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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (10 page)

BOOK: Bailando con lobos
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En Pie con el Puño en Alto quería quedarse donde estaba.

Allí se sentía muy feliz.

Capítulo
11

El consejo convocado por Diez Osos terminó sin haber tomado ninguna resolución, aunque eso no fuera una circunstancia insólita.

La mayoría de las veces, los consejos críticos terminaban de un modo indeciso, indicando así el inicio de una nueva fase en la vida política de la tribu.

Eran éstas las ocasiones en las que, si alguien lo prefería así, se emprendían las acciones independientes.

Cabello al Viento había presionado fuerte en favor de un segundo plan. Efectuar una incursión y apoderarse del caballo sin hacerle daño al hombre blanco. Pero en lugar de muchachos, esta vez irían verdaderos hombres. El consejo rechazó esta segunda idea, pero Cabello al Viento no se enfadó por ello con nadie.

Había escuchado abiertamente todas las opiniones y había ofrecido su solución. Una solución que no había sido adoptada, pero los argumentos que se le opusieron no convencieron a Cabello al Viento de que su plan fuera malo.

Él era un guerrero respetado, y como sucedía con todos los guerreros respetados, conservaba un derecho supremo.

Podía hacer lo que le diera la gana.

Si el consejo se hubiera mostrado inflexible, o si él hubiera puesto su plan en práctica y hubiese salido mal, habría surgido la posibilidad de ser expulsado de la tribu.

Cabello al Viento ya había considerado esa posibilidad. Pero el consejo no se había mostrado inflexible, sino aturdido. Y en cuanto a él mismo…, bueno…, Cabello al Viento nunca había hecho las cosas mal.

Así que, una vez terminado el consejo, se dirigió hacia una de las zonas más pobladas del campamento, sin dejar de buscar a varios amigos y diciendo lo mismo ante cada tienda:

—Voy a robar ese caballo. ¿Quieres venir?

Cada uno de los amigos replicó a su pregunta con otra propia:

—¿Cuándo?

Y Cabello al Viento tuvo la misma respuesta para todos:

—Ahora.

Se trataba de un pequeño grupo. Cinco hombres.

Salieron del poblado y se internaron por la pradera, avanzando a un paso estudiado. Se tomaron las cosas con calma. Pero eso no quiere decir que se mostraran joviales.

Cabalgaban con expresiones inexorables, como hombres inexpresivos que se dirigieran al funeral de un pariente lejano.

Mientras iban a buscar los ponis, Cabello al Viento les dijo lo que harían.

—Nos llevaremos el caballo. Lo vigilaremos en el regreso. Cabalgaremos a su alrededor. Si hay un hombre blanco, no le disparéis; no, a menos que él dispare primero. Si trata de hablarnos, no le habléis. Nos llevaremos el caballo y veremos qué sucede.

Cabello al Viento no lo habría admitido ante nadie, pero lo cierto fue que experimentó una oleada de alivio cuando se hallaron a la vista del fuerte.

Había un caballo en el corral. Y era un animal de muy buen aspecto.

Pero no había el menor rastro de ningún hombre blanco.

El hombre blanco se había acostado bastante antes del mediodía. Durmió durante varias horas. Se despertó a media tarde, contento por el buen funcionamiento de su nueva idea.

El teniente Dunbar había decidido dormir durante el día y permanecer despierto por la noche, con una hoguera encendida. Los que habían robado a «Cisco» habían llegado al amanecer y por las historias que había oído contar, el amanecer siempre era el momento elegido para lanzar un ataque. De esta forma, estaría despierto cuando ellos llegaran.

Se sintió un poco aturdido después de una siesta tan larga. Y había sudado mucho. Notaba todo su cuerpo pegajoso. Le pareció un momento tan bueno como cualquier otro para tomar un baño.

Ésa fue la razón por la que se encontraba acuclillado dentro de la corriente, con la cabeza completamente enjabonada y cubierto por el agua hasta los hombros cuando escuchó a los cinco jinetes produciendo un gran estruendo a lo largo del risco.

Salió precipitadamente del agua y se dirigió instintivamente hacia donde había dejado los pantalones. Manoseó torpemente los pantalones, antes de renunciar a ponérselos, arrojarlos a un lado y empuñar el gran revólver de la Marina. Luego, echó a correr pendiente arriba, apoyándose en manos y pies.

Todos pudieron echarle un vistazo en el momento en que salieron cabalgando con «Cisco».

