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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (28 page)

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Una tenue expresión de desilusión apareció en su rostro. Pero luego agachó la cabeza y asintió sumisamente.

En ese momento, sin embargo, a ella se le ocurrió un pensamiento maravilloso. Se atrevió a mirar a Pájaro Guía y le preguntó respetuosamente si podían hacer una cosa más.

Quería enseñarle al soldado blanco su propio nombre, el que ellos le habían dado. Era una buena idea, tan buena que Pájaro Guía no pudo rechazar la sugerencia de su hija adoptiva, y le dijo que continuara.

Ella recordó la palabra inmediatamente. Pudo verla, pero no pronunciarla, y no era capaz de recordar cómo la había dicho en voz alta cuando era una niña. Los hombres esperaron mientras ella trataba de recordar.

En ese momento, el teniente Dunbar se llevó una mano a la oreja para espantarse un mosquito que le estaba molestando, Y ella lo comprendió en seguida.

Tomó la mano del teniente cuando aún estaba en el aire y dejó que las yemas de los dedos de su otra mano se posaran suavemente sobre la cadera de él. Antes de que ninguno de los dos hombres pudiera reaccionar, condujo a Dunbar hacia un recuerdo torpe pero inconfundible de lo que podría haber sido un vals.

Unos segundos más tarde ella se apartó con una cierta coquetería disimulada, dejando al teniente Dunbar medio conmocionado. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo para recordar cuál era el propósito del ejercicio.

Una luz se le encendió en la cabeza. Luego se reflejó en sus ojos y le sonrió a su maestra como si fuera el único muchacho de la clase que conociera la respuesta.

A partir de ahí fue sencillo comprender el resto.

El teniente Dunbar se apoyó sobre una rodilla y escribió el nombre al pie de su libro de gramática hecho de corteza de abedul. Su mirada se fijó en la forma que adoptaba en inglés. Parecía más grande que un simple nombre. Cuanto más lo contemplaba, tanto más le gustaba.

«Bailando con Lobos», se dijo a sí mismo.

El teniente se incorporó, se inclinó brevemente en dirección a donde se encontraba Pájaro Guía y como si fuera un mayordomo que anuncia la llegada de un invitado importante a cenar, pronunció el nombre una vez más, con humildad y sin aspavientos. Y esta vez lo hizo en comanche:

—Bailando con Lobos.

Capítulo
22

Bailando con Lobos se quedó aquella noche en la tienda de Pájaro Guía. Se sentía agotado pero, como sucede a veces, estaba demasiado cansado como para dormir. Los acontecimientos del día saltaban en su mente como granos de maíz en una cacerola.

Cuando finalmente empezó a quedarse adormilado, se deslizó hacia un sueño que no había tenido desde que era muy joven. Rodeado por las estrellas, se vio flotando a través del espacio frío y silencioso, como un muchacho sin peso, solo en un mundo de plata y negro.

Pero no tenía ningún miedo. Se sentía cómodo y caliente y bajo las mantas de una cama de cuatro patas, y desplazarse como una única semilla por todo el universo no era ningún castigo, sino una alegría, aunque fuera para toda la eternidad.

Así fue como se quedó durmiendo la primera noche en el ancestral campamento de verano de los coman-ches.

Durante los meses que siguieron, el teniente Dunbar se quedó a dormir muchas veces en el campamento de Diez Osos.

Regresó con frecuencia a Fort Sedgewick, pero aquellas visitas se veían inducidas sobre todo por la culpabilidad, no por al deseo. Incluso cuando estaba allí, sabía que sólo mantenía la más tenue de las apariencias. Sin embargo, se sentía obligado a hacerlo.

Sabía que no existía ninguna razón lógica para quedarse. Ahora que ya estaba seguro de que el ejército había abandonado el puesto, y a él también, pensó en regresar a Fort Hays. Ya había cumplido su deber allí. De hecho, su devoción hacia el puesto y el ejército de Estados Unidos había sido ejemplar. Ahora podía marcharse con la cabeza bien alta.

Lo que le retenía era la atracción de otro mundo, un mundo cuya exploración acababa de iniciar. No supo exactamente cuándo sucedió, pero en algún momento se le ocurrió pensar que su sueño de que le destinaran a la frontera, un sueño que le había inducido a encerrarse en los pequeños límites del servicio militar, había indicado desde el principio la ilimitada aventura en la que ahora se hallaba inmerso. Países, ejércitos y razas palidecían a la vista de esto. Había descubierto en sí mismo una gran sed, y ya no podía reprimirla, del mismo modo que un hombre sediento no podía rechazar el agua.

Quería ver qué ocurriría y, debido a ello, abandonó su idea de regresar al ejército. Pero no abandonó por completo la idea de que el ejército regresara alguna vez a él. Eso era algo que tenía que suceder, tarde o temprano.

En sus visitas al fuerte se ocupaba en trivialidades: reparaba un desgarrón ocasional en el toldo, quitaba las telarañas de los rincones de la cabaña, escribía anotaciones en el diario.

