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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (8 page)

BOOK: Bailando con lobos
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Cuando su cabeza apareció por el risco, vio en seguida el poni castaño.

En ese mismo instante, distinguió la silueta que se movía bajo la sombra del toldo. Una fracción de segundo más tarde, la figura salió al sol y Dunbar se escondió, acurrucándose en una hendedura, justo por debajo del borde del risco.

Permaneció espatarrado sobre unas piernas temblorosas, con unas orejas tan grandes como platos, escuchando con una concentración que daba la impresión de que el oído fuera el único sentido que poseyera.

Su mente funcionó a toda velocidad. Unas imágenes fantásticas cruzaron ante los ojos cerrados del teniente. Pantalones con flecos. Mocasines con cuentas. Un hacha con pelo colgando de ella. Un peto de hueso reluciente. La pesada y brillante cabellera cayendo dividida a su espalda. Los ojos, negros y profundos. Una nariz grande. La piel del color de la arcilla. La pluma balanceándose en la brisa, en la parte posterior de la cabeza.

Sabía que se trataba de un indio, pero nunca había esperado nada tan salvaje, y la conmoción que le produjo le dejó tan atontado como si le hubieran propinado un mazazo en la cabeza.

Dunbar permaneció encogido por debajo del risco, con las nalgas rozando el suelo y unas gotas de sudor frío llenando poco a poco su frente. Apenas si era capaz de comprender lo que acababa de ver y tenía miedo de volver a mirar.

Escuchó el relincho de un caballo y, haciendo un esfuerzo para acumular todo su valor, atisbo lentamente por encima del risco.

El indio estaba en el corral. Se dirigía hacia «Cisco», llevando un lazo de cuerda en la mano.

En cuanto el teniente Dunbar vio esto, su parálisis se evaporó como por ensalmo. Dejó incluso de pensar, se puso en pie de un salto y acabó de subir a gatas a lo alto de la pendiente. Lanzó un grito y su rugido cortó la quietud como el restallido de un disparo.

—¡Eh, tú!

Pájaro Guía dio un verdadero salto en el aire.

Al girarse para enfrentarse a la voz que tanto le había asustado, el hechicero comanche se encontró frente a frente con la más extraña aparición que hubiera visto jamás.

Un hombre desnudo. Un hombre desnudo atravesando directamente el patio, blandiendo los puños, con la mandíbula adelantada y la piel tan blanca que casi dolían los ojos de mirarlo.

Pájaro Guía retrocedió, horrorizado, se enderezó y en lugar de saltar la cerca del corral, pasó justo a través de ella, derribándola, cruzó el patio a toda velocidad, saltó sobre su poni y salió de allí a todo galope como si llevara el diablo pegado a la cola de su caballo.

No se volvió a mirar ni una sola vez.

Capítulo
9

27 de abril de 1863

He tenido mi primer contacto con un indio salvaje.

Uno vino al fuerte y trató de robarme el caballo. Cuando aparecí, se asustó mucho y huyó. No sé cuántos más puede haber por las cercanías, pero supongo que donde hay uno seguro que hay muchos más.

Estoy tomando medidas para prepararme para otra visita. No puedo organizar una defensa adecuada, pero intentaré causar una gran impresión cuando vuelvan otra vez.

Sin embargo, sigo estando solo, y es posible que todo esté perdido, a menos que las tropas vengan rápidamente.

El hombre con el que me encontré era un tipo de un aspecto magnífico.

Tte. John J. Dunbar, EE.UU.

Dunbar se pasó los dos días siguientes tomando medidas, muchas de ellas destinadas a dar una impresión de fuerza y estabilidad. El hecho de que un solo hombre tratara de prepararse para la embestida furiosa de incontables enemigos podría haber parecido una verdadera locura, pero la verdad es que el teniente poseía una cierta fortaleza de carácter que le permitía trabajar muy duro precisamente cuando disponía de tan poco. Ése era un buen rasgo y ayudaba a hacer de él un buen soldado.

Continuó con sus preparativos como si no fuera más que otro hombre de la guarnición del fuerte. Su primera prioridad consistió en esconder las provisiones. Hizo una selección entre todo el inventario y separó los artículos más necesarios. Lo demás lo enterró con gran cuidado en agujeros que hizo alrededor del fuerte. Apiló las herramientas, la lámpara de petróleo, varias cajas de clavos y otros materiales de construcción, guardándolo todo en uno de los antiguos agujeros que habían servido como dormitorios de los hombres. Luego lo cubrió con un trozo de lona alquitranada y extendió montones de tierra sobre el lugar. Después de varias horas de trabajo meticuloso, el escondite daba toda la impresión de formar una parte natural de la pendiente.

