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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (9 page)

BOOK: Bailando con lobos
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Cuando finalmente volvieron a abordar la delicada cuestión de qué hacer con el hombre blanco, los ojos de Diez Osos se cerraban y ya empezaba a cabecear. Estaba claro que aquella noche no llegarían a ninguna parte. El anciano ya roncaba ligeramente cuando los demás abandonaron en silencio su tienda.

Así pues, el tema quedó sin resolver.

Pero eso no quería decir que no se hiciera nada al respecto.

En cualquier grupo pequeño y estrechamente relacionado resulta muy difícil guardar secretos, y aquella misma noche, algo más tarde, el hijo de catorce años de Cuerno de Toro escuchó a su padre comentar en murmullos lo esencial de la discusión del consejo con un tío que había acudido a visitarle. Así, oyó hablar del fuerte y de Hombre Que Brilla Como La Nieve, y también del hermoso caballo color canela, la pequeña montura que Pájaro Guía había descrito como igual a diez ponis. Y eso fue algo que encendió su imaginación.

El hijo de Cuerno de Toro no pudo dormir guardando en la cabeza aquel conocimiento y aún más tarde aquella misma noche, salió sigilosamente de la tienda para contarles lo que sabía a sus dos mejores amigos, para hablar con ellos de la gran oportunidad con la que se habían encontrado.

Tal y como esperaba, Lomo de Rana y Risueño se resistieron al principio. Sólo había un caballo. ¿Cómo se podía dividir un caballo entre los tres? Eso no representaba gran cosa. Además, cabía la posibilidad de que hubiera un dios blanco rondando por allí. Todo eso daba mucho en qué pensar.

Pero el hijo de Cuerno de Toro estaba preparado para replicarles. Ya lo tenía todo pensado. En cuanto al dios blanco, ésa era la mejor parte. ¿Acaso no querían seguir todos ellos el sendero de la guerra? Y, cuando llegara el momento, ¿no tendrían que acompañar a guerreros veteranos? ¿Y no sería lo más probable que vieran muy poca acción directa? ¿No sería lo más probable que tendrían muy pocas oportunidades para distinguirse?

Pero lanzarse contra un dios blanco; tres muchachos contra un dios. Eso sí que sería algo digno de elogio. La gente podría componer canciones sobre eso. Si le arrancaban el caballo, habría buenas oportunidades para que cada uno de ellos se viera pronto al frente de una partida de guerra, en lugar de tener que seguir a los demás.

En cuanto al caballo, bueno, el hijo de Cuerno de Toro sería su propietario, pero los otros dos tendrían el derecho de montarlo. Podrían hacer carreras si así lo deseaban.

Y ahora, ¿quién se atrevía a decir que aquél no era un buen plan?

Sus corazones ya latían aceleradamente cuando atravesaron el río y eligieron tres buenas monturas de la manada. Se alejaron a pie del poblado, conduciendo a los caballos, y trazaron un amplio círculo, rodeándolo en un arco.

Una vez que estuvieron seguros de no ser escuchados, los muchachos montaron y azuzaron a sus ponis, lanzándolos al galope y cantando para fortalecer sus corazones. Cabalgaron así por la pradera a oscuras, manteniéndose cerca de la corriente que les llevaría directamente a Fort Sedgewick.

Durante dos noches, el teniente Dunbar fue todo un soldado, durmiendo con una oreja abierta.

Pero los muchachos que llegaron no lo hicieron como juerguistas que buscaran emociones. Se trataba de jóvenes comanches y estaban participando en la acción más seria de toda su vida.

El teniente Dunbar no les oyó llegar.

Luego, el galope de los cascos y los gritos de alegría le despertaron, pero para cuando logró salir casi a trompicones por la puerta de la cabaña ya no eran más que sonidos, fundidos con la vastedad de la pradera envuelta por la noche.

Los jóvenes cabalgaron con rapidez. Todo había salido perfectamente. Apoderarse del caballo había sido fácil y lo mejor de todo era que ni siquiera habían visto al dios blanco.

Pero no habían querido correr riesgos. Los dioses eran capaces de hacer muchas cosas fantásticas, sobre todo cuando se enojaban. Así que los jóvenes no se detuvieron ni a felicitarse por su éxito. Cabalgaron a galope tendido, decididos a no aminorar la marcha hasta haber alcanzado la seguridad del poblado.

Sin embargo, se encontraban apenas a tres kilómetros de distancia del fuerte, cuando «Cisco» decidió ejercer su voluntad. Y su voluntad no consistía en alejarse con aquellos jóvenes.

Iban lanzados todos a galope tendido cuando el caballo color canela dio de pronto un fuerte tirón y cambió de dirección. El hijo de Cuerno de Toro se vio desmontado de su poni como si se hubiera encontrado en su camino con la rama de un árbol.

Lomo de Rana y Risueño trataron de darle caza, pero «Cisco» siguió cabalgando, arrastrando la traílla tras él. Era capaz de alcanzar una gran velocidad, y cuando parecía que la velocidad se agotaba, su nervio se hacía cargo de la situación.

