«Cisco» no iba a marcharse a ninguna parte y el teniente jugueteó por un momento con la idea de dejar el corral abierto. Al final, sin embargo, decidió que la desaparición del corral violaría el espíritu de la campaña de limpieza, así que tardó otra hora en arreglar la cerca.
Luego, extendió la lona delante de la cabaña donde dormía y hundió los postes lo más profundamente que pudo, apretando la pesada tierra a su alrededor, para que los sostuviera.
Había empezado a hacer calor y una vez que hubo terminado con los postes, el teniente se encontró entrando penosamente en la sombra que le ofrecía la cabaña de techo de paja. Se sentó en el borde de la cama, y apoyó la espalda contra la pared. Sentía los ojos pesados. Se dejó caer en el jergón para descansar un poco y no tardó en quedarse profunda y deliciosamente dormido.
Se despertó en plena forma, con la impresión de bienestar sensual que produce el haberse rendido por completo, en este caso a una pequeña siesta. Se desperezó lánguidamente; luego dejó caer una de las manos al costado de la cama y jugueteó con el suelo sucio, como si fuera un niño que estuviese soñando.
Se sentía maravillosamente bien allí tumbado, sin nada que hacer, y se le ocurrió pensar entonces que, además de inventarse sus propias obligaciones, también podría decidir su propio ritmo. Al menos por el momento. Decidió que, del mismo modo que se había rendido a la siesta, también se mostraría más flexible con respecto a otros placeres. Y así, se dijo a sí mismo que no le vendría nada mal ser un poco más perezoso.
Las sombras entraban por la puerta de la cabaña y, curioso por saber durante cuánto tiempo había dormido, Dunbar se metió una mano en los pantalones y extrajo el sencillo y viejo reloj de bolsillo que había sido el de su padre. Cuando se lo acercó a la cara se dio cuenta de que se había parado. Por un momento, consideró la idea de ponerlo en marcha con una hora aproximada, pero en lugar de eso dejó el viejo y gastado reloj sobre su estómago y se hundió en una profunda meditación.
¿Qué importaba ahora el tiempo? En realidad, ¿había importado alguna vez? Bueno, quizá fuera necesario, por ejemplo, en el movimiento de las cosas, los hombres y los materiales; o para cocinar las cosas correctamente; o para las escuelas, las bodas, los servicios religiosos o el ir a trabajar.
Pero ¿qué importaba eso aquí?
El teniente Dunbar se lio un cigarrillo y colgó la reliquia familiar en un conveniente clavo situado a medio metro por encima de la cama. Se quedó mirando fijamente los números de la esfera del reloj mientras fumaba, pensando que sería mucho más eficiente trabajar cuando una persona se sintiera con ganas de hacerlo, comer cuando se tuviera hambre o dormir cuando se tuviera sueño.
Dio una larga chupada al cigarrillo y lanzó una bocanada de humo azulado, poniéndose las manos por detrás de la cabeza, con expresión de satisfacción.
«Qué bueno sería vivir sin tiempo durante una temporada», pensó.
De pronto, escuchó el sonido de unos pesados pasos en el exterior. Se iniciaron, se detuvieron y se volvieron a escuchar. Una sombra en movimiento pasó ante la entrada de la cabaña y un momento más tarde la enorme cabeza de «Cisco» apareció a través del umbral. Tenía las orejas levantadas y los ojos muy abiertos, con una expresión de asombro. Parecía como un niño que hubiera invadido la intimidad del dormitorio de sus padres un domingo por la mañana.
El teniente Dunbar lanzó una fuerte risotada. El caballo dejó caer las orejas e imprimió a su cabeza una sacudida larga y casual, como si aparentara que aquella situación un tanto embarazosa no se hubiese producido. Sus ojos registraron la habitación con actitud imparcial. Luego miró directamente al teniente y movió uno de los cascos de la forma en que hacen los caballos cuando quieren espantarse las moscas.
Dunbar sabía que el animal quería algo.
Probablemente, salir a cabalgar un rato.
Había estado ocioso durante dos días.
El teniente Dunbar no era un jinete diestro. Nunca había recibido enseñanzas acerca de las sutilezas de la equitación. Su estructura, engañosamente fuerte a pesar de su delgadez, nunca se había sometido a ejercicios atléticos organizados. Pero algo le sucedía con los caballos. Esos animales siempre le habían gustado, desde que era un muchacho; quizá fuera ésa la razón. Aunque, en realidad, la razón no importa mucho. Lo que importa es que algo extraordinario sucedía cuando Dunbar saltaba a la grupa de un caballo, sobre todo si era un animal tan bien dotado como «Cisco».
Entre los caballos y el teniente Dunbar se producía una comunicación instantánea. Él tenía la habilidad para descifrar el lenguaje de un caballo. Y una vez que lo dominaba, el único límite era el cielo. Había dominado el dialecto de «Cisco» casi de inmediato, y había pocas cosas que ambos no pudieran hacer juntos. Cuando cabalgaban, lo hacían con la gracia de un grupo de danza.