Se obligaba a llevar a cabo estos trabajos como una forma de permanecer en contacto con su vida antigua. A pesar de hallarse profundamente involucrado con los comanches, no se decidía a abandonarlo todo, y los vacíos movimientos que realizaba le permitían mantenerse en contacto con los jirones de su pasado.

Al visitar el fuerte de una forma semirregular, conservaba la disciplina cuando ya no había ninguna necesidad, y al hacerlo así mantenía viva la idea del teniente John J. Dunbar, Estados Unidos.

Las anotaciones que escribía en el diario ya no incluían una descripción de sus días. La mayoría de ellas no eran más que elucubraciones sobre la estimación de la fecha, un breve comentario sobre el tiempo o su estado de salud, y una firma. Aun cuando lo hubiera querido, habría sido un trabajo demasiado grande para él intentar describir por escrito la nueva vida que estaba viviendo. Además, aquello era algo personal.

Caminaba invariablemente hasta el río, casi siempre seguido de cerca por «Dos calcetines». El lobo había sido su primer contacto real y el teniente siempre se alegraba de verlo. El tiempo silencioso que habían pasado juntos era algo que recordaba con agrado.

Se detenía unos pasos al borde de la corriente, viendo fluir el agua. Si la luz era la correcta, veía su imagen reflejada, con la claridad de un espejo. El cabello le había crecido, y ahora le caía más abajo de los hombros. El azote constante del sol y el viento le habían oscurecido la piel. Se volvía de un lado a otro, como un hombre elegante, para admirar el peto de hueso, que ahora llevaba como si se tratara de un uniforme. Con la excepción de «Cisco», no poseía nada que pudiera exceder su valor.

A veces, el reflejo que veía en el agua le hacía sentir un hormigueo de confusión. Ahora se parecía mucho a uno de ellos. Cuando le sucedía eso, se balanceaba de una forma extraña sobre un pie y levantaba el otro lo suficiente como para que el agua le reflejara una imagen de los pantalones con las rayas amarillas y las negras botas de montar de caña alta.

Ocasionalmente, consideraba la idea de descartarlas para cambiarlas por pantalones con polainas y mocasines, pero el reflejo siempre le indicaba a quién pertenecían. De algún modo, aquellas prendas también formaban parte de la disciplina. Llevaría los pantalones y las botas hasta que se desintegraran. Luego ya vería.

Ciertos días en que se sentía más indio que blanco, regresaba al risco, y el fuerte le parecía entonces como un lugar muy antiguo, como una reliquia fantasmagórica de un pasado remoto en el que resultaba difícil creer que hubiera podido estar relacionado alguna vez.

A medida que transcurrió el tiempo, el ir a Fort Sedgewick se convirtió en un deber, y sus visitas se fueron haciendo menores y más distanciadas. A pesar de todo, continuó recorriendo a caballo la distancia que le separaba de su viejo alojamiento.

El poblado de Diez Osos se convirtió en el centro de su vida, pero el teniente Dunbar se movió como un hombre aparte, a pesar de la naturalidad con que se instaló en él. La piel, el acento, los pantalones y las botas le caracterizaban como un visitante procedente de otro mundo y, al igual que le había sucedido a En Pie con el Puño en Alto, pronto se transformó en un hombre que era dos personas.

Su integración en la vida comanche se veía mitigada constantemente por los vestigios del mundo que había dejado atrás, y cuando intentó reflexionar sobre cuál era el verdadero lugar que ocupaba en la vida, su mirada se perdía de pronto en la lejanía, y su mente se llenaba con una niebla que lo dejaba todo en blanco, sin acabar de decidir nada, como si todos sus procesos normales hubieran quedado suspendidos. Al cabo de unos pocos segundos, la niebla se levantaba y él continuaba haciendo lo que estuviera haciendo, sin saber qué le había ocurrido exactamente.

Afortunadamente, estos momentos fueron siendo más escasos a medida que transcurría el tiempo.

Las primeras seis semanas del tiempo que pasó en el campamento de Diez Osos giraron alrededor de un lugar en particular: el pequeño cobertizo de arbustos secos construido detrás de la tienda de Pájaro Guía.

Allí, en sesiones de varias horas de duración, que se extendieron por la mañana y por la tarde, fue donde el teniente Dunbar pudo conversar libremente con el chamán.

En Pie con el Puño en Alto hizo continuos progresos hacia la fluidez del lenguaje, y al cabo de una semana los tres eran capaces de mantener largas conversaciones. El teniente siempre había creído que Pájaro Guía era una buena persona, pero cuando En Pie con el Puño en Alto empezó a traducirle al inglés grandes bloques de su pensamiento, Dunbar descubrió que se estaba relacionando con una persona de una inteligencia muy superior a cualquier nivel que él conociera.