Los ponis de los indios no podrían haberlo alcanzado ni aunque hubieran estado frescos.

Dunbar acababa de prepararse una taza de café y estaba sentado con aspecto triste junto al fuego, cuando «Cisco» apareció trotando con naturalidad junto a la luz parpadeante de la hoguera.

El teniente se sintió más aliviado que sorprendido. El hecho de que le robaran el caballo le había enfurecido más que un abejorro. Pero «Cisco» ya había sido robado antes, dos veces para ser exactos, y el animal siempre había encontrado la forma de regresar, como si fuera un perro fiel.

El teniente Dunbar le quitó la traílla comanche, comprobó el estado del caballo por si tenía cortes y cuando el cielo ya empezaba a tornarse rosado por el este, bajó con él a la corriente de agua para que bebiera.

Mientras estaba sentado junto a la corriente, Dunbar observó la superficie. Los pequeños peces del río empezaban a morder las hordas de insectos invisibles que se posaban sobre la superficie del agua y, de repente, el teniente se sintió tan impotente como uno de aquellos diminutos insectos.

Los indios podrían haberlo matado con la misma facilidad con la que le habían robado el caballo.

La idea de la muerte le preocupó. «Podría estar muerto esta misma tarde», pensó. Pero lo que más le molestó fue la perspectiva de morir como un insecto.

Y en ese preciso momento, allí mismo, junto al río, decidió que si iba a tener que morir, eso no le sucedería estando en la cama.

Sabía que algo se había puesto en movimiento, algo que lo hacía vulnerable de una forma que le produjo un escalofrío por la espalda. Quizá él fuera un ciudadano de la pradera, pero eso no significaba que fuera aceptado. Él era como el chico recién llegado a la escuela. Los ojos de todos ellos estarían pendientes de él.

La espina dorsal aún le hormigueaba cuando condujo a «Cisco» de regreso al fuerte, pendiente arriba.

El hijo de Cuerno de Toro se había roto el brazo.

Fue entregado en manos de Pájaro Guía en cuanto el trío de jóvenes sucios y futuros guerreros entró en el poblado.

Los muchachos empezaron a preocuparse en cuanto el hijo de Cuerno de Toro descubrió que el brazo no le funcionaba. Si nadie hubiera resultado herido como consecuencia de su malograda incursión, podrían haberla mantenido en secreto. Pero las preguntas se plantearon inmediatamente y, aunque pudieran tener tendencia a arreglar un tanto los hechos, los jóvenes eran comanches, y los comanches tenían una gran dificultad para mentir. Incluso los muchachos.

Mientras Pájaro Guía actuaba sobre su brazo, y teniendo como oyentes a su padre y a Diez Osos, el hijo de Cuerno de Toro contó la verdad de lo que había sucedido.

No era nada insólito que un caballo robado se escapara de sus captores y regresara a su hogar, pero como cabía la posibilidad de que tuvieran que vérselas con un espíritu, la cuestión del caballo adquirió una gran importancia y los ancianos interrogaron más concienzudamente al muchacho herido.

Cuando éste les dijo que el caballo no había sido montado por ningún espectro, y que se había escapado deliberadamente, los rostros de sus mayores se hicieron notablemente más largos.

Se convocó en seguida otro consejo.

Esta vez, todo el mundo sabía ya de qué se trataba, pues la historia del infortunio de los muchachos se había convertido con gran rapidez en la comidilla de todo el poblado. Algunas de las personas más impresionables de la tribu sufrieron verdaderos ataques de nervios cuando se enteraron de que un extraño dios blanco podría estar merodeando por los alrededores, pero la mayoría continuó ocupándose de sus tareas habituales, con la sensación de que al consejo convocado por Diez Osos se le ocurriría algo.

No obstante, todo el mundo se sentía angustiado.

Sin embargo, sólo una persona de entre todos ellos se sintió verdaderamente aterrorizada.

Capítulo
10

Ella ya se sintió aterrorizada el verano anterior, cuando se descubrió que los soldados blancos habían llegado al territorio. La tribu nunca había llegado a encontrarse con los bocapeludas, como no fuera para matar a varios, en ocasiones aisladas. Ella había confiado en que nunca llegaran a encontrarse con ellos.

A finales del verano anterior, cuando robaron los caballos de los soldados blancos, sintió verdadero pánico y huyó. Estaba segura de que los soldados blancos acudirían al poblado. Pero no lo hicieron.

No obstante, no dejó de sentir un hormigueo hasta que se decidió que, sin sus caballos, los soldados blancos estaban prácticamente impotentes. Sólo a partir de entonces pudo relajarse un poco, aunque la horrible nube de temor que la siguió durante todo el verano sólo desapareció por completo cuando, finalmente, levantaron el campamento y emprendieron el camino hacia los territorios para pasar el invierno.

Ahora, el verano había vuelto otra vez, y durante todo el camino de regreso desde el campamento de invierno había rezado fervientemente para que los bocapeludas se hubieran marchado. Sus oraciones no habían sido contestadas y, una vez más, sus días se vieron envueltos por la preocupación, hora tras hora.

