguió toda la espuma que pudo con el jabón y, tal y como haría un buen novato, empezó a enjabonar con precaución una de las mantas.

Poco a poco, fue aprendiendo a hacerlo, y a cada nueva pieza de ropa que tomaba, la rutina de enjabonarla, golpearla y enjuagarla se iba haciendo más experta, hasta que al final Dunbar se afanó haciendo su trabajo con la resolución, si bien quizá no con la precisión, de una lavandera bien curtida.

En las dos semanas que ya llevaba allí había cultivado un nuevo aprecio por el detalle y ahora, dándose cuenta de que las primeras piezas de ropa no las había hecho bien del todo, las volvió a lavar.

A poca distancia de la orilla crecía un pequeño roble en el que colgó su colada a secar. Aquél era un buen lugar, lleno de sol y donde la brisa no soplaba demasiado fuerte. Sin embargo, transcurriría algún tiempo antes de que la ropa se secara, y se había olvidado el tabaco.

El teniente desnudo decidió no esperar e inició el camino de regreso hacia el fuerte.

Pájaro Guía había escuchado historias desconcertantes relativas a su número. En más de una ocasión había oído decir a otros que eran más numerosos que los pájaros, y eso transmitió al chamán una sensación de incomodidad, que se instaló en el fondo de su mente.

Y, sin embargo, y sobre la base de lo que había visto en realidad, los bocapeludas sólo inspiraban lástima.

Parecían ser más bien una raza triste.

Aquellos pobres soldados del fuerte, tan ricos en mercancías y, sin embargo, tan pobres en todo lo demás. Disparaban sus armas muy mal, montaban muy mal sus enormes y lentos caballos. Se suponía que eran los guerreros del hombre blanco, pero no estaban alertas. Y se asustaban con facilidad. Apoderarse de sus caballos había sido cosa de risa, como recoger bayas de un arbusto.

Aquellos hombres blancos representaban un misterio para Pájaro Guía. No podía pensar en ellos sin sentirse mentalmente confundido.

Como le sucedía, por ejemplo, con los soldados del fuerte. Vivían sin estar acompañados por sus familias. Y vivían sin sus más grandes jefes. A pesar de la evidencia de la presencia del Gran Espíritu por todas partes, en todo aquello que podía verse, ellos adoraban cosas escritas en un papel. Y eran tan sucios. Ni siquiera eran capaces de mantenerse limpios.

Pájaro Guía no podía ni imaginarse cómo aquellos bocapeludas podrían haberse mantenido durante un año. Y, sin embargo, se decía que prosperaban. Eso era algo que no comprendía.

Había empezado a seguir esta línea de pensamiento cuando pensó en el fuerte y decidió acercarse un poco. Esperaba que ya se habrían marchado, pero pensó que, de todos modos, lo comprobaría. Y ahora, sentado sobre su poni, mirando a través de la pradera, pudo ver a primera vista que el lugar había mejorado bastante. El fuerte del hombre blanco aparecía limpio. Un gran cuero se movía al viento. Un caballo pequeño, de bastante buen aspecto, estaba en el corral. No se apreciaba ningún movimiento. No se escuchaba ningún sonido. Aquel lugar debería haber estado muerto. Pero alguien lo había mantenido con vida.

Pájaro Guía hizo avanzar su caballo al paso.

Tenía que echar un vistazo desde más cerca.

El teniente Dunbar se entretuvo en su camino de regreso a lo largo de la corriente. Había tantas cosas que ver.

De una forma extrañamente irónica, el hecho de no llevar puestas las ropas hacía que se sintiera menos visible. Quizá las cosas fueran así. Cada pequeña planta, cada insecto que zumbara, parecían atraer su atención. Sentía que todo a su alrededor estaba notablemente vivo.

De pronto, justo delante de él, a menos de una docena de pasos de distancia, surgió volando un gavilán de cola roja, con una pequeña ardilla agitándose al extremo de sus garras.

A medio camino, se detuvo a la sombra de un chopo para observar a un tejón que excavaba su madriguera a poca distancia por encima de la superficie del agua. De vez en cuando, el tejón se detenía en su tarea y se volvía a mirar al teniente desnudo, pero luego seguía excavando.

Ya cerca del fuerte, Dunbar se detuvo para contemplar el entrelazamiento de los cuerpos de dos amantes. Una pareja de serpientes negras de agua se retorcían extáticamente en las aguas poco profundas de la corriente y, como suele suceder con todos los amantes, estaban dedicadas por entero a su actividad, sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, ni siquiera cuando la sombra del teniente pasó sobre ellas.

Inició el camino de ascenso de la pendiente verdaderamente encantado, sintiéndose allí tan fuerte como cualquier otro ser, con la sensación de haberse convertido en un verdadero ciudadano de la pradera.

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