Ató corto al caballo, para impedirle que se echara en el polvo, y regresó a la cabaña de paja. Una vez allí, sacó su uniforme y repasó cada centímetro de la tela con un fino cepillo, arrancando briznas de paja y las más pequeñas hilachas sueltas. Le sacó brillo a todos los botones. De haber tenido pintura, habría podido darles un toque a las charreteras y las cintas amarillas que corrían por la parte exterior de cada pernera del pantalón. Lo hizo con el cepillo y un poco de saliva. Una vez que hubo terminado el uniforme tenía un aspecto algo más que pasable. Escupió y sacó brillo a las botas de montar nuevas que le llegaban a la altura de la rodilla, y las dejó junto al uniforme, que previamente había extendido sobre la cama.
Cuando le llegó el turno a él mismo, tomó una toalla basta y la bolsa del afeitado, y bajó a toda prisa hasta la corriente. Se metió en el agua, se enjabonó a conciencia, se enjuagó y salió del agua. Toda esta operación la hizo en menos de cinco minutos. Luego, llevando mucho cuidado de no cortarse, el teniente se afeitó dos veces. Una vez que pudo pasarse la mano por la mandíbula y el cuello sin encontrar una sola punta de pelo, volvió a subir al risco y se vistió.
«Cisco» inclinó el cuello y se quedó observando con extrañeza a la figura que se le acercó, prestando una atención especial al brillante fajín rojo que colgaba de la cintura del hombre. Aunque el fajín no hubiera estado allí, lo más probable es que el caballo hubiera permanecido con la mirada fija en la figura. Hasta entonces, nadie había visto al teniente Dunbar vestido de ese modo. «Cisco», desde luego, no lo había visto, y conocía a su amo tan bien como cualquiera.
El teniente siempre se había vestido para salir del paso, poniendo muy poco énfasis en el resplandor de los desfiles, las inspecciones o los encuentros con los generales.
Pero si las más exquisitas mentes del ejército se hubieran unido para imaginar a un joven oficial perfecto, habrían terminado por pensar en la imagen que ofrecía el teniente Dunbar en esta mañana de mayo, tan clara como el cristal.
Desde los pies a la cabeza, pasando por el gran revólver de la Marina que le colgaba suavemente de la cadera, era lo que toda mujer joven hubiera podido soñar como un hombre en uniforme. La visión que ofrecía estaba tan llena de color y brillo, que ningún corazón femenino habría dejado de latir un poco más fuerte ante su presencia, y hasta la cabeza más cínica se habría visto impulsada a girarse, o los labios más apretados habrían formado unas palabras: «¿Qué es eso?».
Después de deslizar el freno por la boca de «Cisco», se sujetó a la crin del animal y saltó sin esfuerzo alguno sobre el reluciente lomo del caballo de color canela. Se acercaron al paso al barracón de avituallamiento, donde el teniente se inclinó y tomó el guion y la bandera que estaban apoyadas contra la pared. Introdujo la punta del guion en su bota izquierda, sujetó el estandarte con la mano izquierda y guio a «Cisco» hacia la pradera abierta.
Cuando ya se había alejado unos cien metros, Dunbar se detuvo y miró hacia atrás, sabiendo que existía la posibilidad de no volver a ver aquel lugar nunca más. Observó la posición del sol y supo que no era más tarde de media mañana. Así pues, dispondría de mucho tiempo para encontrarlos. Allá a lo lejos, hacia el oeste, distinguió la nube plana de humo que había aparecido en el mismo sitio desde hacía tres mañanas. Tendrían que ser ellos.
El teniente bajó la mirada, observándose las puntas de las botas. Reflejaban la luz del sol. Un ligero suspiro de duda surgió de su pecho, y por una fracción de segundo deseó haber podido tomar un buen trago de whisky. Luego, azuzó ligeramente a «Cisco» y el pequeño caballo emprendió un trote en dirección hacia el oeste. Se había levantado una ligera brisa y la bandera ondeaba mientras él cabalgaba para encontrarse… con no sabía qué.
Pero él avanzaba.
Sin haber sido planeado en absoluto, el duelo de En Pie con el Puño en Alto estaba muy ritualizado.
Ella no tenía la menor intención de morir ahora. Lo único que deseaba era limpiar lo más completamente posible el almacén de dolor que había en su interior. Quería llevar a cabo una limpieza lo más profunda posible, así que se tomó su tiempo.
De una forma serena y metódica cabalgó durante una hora antes de encontrar un lugar que le pareció adecuado, un lugar donde, probablemente, se congregarían los dioses.
Para cualquiera que viviera en la pradera la ligera elevación del terreno pasaría por una colina. Para cualquier otra persona no sería más que un pequeño altozano, como si fuera una diminuta hinchazón en un mar ancho y plano. En su cresta había un único árbol, un nudoso y viejo roble que, de algún modo, seguía aferrándose a la vida, a pesar de haber sido mutilado por el paso de los años. Era el único árbol que podía verse en cualquier dirección que se mirara.