Su nombre era En Pie con el Puño en Alto.

Ella, de entre todos los comanches, sabía que el hombre blanco no era ningún dios. Sin embargo, la historia del encuentro de Pájaro Guía era algo que le extrañaba. ¿Un hombre blanco solo y desnudo? ¿Allí? ¿En el territorio de los comanches? Aquello no tenía sentido. Pero no importaba. Sin saber exactamente por qué, lo cierto era que ella sabía que no se trataba de ningún dios. Algo muy antiguo se lo decía así.

Escuchó la historia aquella misma mañana, cuando se dirigía a la tienda de una-vez-al-mes, la que se preparaba especialmente para las mujeres con la menstruación. Había estado pensando en su esposo. Normalmente, no le gustaba ir a aquella tienda, porque entonces echaba de menos su compañía. Él era maravilloso, un bravo, apuesto y, en conjunto, un hombre excepcional. Un esposo modelo. Nunca la había golpeado y aunque los dos bebés que había tenido habían muerto (uno al nacer y el otro unas pocas semanas más tarde), él se había negado con tozudez a tomar otra esposa.

La gente le había indicado la conveniencia de tomar otra esposa. Hasta la propia En Pie con el Puño en Alto se lo había sugerido. Pero él se había limitado a decir: «Tú ya son muchas», y ella no había vuelto a hablar del tema. En el fondo de su corazón, sin embargo, se sentía orgullosa de que él fuera feliz con ella sola.

Ahora, le echaba terriblemente de menos. Antes de que levantaran el campamento de invierno, había dirigido una gran partida contra los utes. Transcurrió casi un mes sin tener la menor noticia de él o de los otros guerreros. Y como ya estaba separada de él, acudir a la tienda de una-vez-al-mes no le pareció tan duro como otras veces. Esa mañana, mientras se preparaba para marcharse, la joven mujer comanche se sintió reconfortada al saber que una o dos buenas amigas estarían recluidas con ella, formando así un pequeño grupo con el que el tiempo pasaría con facilidad.

Pero cuando se dirigía a la tienda, escuchó contar la extraña historia de Pájaro Guía. Luego se enteró de la estúpida incursión nocturna. La mañana de En Pie con el Puño en Alto parecía haberle explotado delante del rostro. Una vez más, un gran temor se instaló sobre sus hombros, cuadrados y fuertes, como si fuera una manta de hierro, y cuando entró en la tienda de una-vez-al-mes se sentía muy conmocionada.

Pero era una mujer fuerte. Sus hermosos y ligeros ojos pardos, ojos que mostraban el brillo de la inteligencia, no revelaron nada durante la mañana, que se pasó cosiendo y charlando con las amigas.

Conocían el peligro. Toda la tribu lo conocía. Pero no servía de nada hablar de ello, así que nadie lo comentó.

Durante toda la tarde, su cuerpo duro y esbelto se movió por el interior de la tienda sin mostrar una sola señal de la pesada manta que soportaba.

En Pie con el Puño en Alto tenía veintiséis años de edad.

Y durante casi doce de esos años había sido una mujer comanche.

Ante de eso había sido una mujer blanca.

Y antes de eso había sido…, ¿qué?

Sólo pensaba en aquel nombre en las raras ocasiones en las que no podía evitar el pensar en los blancos. Entonces, por alguna razón inexplicable, el extraño nombre terminaba por aparecer delante de sus ojos.

«Oh, sí —pensó en comanche—. Ahora lo recuerdo. Antes de eso fui Christine». Entonces pensaba en el antes, y siempre le sucedía lo mismo. Era como atravesar una cortina vieja y nebulosa detrás de la cual dos mundos se convertían en uno solo, el viejo mezclándose con el nuevo. En Pie con el Puño en Alto era Christine, y Christine era En Pie con el Puño en Alto.

La piel de sus pies se había oscurecido con el paso de los años y la totalidad de su aspecto era claramente salvaje. Pero, a pesar de los dos embarazos completos por los que había pasado, su figura era como la de una mujer blanca.

Y su cabello, que se negaba a crecer más allá de los hombros y a permanecer recto, seguía mostrando una pronunciada tonalidad cereza. Y, desde luego, estaban los dos ojos, de un color pardo suave.

El mayor temor de En Pie con el Puño en Alto estaba bien fundado. Jamás podría escapar de él. Para un ojo blanco, la mujer que ahora estaba en la tienda de una-vez-al-mes, siempre tendría algo de extraño. Algo que no era del todo indio. Mientras que para los ojos de su propio pueblo siempre habría algo que no era del todo indio, ni siquiera después de todo aquel tiempo.

Era una carga terrible y pesada, pero En Pie con el Puño en Alto nunca hablaba de ella, y mucho menos se quejaba. La había soportado en silencio y con una gran valentía durante cada uno de los días de su vida india, y lo había hecho así por una razón monumental.

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