Bailando con lobos (13 page)

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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

BOOK: Bailando con lobos
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Pero siguió haciéndolo, sin desfallecer.

Finalmente, cuando el flujo de sangre disminuyó hasta convertirse en un hilillo, él entró en acción. Había que coser la herida del muslo, pero eso era imposible. Cortó una pernera del calzoncillo largo, la plegó hasta formar una venda y la colocó sobre la herida. Luego, actuando con toda la rapidez que pudo, cortó otra tira de tela de la bandera y la ató con fuerza alrededor del vendaje improvisado. Repitió ese mismo proceso con las heridas más superficiales de los brazos.

Mientras actuaba, En Pie con el Puño en Alto empezó a gemir. Abrió los ojos unas pocas veces, pero estaba demasiado débil como para armar ningún jaleo, y ni siquiera se resistió cuando él tomó la cantimplora y le dio a beber un sorbo o dos de agua.

Después de haber hecho todo lo que pudo como médico, Dunbar volvió a ponerse el uniforme, y mientras se abrochaba los pantalones y la guerrera se preguntó qué debía hacer a continuación.

Vio el poni de la mujer, que estaba paciendo en la pradera, y pensó en apoderarse del animal. Pero cuando se volvió a mirar a la mujer tendida sobre la hierba, se dio cuenta de que aquello no tenía ningún sentido. Es posible que fuera capaz de cabalgar, pero necesitaría ayuda.

Dunbar miró el cielo, hacia el oeste. El humo ya casi había desaparecido, y sólo quedaban unos pocos jirones. Si se daba prisa, podría guiarse en aquella dirección antes de que aquellos últimos jirones desapareciesen.

Deslizó los brazos por debajo del cuerpo de En Pie con el Puño en Alto, la alzó en vilo y la colocó con toda la suavidad que pudo sobre el lomo de «Cisco», con la intención de dirigir el caballo a pie. Pero la mujer estaba semiinconsciente y empezó a desplomarse en cuanto estuvo allí.

Sosteniéndola con una mano, se las arregló para saltar detrás de ella. Luego, la hizo girar y acunándola como un padre amoroso, Dunbar dirigió su caballo en la dirección de donde se elevaba el humo.

Mientras «Cisco» los transportaba a través de la pradera, el teniente pensó en el plan que se había trazado para impresionar a los indios. En estos momentos, sin embargo, no tenía un aspecto precisamente muy poderoso u oficial. Tenía la guerrera y las manos manchadas de sangre, y aquella mujer aparecía vendada con su ropa interior y la bandera de Estados Unidos.

Sin duda alguna, sería mejor de este modo. Al pensar en lo que había hecho, recorriendo alegremente la pradera con las botas brillantes y un estúpido fajín rojo alrededor de la cintura y, sobre todo, portando una bandera, el teniente no pudo evitar una tímida sonrisa.

«Tengo que ser un idiota», pensó.

Observó el cabello color cereza por debajo de su barbilla, y se preguntó qué debería haber pensado aquella pobre mujer cuando le vio con todo aquel atuendo de gala.

Pero En Pie con el Puño en Alto no podía pensar nada.

Se hallaba sumida en el crepúsculo. Lo único que podía hacer era sentir. Sentía el caballo balanceándose bajo ella, sentía el brazo que la sostenía por la espalda, y sentía aquella tela extraña contra su rostro. Pero, sobre todo, En Pie con el Puño en Alto sentía que estaba a salvo y durante todo el trayecto mantuvo los ojos cerrados, temerosa de que, si los abría, desaparecieran todas aquellas sensaciones.

Capítulo
13

Risueño no era un muchacho en quien se pudiera confiar.

Nadie habría dicho de él que le gustara crear problemas, pero lo cierto es que a Risueño le disgustaba el trabajo, y a diferencia de la mayoría de muchachos indios, la idea de asumir responsabilidades le dejaba más bien frío.

Era un soñador y, como suele suceder con los soñadores, Risueño había aprendido que una de las mejores estratagemas para evitar el aburrimiento del trabajo consiste en evitar el contacto con los demás.

De ello se desprende que el inquieto muchacho se pasaba todo el tiempo posible con la gran manada de ponis de la tribu. Conseguía esa tarea con regularidad, debido en parte a que siempre estaba dispuesto a cumplirla y a que, a la edad de doce años, ya se había convertido en un experto con los caballos.

Risueño era capaz de predecir, con pocas horas de error, el momento en que pariría una yegua. Tenía una extraña habilidad para controlar a los sementales inquietos. Y cuando se trataba de actuar como veterinario, sabía tanto como cualquier hombre adulto de la tribu acerca de los ungüentos más adecuados para cuidar a los equinos. El caso es que los caballos parecían sentirse mejor cuando él andaba cerca.

Todo eso era como una segunda naturaleza para Risueño…, y también era secundario. En realidad, lo que más le gustaba de estar con los caballos era que solían alejarse del poblado para pastar, llegando a veces incluso a un par de kilómetros de distancia, y eso le permitía a él alejarse con ellos; de ese modo, se distanciaba de los ojos omnipotentes de su padre, de la tarea potencial de tener que ocuparse de sus hermanos y hermanas más pequeños, y del inacabable trabajo de mantenimiento del campamento.