Y cuanto más puro fuese el estilo, tanto mejor. Dunbar siempre había preferido un lomo desnudo antes que una silla, pero el ejército, claro está, no permitía esa clase de cosas. La gente se hacía daño y no había ni que pensar en ello durante las largas campañas militares.
Así que cuando el teniente entró en el barracón de avituallamiento en penumbras, extendió la mano automáticamente en busca de la silla, que había dejado en un rincón.
Se detuvo en medio de su gesto y reflexionó. El único ejército que había allí era él, y sabía que no se haría ningún daño por montar a pelo.
Así pues, tomó la brida de «Cisco» y dejó la silla donde estaba.
Estaban apenas a veinte metros del corral cuando volvió a ver el lobo. Le miraba fijamente desde el mismo lugar que había ocupado el día anterior, sobre el borde de la escarpadura situada al otro lado del río.
El lobo había empezado a moverse, pero cuando vio a «Cisco» se detuvo, se quedó como petrificado y luego, muy lentamente, volvió a su posición original y miró de nuevo al teniente, con fijeza.
Dunbar le devolvió la mirada con mayor interés del que había demostrado el día anterior. Se trataba del mismo lobo, de eso no cabía duda, con dos manchas blancas en las patas delanteras. Era grande y recio, pero hubo algo en él que le dio a Dunbar la impresión de que ya había dejado atrás su mejor edad. Su pelaje estaba sucio, y el teniente creyó distinguir una línea tortuosa a lo largo del hocico, lo que probablemente sería una vieja cicatriz. Mostraba una actitud alerta que sólo podía aprenderse con la edad. Parecía estar observándolo todo, sin mover un solo músculo. Sabiduría, ésa fue la palabra que acudió a la mente del teniente. La sabiduría es el premio que se alcanza después de haber sobrevivido muchos años, y el viejo animal aleonado de mirada vigilante había sobrevivido algo más de lo que le había correspondido.
«Es extraño que haya vuelto», pensó el teniente Dunbar.
Hizo avanzar ligeramente a «Cisco» y, al hacerlo, distinguió por el rabillo del ojo un cierto movimiento y miró hacia el otro lado del río.
El lobo también se había movido.
De hecho, siguió avanzando a medida que lo hacía él. Continuó así durante unos cien metros más, antes de que el teniente hiciera detener a «Cisco» de nuevo.
El lobo también se detuvo.
Dejándose guiar por un impulso, el teniente hizo dar a «Cisco» un cuarto de giro y se quedó mirando hacia el otro lado de la hondonada, directamente a los ojos del lobo. Y el teniente estuvo seguro de haber podido leer algo allí. Algo parecido a una sensación de nostalgia.
Estaba empezando a pensar en qué podía significar aquella impresión de nostalgia cuando el lobo bostezó y se volvió. Se lanzó a un ligero trote y no tardó en desaparecer.
13 de abril de 1863
Aunque estoy bien abastecido, he decidido racionar mis posesiones. La guarnición desaparecida o su relevo deberían estar aquí en cualquier momento. No me imagino que ahora puedan tardar mucho más tiempo.
En cualquier caso, me esfuerzo por consumir los productos de la forma en que lo haría si yo formara parte de esa guarnición, en lugar de ser su único miembro. Será duro cuando se me acabe el café, pero haré lo que pueda.
He empezado la confección del toldo. Si mis manos, que ahora están en un pobre estado, se ponen a funcionar por la mañana, es posible que tenga listo el toldo por la tarde.
Esta tarde he salido para efectuar una corta patrulla. No he descubierto nada.
Hay un lobo que parece muy interesado por lo que sucede aquí. Sin embargo, no da la impresión de que vaya a resultar una molestia y, aparte de mi caballo, es el único visitante que he tenido. En los dos últimos días, ha aparecido cada tarde. Si vuelve mañana, lo llamaré «Dos calcetines» tiene unas manchas blancas como la leche en las dos patas delanteras.
Tte. John J. Dunbar, EE.UU.
Los pocos días siguientes transcurrieron con suavidad.
El teniente Dunbar recuperó el uso de sus manos y el toldo quedó levantado. Veinte minutos después de haber terminado la tarea, cuando se estaba relajando bajo su sombra, apoyado sobre un barril, liando un cigarrillo, aumentó de pronto la fuerza de la brisa y el toldo se desmoronó sobre él.
Sintiéndose ridículo, salió a rastras, estudió el fallo durante unos pocos minutos y se le ocurrió la idea de instalar alambres de guía como solución. En lugar de alambre, utilizó cuerda y antes de que se pusiera el sol volvió a encontrarse a la sombra, con los ojos cerrados, fumando otro cigarrillo liado a mano, escuchando el agradable sonido de la lona movida suavemente por el viento, sobre su cabeza. Luego, utilizando una bayoneta, abrió una amplia ventana en la cabaña de paja, y extendió un trozo de lona sobre ella.