Al principio hubo, sobre todo, preguntas y respuestas. El teniente Dunbar contó la historia de cómo había llegado a encontrarse en Fort Sedgewick, y habló de su inexplicado aislamiento. Por muy interesante que fuera esa historia, pareció dejar frustrado a Pájaro Guía. Bailando con Lobos no sabía prácticamente nada. Ni siquiera conocía cuál era la misión del ejército, y mucho menos sus planes específicos. No tardó en darse cuenta de que nada podría aprender en lo que se refería a temas militares. Bailando con Lobos había sido un simple soldado.

Pero en lo relacionado con la raza blanca, la cuestión ya fue distinta.

—¿Por qué acuden los blancos a nuestro territorio? —preguntó Pájaro Guía.

—No creo que quieran acudir a este territorio en particular —contestó Dunbar—. Creo que sólo quieren atravesarlo.

—Los téjanos ya están en nuestro territorio —replicó Pájaro Guía—. Y allí se dedican a cortar los árboles y abrir la tierra, desgarrándola. Están matando a los búfalos y abandonándolos en la hierba. Eso está sucediendo ahora. Ya hay demasiadas personas de ésas. ¿Cuántas más vendrán?

—No lo sé —contestó el teniente retorciendo la boca.

—He oído decir que los blancos sólo quieren la paz en el territorio —siguió diciendo el chamán—. ¿Por qué vienen siempre acompañados por soldados bocapeludas? ¿Por qué esos bocapeludas de Rangers de Texas nos persiguen cuando lo único que queremos es que nos dejen solos? He oído hablar de conversaciones que han tenido los jefes blancos con mis hermanos. Se me ha dicho que esas conversaciones son pacíficas y que se han hecho promesas. Pero también se me ha dicho que las promesas siempre han sido rotas. Si los jefes blancos acuden para vernos, ¿cómo conocemos cuál es el verdadero contenido de sus mentes? ¿Debemos aceptar sus regalos? ¿Debemos firmar los papeles para demostrar que habrá paz entre nosotros? Cuando yo era un muchacho, gran número de comanches acudieron a una casa de la ley en Texas para asistir a una gran reunión con los jefes blancos y todos ellos fueron muertos a tiros.

El teniente intentaba proporcionar respuestas razonadas ante las preguntas de Pájaro Guía, pero, en el mejor de los casos, eran teorías débiles y, si se veía presionado, terminaba diciendo, inevitablemente:

—En realidad, no lo sé.

Hablaba con cuidado, pues se daba cuenta de la profunda preocupación que existía por detrás de las preguntas planteadas por Pájaro Guía, y no se atrevía a decir lo que pensaba en realidad. Si los blancos decidían acudir a aquellos territorios, empleando para ello toda su fuerza, el pueblo indio sería inevitablemente dominado, sin que importara lo duramente que luchara. Serían totalmente derrotados, aunque sólo fuera debido al armamento.

Al mismo tiempo, tampoco podía decirle a Pájaro Guía que no hiciera caso de sus preocupaciones. Tenía motivos para sentirse preocupado. Lo que sucedía era que, sencillamente, el teniente no podía decirle la verdad. Pero tampoco podía mentirle al chamán. Se encontraba situado entonces en una especie de empate y, al verse arrinconado, Dunbar prefirió ocultarse tras un muro de ignorancia, confiando en que surgieran otros temas nuevos y más agradables.

Pero cada día, como una mancha que se niega a desaparecer, surgía una y otra vez la misma pregunta:

—¿Cuántos más vendrán?

Poco a poco, En Pie con el Puño en Alto empezó a esperar con ilusión las horas que pasaba en el cobertizo.

Ahora que la tribu ya le había aceptado, Bailando con Lobos dejó de ser el gran problema que había sido en otro tiempo. Su conexión con la sociedad blanca había palidecido y aunque lo que él representaba seguía siendo algo temible, el soldado, por sí solo, no lo era. En realidad, ahora ya ni siquiera parecía un soldado.

Al principio, la notoriedad que rodeó la actividad desarrollada en el cobertizo molestó a En Pie con el Puño en Alto. El proceso de aprendizaje de Bailando con Lobos, su presencia en el campamento y el papel clave que ella jugaba como intermediaria, se convirtieron en temas de conversación constante en todo el poblado. La fama que ello le aportó hizo que se sintiera incómoda, como si estuviera siendo observada. Ella era especialmente sensible a la posibilidad de crítica por haber esquivado los deberes rutinarios cuyo cumplimiento se esperaba de toda mujer comanche. Era cierto que el propio Pájaro Guía la había disculpado, pero no por ello dejaba de sentirse preocupada.

No obstante, al cabo de dos semanas se dio cuenta de que no se materializaba ninguno de estos temores, y el nuevo respeto del que disfrutaba ahora estaba teniendo un efecto benéfico sobre su personalidad. Su sonrisa era más rápida y sus hombros más erguidos. La importancia de su nuevo papel se reflejaba incluso en su paso, que adquiría ahora un nuevo sentido de autoridad, visible para todos. Su vida se estaba engrandeciendo, y en el interior de sí misma ella sabía que eso era bueno.

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