Se trataba de un lugar muy solitario. Y parecía ser el lugar justo. Subió a lo más alto, desmontó del poni, caminó unos pocos pasos, bajando por la pendiente trasera de la colina y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas.
La brisa le agitaba ligeramente las trenzas, así que levantó los brazos, se las deshizo y dejó el cabello de color cereza suelto al viento. Cuando cerró los ojos, empezó a balancearse con suavidad hacia adelante y hacia atrás, y concentró sus pensamientos en el terrible acontecimiento que había ocurrido en su vida, haciéndolo de tal modo que excluyó cualquier otra cosa.
Pocos minutos más tarde, las palabras de una canción cobraron forma en su cabeza. Abrió la boca y surgieron los versos, con fuerza y seguridad, como si se hubiera tratado de algo previamente ensayado.
Su canto fue alto. A veces, su voz se resquebrajaba, pero cantó con todo su corazón, y con una belleza que sobrepasaba cualquier sonido dulce al oído. Primero fue una canción sencilla, en la que celebraba las virtudes del fallecido como guerrero y como esposo. Al final de la canción repitió un estribillo. Decía:
Fue un gran hombre. Fue grande para mí.
Se detuvo un momento, antes de cantar estas palabras. Elevando los ojos cerrados hacia el cielo, En Pie con el Puño en Alto extrajo el puñal de la funda y se hizo deliberadamente un corte de unos cinco centímetros en el antebrazo. Dejó caer la cabeza y echó una mirada rápida hacia el corte. La sangre brotaba bien. Reanudó después su cántico, sosteniendo el cuchillo en una mano.
En el transcurso de la hora siguiente, volvió a herirse varias veces más. Las incisiones eran superficiales, pero producían mucha sangre, y eso agradaba a En Pie con el Puño en Alto, porque a medida que se le aligeraba la cabeza, aumentaba su grado de concentración.
Su cántico fue bueno. En él narró toda la historia de sus vidas como no habría podido hacerlo hablando con alguien. No se dejó nada, sin entrar en detalles. Finalmente, cuando hubo formado un hermoso verso en el que imploraba al Gran Espíritu que le diera a su esposo un lugar honroso en el mundo situado más allá del sol, un repentino estremecimiento de emoción se apoderó de ella. Había pocas cosas que no hubiera expresado en su cántico. Ahora, estaba terminando y eso significaba la despedida para siempre.
Las lágrimas inundaron sus ojos al tiempo que se levantaba el vestido de piel de gamo para hacerse un corte en uno de los muslos. Hizo deslizar la hoja sobre la pierna con rapidez, y emitió un pequeño gemido. Esta vez, el corte había sido bastante profundo. Tenía que haber alcanzado una gran vena o arteria porque cuando En Pie con el Puño en Alto bajó la mirada pudo ver que la sangre brotaba a borbotones, con cada uno de los latidos de su corazón.
Podía intentar detener la hemorragia, o podía seguir cantando.
En Pie con el Puño en Alto eligió esto último. Se sentó con los pies extendidos, dejando que la sangre empapara la tierra mientras elevaba la cabeza hacia el cielo y gemía las palabras:
Será bueno morir.
Será bueno ir con él.
Yo iré tras él.
Como la brisa le daba en la cara, ella no escuchó la llegada del jinete.
En cuanto a él, al darse cuenta de la ligera elevación, decidió que, puesto que no había visto nada aún, sería un buen lugar desde donde mirar. Si, una vez que llegara arriba, seguía sin ver nada, podía subirse a aquel viejo árbol.
El teniente Dunbar se encontraba a medio camino pendiente arriba cuando el viento trajo hasta sus oídos un sonido extraño y triste. Avanzando con precaución, llegó a lo alto de la colina y vio a una persona sentada sobre la tierra, unos pocos pasos más abajo de la otra ladera. No pudo saber con seguridad si se trataba de un hombre o de una mujer. Pero no cabía la menor duda de que era un indio.
Un indio que cantaba.
Permaneció montado sobre «Cisco», quieto, y estaba así cuando, de pronto, la persona se volvió hacia él.
Él no pudo haber sabido de qué se trataba, pero lo cierto fue que, de repente, En Pie con el Puño en Alto supo que había algo detrás de ella y fue entonces cuando se volvió.
Sólo captó una visión fugaz del rostro por debajo del sombrero, antes de que una repentina ráfaga de aire hiciera que la bandera de colores cubriera la cabeza del hombre.
Pero aquel vistazo fue suficiente. Supo entonces que se trataba de un soldado blanco.
No saltó, ni echó a correr. Había algo fascinante en la imagen de aquel soldado solitario a caballo. La gran bandera de colores, el brillante poni y el sol reflejándose en los adornos de sus ropas. Y un instante más tarde la cara azotada por la bandera desplegada y agitada por el viento: una cara de aspecto duro y joven, con unos ojos brillantes. En Pie con el Puño en Alto parpadeó varias veces, sin estar muy segura de saber si lo que veía era una visión o una persona de carne y hueso. Nada se había movido, excepto la bandera.