Estaba de pie sobre el borde del risco. El agua le goteaba por todo el cuerpo. Tenía la cabeza cubierta con algo blanco. Llevaba un arma de fuego en la mano. Todo eso lo vieron por miradas dirigidas hacia él por encima del hombro. Pero no se detuvieron a ver más detalles. Todos recordaron las instrucciones que les había dado Cabello al Viento. Con uno de los guerreros sosteniendo a «Cisco» y el resto bien apretado a su alrededor, abandonaron el fuerte de forma precipitada, en apretada formación.

Cabello al Viento cerraba la marcha.

El hombre blanco no se había movido. Permaneció quieto y erguido sobre el borde del risco, con la mano que sostenía el arma de fuego colgándole a lo largo del costado.

Cabello al Viento no podría haberse sentido menos preocupado por el hombre blanco. Pero lo que sí le preocupaba era lo que éste representaba. Era el enemigo más constante de cualquier guerrero. El hombre blanco representaba temor. Una cosa era retirarse de un campo de batalla después de una dura lucha, pero dejar que el temor aleteara ante el rostro de uno y no hacer nada al respecto… Cabello al Viento sabía que no podía permitir que eso sucediera.

Así que tiró de las riendas de su frenético poni, lo hizo girar en redondo y se lanzó al galope hacia donde estaba el teniente.

En su salvaje subida de la pendiente hasta lo alto del risco, el teniente Dunbar fue todo lo que un buen soldado debería ser. Se apresuraba para enfrentarse con el enemigo. En su cabeza no había ningún otro pensamiento.

Pero todo eso desapareció como por ensalmo en cuanto llegó a lo alto del risco.

Se había preparado para enfrentarse con criminales, con una banda de desalmados fuera de la ley, con ladrones que necesitaran castigo.

Pero lo que encontró fue un verdadero espectáculo, un espectáculo lleno de acción que le cortó la respiración, como si fuera un muchacho que estuviera asistiendo a su primer gran desfile militar. El teniente se sintió impotente para hacer otra cosa que no fuera permanecer allí de pie, quieto, viéndolos marcharse.

La furiosa precipitación de los ponis al pasar atronadoramente. Sus pieles brillantes, las plumas que se balanceaban de sus bridas, crines y colas, la decoración de las grupas. Y los hombres montados en sus lomos, cabalgando con el abandono propio de niños sobre supuestos juguetes. Sus pieles, de ricas tonalidades oscuras, con las líneas de vigorosos músculos destacándose con toda nitidez. El cabello lustroso formando trenzas, los arcos, las flechas y los rifles; la pintura trazando líneas gruesas por sus rostros y brazos.

Y todo ello formando una armonía tan magnífica. El conjunto de hombres y caballos parecía como la gran hoja de un arado avanzando con rapidez por el paisaje, trazando sobre él un surco que apenas si arañaba la superficie.

Aquello tenía un colorido, una velocidad y una hermosura que jamás habría imaginado. Era como la celebrada gloria de la guerra captada en un único mural vivo, y Dunbar se quedó como transfigurado, no tanto como hombre que era, sino como un par de ojos que miraban.

Se encontraba sumido en una profunda confusión que apenas empezaba a disiparse cuando se dio cuenta de que uno de ellos había vuelto grupas.

Hizo un esfuerzo por despertarse, como el durmiente que regresa del sueño. Su cerebro trataba de emitir órdenes, pero la comunicación seguía interrumpida. No podía mover un solo músculo.

El jinete se acercaba con rapidez, lanzado al galope hacia él, siguiendo una dirección que, inevitablemente, produciría una colisión. El teniente Dunbar no pensó en que estaba a punto de ser arrollado. No pensó en que hubiera llegado la hora de su muerte. En ese instante, había perdido toda capacidad de pensamiento. Permaneció de pie, inmóvil, con la mirada enfocada, como en un trance, sobre las dilatadas aletas de la nariz del poni.

Cuando Cabello al Viento se encontró a treinta pasos del teniente, frenó su caballo con tal fuerza que el animal estuvo a punto de sentarse en el suelo. Dando un gran brinco hacia arriba, el excitado animal recuperó su equilibrio e inmediatamente empezó a bailar, cabecear y girar. Cabello al Viento lo mantuvo con las riendas cortas, apenas consciente de los giros que se producían debajo de él.