Habitualmente, siempre había otros chicos y chicas jugueteando alrededor de la manada, pero Risueño raramente participaba en sus juegos, a menos que surgiera algo muy especial.

Prefería mucho más subirse al lomo de algún caballo tranquilo, tumbarse a lo largo de la espina del animal y dedicarse a soñar, a veces durante horas, mientras el siempre cambiante cielo se desplazaba sobre su cabeza.

Se había pasado la mayor parte de la tarde soñando de esta forma, feliz de hallarse lejos del poblado, que todavía se tambaleaba tras el trágico regreso de la partida que había salido a luchar contra los utes. Risueño sabía que, aun cuando sentía muy poco interés por la lucha, tarde o temprano tendría que seguir el sendero de la guerra, y ya se había tomado buena nota mental de llevar cuidado con los grupos que se dispusieran a salir para luchar contra los utes.

Durante la última hora había estado disfrutando del insólito lujo de encontrarse a solas con la manada. Los otros muchachos habían sido llamados por una u otra razón, pero nadie había acudido a buscar a Risueño, y eso le permitía convertirse en el más feliz de los soñadores. Con un poco de suerte, no tendría que regresar hasta el anochecer, y aún faltaban varias horas para la puesta de sol.

Estaba exactamente en medio de la manada, sumido en la ensoñación de ser el dueño de su propio hato de caballos, que sería como un gran conjunto de guerreros al que nadie se atrevería a desafiar, cuando percibió un movimiento en el suelo.

Era una serpiente de tierra grande y amarilla. De algún modo inexplicable, se las había arreglado para perderse en medio de todos aquellos cascos en movimiento, y ahora se deslizaba a una velocidad desesperada, buscando una forma de salir de allí.

A Risueño le gustaban las serpientes, y ésta era lo bastante grande y vieja como para haber sido su abuelo. Un abuelo metido en problemas, claro. Así que bajó de la grupa del caballo con la idea de apoderarse del viejo animal y llevarlo lejos de aquel lugar tan peligroso para él.

Pero la gran serpiente no resultó fácil de atrapar. Se movía con mucha rapidez, y Risueño se veía molestado por los ponis, algunos de los cuales formaban grupos compactos. El muchacho no hacía más que agacharse por debajo de los cuellos y los vientres de los animales, y sólo gracias a la ferviente determinación de su corazón de buen samaritano pudo seguirle la pista al cuerpo amarillo, que se retorcía sobre el suelo.

La aventura terminó bien. Cerca ya del final de los terrenos ocupados por la manada, la gran serpiente encontró por fin un agujero donde meterse, y lo único que Risueño pudo ver fue la cola que desaparecía bajo tierra.

Mientras se encontraba sobre el agujero, observándolo, algunos de los caballos relincharon y Risueño vio que levantaban las orejas. De pronto, todas las cabezas que le rodeaban giraron en una misma dirección.

Habían visto llegar algo.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo del muchacho y el entusiasmo por estar a solas se volvió de pronto en contra suya. Sintió miedo. A pesar de todo, avanzó con firmeza, permaneciendo semiagachado entre los ponis, confiando en ver antes de ser visto.

Cuando pudo ver trozos de pradera vacía extendiéndose ante él, Risueño se agachó aún más y avanzó a rastras por entre las patas de los caballos. Los animales no habían sentido pánico y eso hizo que el muchacho se sintiera un poco menos asustado. Pero seguían observando en una misma dirección, con mayor curiosidad que nunca, y Risueño llevó cuidado de no hacer ningún ruido.

Se detuvo cuando vio pasar el caballo, a veinte o treinta metros de distancia. No pudo echarle un buen vistazo porque su visión se vio bloqueada, pero estuvo seguro de haber visto piernas.

Se levantó lentamente, y miró por encima del lomo de un poni. A Risueño le hormiguearon todos los pelos de la cabeza, y un zumbido de aturdimiento le sonó dentro de la mollera, como el que pudiera producir un enjambre de abejas. La boca del muchacho se quedó petrificada, y también los ojos. No parpadeó una sola vez. Nunca había visto a ninguno antes, pero sabía exactamente qué era lo que estaba mirando ahora.

Era un hombre blanco. Un soldado blanco, con el rostro cubierto de sangre.

Y llevaba a alguien. Llevaba a aquella mujer extraña llamada En Pie con el Puño en Alto.

La mujer parecía estar herida. Mostraba los brazos y las piernas envueltos en unas ropas de extraño aspecto. Quizá estuviera muerta.

El caballo del soldado blanco inició un ligero trote al pasar. Se dirigía directamente hacia el poblado. Ya era demasiado tarde para adelantarse y dar la alarma, así que Risueño se encogió y volvió a retroceder hacia el centro de la manada. Seguro que esto le plantearía problemas. ¿Qué podía hacer?