Trasladó dos cajas de rifles y media docena de pequeños barriles de pólvora y balas hasta donde crecía la hierba alta. Allí, arrancó con la pala más de veinte trozos de pradera, cada uno de aproximadamente un pie cuadrado, sin arrancar por ello la hierba, y situados uno junto al otro. En ese mismo lugar, excavó un agujero profundo, de unos seis pies cuadrados, y enterró los pertrechos. Al final de la tarde ya había vuelto a colocar los trozos de tierra con la hierba, haciéndolo con tanto cuidado que ni el ojo más experimentado habría podido detectar cualquier perturbación de la zona. Marcó el lugar con una costilla reseca de búfalo, que enterró en el suelo formando un ángulo determinado a pocos metros por delante del lugar secreto.

En el barracón de avituallamiento encontró un par de banderas de Estados Unidos y, utilizando como mástiles dos de los postes del corral, las izó en ellos, colocando una sobre el tejado del barracón de suministros y la otra sobre su propio alojamiento.

Los paseos de la tarde se convirtieron a partir de entonces en cortas patrullas circulares que hacía alrededor del fuerte, sin perderlo nunca de vista.

«Dos calcetines» apareció como siempre sobre el risco de enfrente, pero Dunbar estuvo demasiado ocupado como para prestarle mucha atención.

Se acostumbró de nuevo a llevar el uniforme completo en cada ocasión, a mantener relucientes sus botas de montar, a procurar que el sombrero estuviera limpio de polvo y conservar el rostro bien afeitado. No iba a ninguna parte, ni siquiera a la corriente de agua, sin llevar consigo un rifle, una pistola y una canana llena de munición.

Después de dos días de febril actividad se sintió todo lo preparado que podía sentirse.

29 de abril de 1863

A estas alturas ya se debe de haber informado de mi presencia aquí. He terminado de hacer todos los preparativos que se me han ocurrido. Estoy a la espera.

Tte. John J. Dunbar, EE.UU.

Pero la presencia del teniente Dunbar en Fort Sedgewick no fue comunicada a nadie.

Pájaro Guía hizo que Hombre Que Brilla Como La Nieve se alejara de sus pensamientos. Durante dos días, el chamán permaneció sumido en sí mismo, profundamente perturbado por lo que había visto, haciendo grandes esfuerzos por comprender el significado de lo que, en un principio, creyó que se trataba de una alucinación de pesadilla.

Después de mucha reflexión, sin embargo, terminó por admitir que lo que había visto fue algo real.

Y, en cierto modo, esta conclusión ya no le creó más problemas. El hombre era real. Tenía vida. Estaba allí. Además de eso, Pájaro Guía también llegó a la conclusión de que Hombre Que Brilla Como La Nieve debía estar relacionado, de algún modo, con el destino de la tribu. En caso contrario, el Gran Espíritu no se habría molestado en presentarle la visión de aquel hombre.

Había aceptado la responsabilidad de adivinar el significado de todo esto, pero, por mucho que lo intentaba, no lo lograba. En su conjunto, la situación le preocupaba mucho más que cualquier otra cosa que él hubiera experimentado.

En cuanto regresó de aquel fatídico paseo hasta Fort Sedgewick, sus esposas se dieron cuenta de que algo le preocupaba. Pudieron observar un cambio muy claro en la expresión de sus ojos. Pero, aparte de cuidar a su esposo de una forma extra, las mujeres no dijeron nada y continuaron con su trabajo.

Había un puñado de hombres que, al igual que Pájaro Guía, ejercían una gran influencia en la tribu. De entre todos ellos, nadie era más influyente que Diez Osos. Era el más venerado de todos y, a los sesenta años, su vigor, su sabiduría, y la mano notablemente firme con la que guiaba a la tribu, sólo se veían superadas por su extraña habilidad para saber por qué caminos iban a soplar a continuación los vientos de la fortuna, independientemente de lo grandes o pequeños que éstos fueran.

Diez Osos pudo observar a primera vista que algo le había sucedido a Pájaro Guía, a quien consideraba como un miembro importante de la tribu. Pero él tampoco dijo nada. Tenía la costumbre de esperar y observar, y eso le servía bien.

Pero, después de transcurridos dos días, a Diez Osos le pareció evidente que algo muy grave tenía que haber sucedido, de modo que a últimas horas de aquella tarde hizo una visita casual al hogar de Pájaro Guía.

Durante veinte minutos, estuvieron fumando en silencio el tabaco del hechicero, antes de empezar a comentar pequeñas habladurías sobre cosas sin importancia. Justo en el momento adecuado, Diez Osos dirigió la conversación hacia aguas más profundas, planteando una pregunta general. Le preguntó a Pájaro Guía cómo se sentía, desde un punto de vista espiritual, acerca de las perspectivas para el verano.

El hechicero le comunicó que las señales eran buenas, pero sin entrar en mayores detalles. Un chamán que no se preocupara de hacer su trabajo de un modo bien elaborado era para Diez Osos como un obsequio sin valor. Por ello, estuvo seguro de que Pájaro Guía se había guardado algo.

Luego, con la habilidad de un diplomático maestro, Diez Osos preguntó acerca de la existencia de señales potencialmente negativas.

Las miradas de los dos hombres se encontraron. Diez Osos le había arrinconado de la forma más suave posible.

—Hay una —admitió Pájaro Guía.