Luego, el soldado se movió ligeramente sobre su montura. Era una persona real. Ella rodó entonces sobre sus rodillas y empezó a alejarse pendiente abajo. No hizo ningún ruido, ni se precipitó. En Pie con el Puño en Alto había despertado de una pesadilla para encontrarse en otra, una que era bien real. Se movió con lentitud porque se sentía demasiado horrorizada como para echar a correr.
Dunbar se sintió impresionado cuando le vio la cara. No pronunció las palabras, ni siquiera en su mente, pero, de haberlo hecho, el teniente habría preguntado algo así como: «¿Qué clase de mujer es ésta?».
El rostro pequeño y anguloso, el enmarañado cabello color cereza, los ojos llenos de inteligencia, lo bastante salvajes como para amar u odiar con igual intensidad…, todo eso le desconcertó por completo. En ese momento no se le ocurrió pensar que ella pudiera no ser una mujer india, porque en su mente sólo hubo una cosa.
Jamás había visto a una mujer cuyo aspecto fuera tan original.
Antes de poder moverse o decir algo, ella rodó sobre sus rodillas y entonces él se dio cuenta de que estaba cubierta de sangre.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró. Pero no fue hasta que ella hubo bajado rodando toda la pendiente cuando levantó una mano y gritó—: ¡Espera!
Al escuchar el sonido de la palabra, En Pie con el Puño en Alto se puso en pie de un salto y echó a correr, tambaleante. El teniente Dunbar trotó tras ella, rogándole que se detuviera. Cuando se encontraba a unos pocos metros de distancia, En Pie con el Puño en Alto miró hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó entre la alta hierba.
Cuando llegó junto a ella, la mujer se arrastraba a gatas, y cada vez que se inclinó hacia ella tuvo que apartarse, como si temiera tocar a un animal herido. Cuando finalmente la tomó por los hombros, ella se giró de espaldas y extendió las garras de sus uñas hacia su rostro.
—Estás herida —dijo él, apartándole las manos—. Estás herida.
Durante unos pocos segundos, la mujer luchó con dureza, pero la energía se le acabó con rapidez, y él la sujetó por los puños en un abrir y cerrar de ojos. Utilizando los últimos restos de fortaleza, la mujer corcoveó y pateó por debajo de él y, al hacerlo, algo extraño sucedió.
Inmersa en el delirio de su lucha, pronunció una sola palabra en inglés, una palabra que no había pronunciado desde hacía muchos años. Le surgió de la boca antes de que pudiera evitarlo.
—¡No!
Eso hizo que ambos se detuvieran de pronto. El teniente Dunbar apenas si podía creer lo que acababa de escuchar, y En Pie con el Puño en Alto tampoco creía que hubiera sido capaz de decirlo.
Echó la cabeza hacia atrás y dejó que su cuerpo se hundiera contra la tierra. Aquello fue demasiado para ella. Murmuró unas pocas palabras comanches y perdió el conocimiento.
La mujer tendida sobre la hierba seguía respirando. La mayoría de sus heridas eran superficiales, pero la que mostraba en el muslo era peligrosa. La sangre seguía brotando por allí, y el teniente se maldijo a sí mismo por haberse quitado y tirado el fajín rojo a uno o dos kilómetros de distancia. Eso le habría permitido hacer un torniquete perfecto.
Para entonces ya había estado dispuesto a desprenderse de más cosas. Cuanto más cabalgaba y cuanto menos veía, tanto más ridículo le parecía su plan. Se había quitado y arrojado el fajín por considerarlo como algo ridículo y, en realidad, estúpido, y ya estaba casi dispuesto a arriar la bandera (que también le parecía una estupidez) y regresar a Fort Sedgewick cuando vio el altozano y el árbol solitario. Su cinturón era nuevo y demasiado rígido así que, utilizando el propio cuchillo de la mujer, cortó una tira de la tela de la bandera y la ató en la parte superior del muslo. El flujo de sangre disminuyó en seguida, pero aún necesitaba una compresa. Se quitó el uniforme, se sacó los calzoncillos largos y cortó la ropa interior por la mitad. Después dobló la ropa, la colocó sobre la herida y la apretó. Durante diez terribles minutos, el teniente Dunbar estuvo arrodillado junto a ella, desnudo sobre la hierba, apretando con ambas manos la compresa. Y hubo un momento en que la creyó muerta. Aplicó una oreja sobre su pecho y escuchó con atención. El corazón latía aún.
Tener que arreglárselas a solas era difícil y le enervaba, sin saber quién era aquella mujer, sin saber si viviría o moriría. Hacía calor sobre la hierba, al pie de la ladera, y cada vez que se limpiaba el sudor que le goteaba sobre los ojos, se dejaba una mancha de la sangre de ella sobre la cara. De vez en cuando, levantaba la compresa y echaba un vistazo. Y cada vez se sentía frustrado al comprobar que la sangre no dejaba de brotar. Entonces, volvía a colocarle la compresa en seguida.