El muchacho no fue capaz de pensar con claridad; todo le daba vueltas en la cabeza, como semillas en una matraca. Si hubiera conservado un poco más de serenidad, se habría dado cuenta por la expresión del soldado blanco, que éste no podía estar cumpliendo ninguna misión hostil. No había nada en su porte que así lo indicara. Pero las únicas palabras que sonaban en el cerebro de Risueño eran: «Soldado blanco, soldado blanco».

De repente pensó: «Quizá haya más. Quizá haya todo un ejército de bocapeludas en la pradera. Quizá se estén acercando».

Preocupado únicamente por expiar su descuido, Risueño tomó la brida que solía llevar alrededor del cuello, se la pasó por el morro a un poni de aspecto fuerte y lo hizo salir de la manada de la forma más tranquila que pudo.

Luego, saltó sobre el lomo del animal y azuzó al caballo, lanzándolo al galope en dirección opuesta a donde se encontraba el poblado, registrando angustiado el horizonte por si veía alguna señal de soldados blancos.

La adrenalina del teniente Dunbar corría por su sangre. La manada de ponis… Al principio, casi pensó que era la pradera la que se movía. Nunca había visto tal cantidad de caballos juntos. Quizá hubiera seiscientos o setecientos. Aquella visión inspiraba tanto respeto que casi se había sentido tentado de detenerse a observarla. Pero, claro está, no podía hacer eso.

Llevaba a una mujer en sus brazos.

Hasta ahora, ella había resistido bastante bien. Su respiración era regular y ya no sangraba mucho. También había permanecido muy quieta, aunque, a pesar de lo pequeña que era, el peso de la mujer le estaba quebrando la espalda. Ya la había transportado desde hacía más de una hora y ahora que estaba cerca del poblado, el teniente deseaba más que nunca haber llegado allí. Su destino se decidiría dentro de muy poco y eso hacía que la adrenalina le corriera por la sangre, pero más que en ninguna otra cosa pensaba en el monstruoso dolor que sentía entre los omóplatos. Un dolor que parecía estar matándole.

El terreno que se extendía ante él ascendía lentamente y al acercarse más pudo ver fragmentos del río cruzando la pradera y luego las puntas de algo; finalmente, llegó al borde de la elevación y el campamento apareció ante su vista, elevándose como lo había hecho la luna en la noche anterior.

Inconscientemente, el teniente tiró de las riendas. Tenía que detenerse ahora. Aquello era una visión que había que contemplar.

Había unas cincuenta o sesenta tiendas cónicas, cubiertas de piel, extendiéndose a lo largo del río. Su aspecto era cálido y pacífico bajo el sol del atardecer, pero las sombras que arrojaban también las hacían parecer más grandes de lo que eran en realidad, como monumentos antiguos y todavía vivos.

Pudo ver a gente trabajando alrededor de las tiendas. Escuchó algunas de las voces de las personas que deambulaban entre las tiendas. También escuchó risas y, de algún modo, eso le sorprendió. Había más personas arriba y abajo del río. Algunas de ellas estaban dentro del agua.

El teniente Dunbar permaneció montado en «Cisco», sosteniendo a la mujer que había encontrado, con los sentidos abrumados por la potencia de aquella planicie sin edad extendida ante él como el despliegue de un lienzo vivo. Una civilización primigenia, completamente intocada.

Y él estaba allí.

Aquello iba mucho más allá del alcance de su imaginación y, al mismo tiempo, sabía que ésa era la razón por la que había venido, esto era el núcleo de aquella urgencia para que lo enviaran a la frontera. Esto, sin que él lo hubiera sabido antes, era aquello que tanto había anhelado ver.

Estos momentos que se movían con tanta rapidez, en lo alto de la pendiente, ya no volverían a ser los mismos en toda su vida mortal. Porque en estos breves instantes se convirtió en parte de algo tan grande que dejó de ser un teniente, un hombre o incluso un cuerpo de partes que funcionaban juntas. En aquellos momentos sólo fue espíritu suspendido en el espacio vacío e infinito del universo. Durante aquellos preciosos y pocos segundos, conoció la sensación de la eternidad.

La mujer tosió. Se agitó un poco contra su pecho y Dunbar le acarició con ternura la parte posterior de la cabeza.

Hizo un breve sonido de beso con los labios, y «Cisco» empezó a bajar la suave pendiente. Apenas habían avanzado unos pocos pasos cuando vio a una mujer y dos niños salir de entre los claros situados a lo largo del río.

Y ellos también le vieron a él.

La mujer lanzó un grito y dejó caer el recipiente de agua que sostenía, tomó de la mano a los niños y echó a correr hacia el poblado, gritando: «¡Soldado blanco, soldado blanco!», con toda la fuerza de sus pulmones. Montones de perros indios salieron corriendo como cohetes, otras mujeres gritaron llamando a sus hijos, y los caballos se removieron inquietos alrededor de las tiendas, relinchando salvajemente. Aquello fue un verdadero pandemónium.

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