Trabajó largo y duro en el barracón de avituallamiento, aunque consiguió pocos progresos, a excepción de dejar libre una gran parte de la pared en mal estado. El resultado final de sus esfuerzos fue la aparición de un gran agujero. La paja original se desmoronaba cada vez que intentaba volverla a colocar, así que el teniente Dunbar se limitó a cubrir el agujero con otra sábana hecha a base de lona y se despreocupó de lo demás. El barracón de avituallamiento había sido un caso perdido desde el principio.
A últimas horas de las tardes, tumbado en su camastro, Dunbar pensaba una y otra vez en el problema del barracón de avituallamiento, pero a medida que transcurrieron los días fue dejando de pensar en él. El tiempo había sido muy bueno hasta entonces, sin que apareciera nada de la violencia característica de la primavera. La temperatura no podía ser más perfecta, el aire era suave como una pluma, la brisa era dulce y a últimas horas de las tardes hacía oscilar la lona que le servía de cortina para la ventana, por encima de su cabeza.
Los pequeños problemas diarios parecían fáciles de resolver a medida que transcurría el tiempo, y cuando terminaba de realizar su trabajo, el teniente se tumbaba en el jergón, con el cigarrillo encendido y se maravillaba ante la paz que sentía. Invariablemente, terminaba por sentir los ojos pesados y adquirió así la costumbre de dormir una media hora de siesta antes de la cena.
«Dos calcetines» se convirtió en una costumbre. Cada atardecer aparecía en su lugar habitual de la escarpadura y, al cabo de dos o tres días, el teniente Dunbar empezó a considerar como seguras las idas y venidas de su silencioso visitante. Ocasionalmente, observaba al animal que aparecía ante su vista, llegando al trote, pero lo más frecuente era que levantara la vista mientras llevaba a cabo alguna tarea, y lo viera de pronto allí, sentado sobre sus cuartos traseros, mirando fijamente desde el otro lado del río, con aquella curiosa pero inconfundible mirada de nostalgia.
Un atardecer, mientras «Dos calcetines» observaba, dejó junto al río un trozo de tocino del tamaño de un puño. A la mañana siguiente no quedaba ningún vestigio del tocino y aunque no tenía prueba alguna de que fuera así, Dunbar estuvo seguro de que «Dos calcetines» se lo había llevado.
El teniente Dunbar echaba de menos algunas cosas. Por ejemplo, la compañía de personas. Echaba de menos el placer de tomar una copa. Pero, sobre todo, echaba de menos a las mujeres, o más bien a una mujer. No es que pensara exactamente en el sexo, sino más bien en la necesidad de compartir. Cuanto más instalado se sentía en aquel estilo de vida libre y fácil en Fort Sedgewick, tanto más deseaba poder compartirlo con alguien, y al pensar en el elemento que le faltaba, hundía la barbilla y se quedaba mirando fija y tristemente hacia la nada.
Afortunadamente, estos estados de ánimo desaparecían con rapidez. Lo que pudiera faltarle era bien poco a la luz de lo que tenía. Su mente era libre. No había trabajo ni juego. Todo era una sola y misma cosa. No importaba que estuviera acarreando agua desde la corriente o disfrutando de una buena cena. Todo era lo mismo para él, y nada le parecía aburrido. Se imaginaba a sí mismo como una corriente individual en un río profundo. Estaba separado y, sin embargo, formaba parte del conjunto, todo al mismo tiempo. Era una sensación maravillosa.
Le encantaban las salidas diarias de reconocimiento, a lomos de «Cisco». Cada día cabalgaban en una dirección diferente, y a veces se alejaban hasta ocho o nueve kilómetros del fuerte. No vio búfalos, ni indios. Pero esa desilusión tampoco fue muy grande para él. La pradera era un lugar magnífico, resplandeciente de flores y lleno de caza. El pasto de los búfalos era lo mejor, tan vivo como un océano, ondulándose al viento en toda la extensión que eran capaces de abarcar sus ojos. Sabía que jamás se cansaría de aquella vista.
La tarde anterior al día en que el teniente Dunbar lavó su colada, él y «Cisco» se habían alejado poco más de un kilómetro del puesto cuando, por casualidad, miró por encima del hombro y allí estaba «Dos calcetines», siguiéndoles con su fácil trotecillo, a unos doscientos metros de distancia.
El teniente Dunbar detuvo su montura y el lobo aminoró el paso. Pero no se detuvo.
Miró con los ojos muy abiertos y reanudó el trotecillo. Al llegar a su altura, el viejo lobo se detuvo entre la hierba alta, a unos cincuenta metros a la izquierda de donde estaba el teniente, y se acomodó sobre sus cuartos traseros, a la espera de una señal para reanudar el paseo.
Siguieron cabalgando, internándose más y más en la pradera, y «Dos calcetines» les siguió. La curiosidad de Dunbar le indujo a efectuar varias paradas y reinicios de la marcha a lo largo del camino. «Dos calcetines», con los ojos amarillos siempre vigilantes, se detuvo y reinició la marcha en cada ocasión en que él lo hizo.