Y en cuanto lo hubo dicho así, Pájaro Guía experimentó un alivio repentino, como si le hubieran desatado las manos. A continuación, lo dijo todo: el paseo, la visita al fuerte, el hermoso caballo de piel canela, y el Hombre Que Brilla Como La Nieve.

Una vez que hubo terminado, Diez Osos encendió de nuevo la pipa y aspiró pensativamente el humo, antes de dejarla entre ellos.

—¿Tenía el aspecto de un dios? —preguntó.

—No. Parecía un hombre —contestó Pájaro Guía—. Caminaba como un hombre, producía sonidos como los de un hombre. Su forma era la de un hombre. Hasta su sexo era el de un hombre.

—Nunca había oído hablar de un hombre blanco sin ropas —dijo Diez Osos con una expresión de recelo—. ¿Y es cierto que su piel reflejaba el sol?

—Escocía en los ojos.

Los dos hombres volvieron a guardar silencio. Al cabo de un rato, Diez Osos se levantó.

—Ahora me dedicaré a pensar en esto —dijo.

Diez Osos ahuyentó a todo el mundo de su tienda y permaneció sentado, a solas consigo mismo, durante más de una hora, pensando en lo que Pájaro Guía acababa de contarle.

Tuvo que pensar muy duro.

Sólo había visto hombres blancos en unas pocas ocasiones y, al igual que le sucedía a Pájaro Guía, no podía comprender su comportamiento. Debido a su acreditado gran número, tendrían que ser observados y, de algún modo, controlados, pero por el momento no habían sido más que una molestia permanente para la mente.

A Diez Osos nunca le gustaba pensar en ellos.

¿Cómo era posible que existiera una raza de mentalidad tan confusa?, pensó.

Pero se estaba desviando del tema y Diez Osos se reprendió internamente por su forma tan inconveniente de pensar. ¿Qué sabía él en realidad sobre el pueblo blanco? No sabía prácticamente nada… Eso, al menos, tenía que admitirlo.

Y como ejemplo estaba aquel extraño del fuerte. Quizá fuera un espíritu. Quizá fuese un tipo diferente de hombre blanco. Diez Osos admitió que cabía la posibilidad de que el ser que Pájaro Guía había visto fuera el primero de un pueblo completamente nuevo.

El viejo jefe suspiró para sí mismo, al tiempo que su cerebro amenazaba con desbordarse. Ya había demasiadas cosas por hacer, con la perspectiva de la caza del verano. Y ahora, encima, se presentaba esto.

No pudo llegar a ninguna conclusión.

Y entonces, Diez Osos decidió convocar un consejo.

La reunión se inició antes de la puesta del sol, pero duró hasta bien entrada la noche, lo bastante como para atraer la atención colectiva del poblado, sobre todo de los hombres jóvenes, que se reunieron a su vez en pequeños grupos para especular sobre lo que podían estar discutiendo sus mayores.

Después de una buena hora de preparativos preliminares, los hombres abordaron el asunto. Pájaro Guía relató su historia. Una vez que hubo terminado, Diez Osos solicitó la opinión de los miembros del consejo.

Fueron numerosas, y muy variadas.

Cabello al Viento era el más joven de todos ellos, y un guerrero impulsivo pero experimentado. Pensó que debían enviar un grupo inmediatamente, para asaltar el fuerte y arrojar flechas sobre el hombre blanco. Si se trataba de un dios, las flechas no tendrían el menor efecto. Si era un ser mortal, tendrían un bocapeluda menos del que preocuparle. Cabello al Viento añadió que se sentiría muy contento de dirigir la partida.

Su sugerencia, sin embargo, fue rechazada por otros. Si aquella persona era un dios, no sería una buena idea arrojarle flechas. Y en cuanto a la cuestión de matar a un hombre blanco, eso era algo que había que tratar con cierta delicadeza. Un hombre blanco muerto podía producir la aparición de otros muchos vivos.

Cuerno de Toro era conocido por ser más conservador. Nadie se atrevería a poner en duda su bravura, pero era cierto que, habitualmente, optaba por la discreción en la mayoría de los temas. Hizo una sugerencia sencilla. Enviar una delegación para parlamentar con Hombre Que Brilla Como La Nieve.

Cabello al Viento esperó a que Cuerno de Toro hubiera terminado su declaración, bastante larga. Luego, se abalanzó sobre la idea con ánimo vengativo. Lo esencial de su discurso hizo hincapié en un punto que nadie se atrevió a discutir. Los comanches no enviaban a guerreros respetables a preguntarle a un hombre blanco solitario, insignificante e intruso qué asuntos le habían hecho aparecer por allí. Después de esto, nadie dijo gran cosa más, y cuando volvieron a hablar, la conversación abordó otros temas, como los preparativos para la caza y la posibilidad de enviar partidas de guerra contra diversas tribus. Durante otra hora más, los hombres se detuvieron en comentar rumores inconcretos e informaciones que pudieran estar relacionadas con el bienestar de la tribu.

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