Estaba mirando fijamente al hombre blanco, desnudo e inmóvil. La figura estaba absolutamente quieta. Cabello al Viento ni siquiera pudo verle parpadear. Sin embargo, sí observó el reluciente pecho blanco moviéndose pesadamente arriba y abajo. El hombre, por lo tanto, estaba vivo.

No parecía sentir ningún miedo. Cabello al Viento apreció esa ausencia de temor en el hombre blanco, pero, al mismo tiempo, eso le puso nervioso. Aquel hombre debería sentir miedo. ¿Cómo podía no ser así? Cabello al Viento sintió que regresaba su propio temor. Un temor que le produjo hormigueos en la piel.

Levantó el rifle por encima de la cabeza y rugió tres frases enfáticas:

—¡Yo soy Cabello al Viento! ¿Ves que no te tengo miedo? ¿Lo ves?

El hombre blanco no dijo nada y, de pronto, Cabello al Viento se sintió perfectamente satisfecho. Se había plantado directamente ante ese supuesto enemigo. Había desafiado al hombre blanco, y el hombre blanco no había hecho nada. Era más que suficiente para él.

Hizo girar al poni, inclinó la cabeza sobre él y lo espoleó, apresurándose a reunirse con sus amigos.

El teniente Dunbar se quedó observando al guerrero que se alejaba, sintiéndose como en sueños. Aquellas palabras seguían resonando en su cabeza. O, al menos, el sonido de las palabras, que le parecieron como el ladrido de un perro. Aunque no tenía ni la menor idea de lo que pudieran significar, aquellos sonidos le habían producido la impresión de ser una declaración, como si el guerrero hubiera pretendido decirle algo.

Poco a poco, empezó a despertar de su ensoñación. Y lo primero que notó entonces fue el revólver que aún sostenía en la mano. Era extraordinariamente pesado. Y lo dejó caer al suelo.

Luego, él mismo se fue dejando caer lentamente sobre las rodillas y a continuación echó hacia atrás el peso de su cuerpo, hasta descansar sobre las nalgas. Permaneció así sentado durante largo rato, agotado como no se había sentido nunca, tan débil como un bebé recién nacido.

Durante un rato, pensó que casi le sería imposible volver a moverse, pero finalmente se puso en pie y avanzó lentamente hacia la cabaña. Una vez allí, tuvo que hacer un gran esfuerzo para liarse un cigarrillo. Pero se sentía demasiado débil para fumarlo y después de dos o tres chupadas, el teniente se quedó dormido.

La segunda escapada tuvo uno o dos trucos algo distintos pero, en general, las cosas se produjeron exactamente igual que la primera vez.

A unos tres kilómetros de distancia, los comanches dejaron que sus monturas avanzaran al trote. Había jinetes a la grupa y a ambos lados, de modo que «Cisco» siguió la única vía de escape que se le ofrecía.

Avanzó hacia adelante.

Los hombres acababan de iniciar el intercambio de unas pocas palabras cuando el caballo canela dio un salto, como si lo hubieran aguijoneado en la grupa, y salió disparado.

El hombre que sostenía la brida salió arrastrado sobre la cabeza de su propio poni. Durante unos pocos segundos, Cabello al Viento aún tuvo la oportunidad de apoderarse de la brida que rebotaba sobre el suelo, por detrás de «Cisco», pero llegó un instante demasiado tarde y se le deslizó por entre los dedos.

Después de eso, la única alternativa que quedó fue la caza. Y ésta no se desarrolló de un modo muy feliz para los comanches. El hombre que se había visto arrastrado ya no tuvo la menor oportunidad de emprenderla, y en cuanto a los otros cuatro perseguidores, no tuvieron ninguna suerte.

Uno de los hombres perdió su caballo cuando éste tropezó con una madriguera de un perro de la pradera y se rompió una pata. Aquella tarde, «Cisco» fue tan rápido como un gato y otros dos jinetes salieron volando por los aires cuando trataron de que sus ponis siguieran de cerca sus rapidísimos zigzags.

Eso sólo dejó en liza a Cabello al Viento, quien logró mantener el ritmo durante varios kilómetros, pero cuando su propio caballo empezó a dar señales de agotamiento, no había logrado reducir ni un ápice la distancia que lo separaba del perseguido, por lo que decidió que no valía la pena reventar a su poni favorito por algo que no podía alcanzar.

Mientras el poni recuperaba el aliento, Cabello al Viento observó al caballo canela durante el tiempo suficiente como para observar que tomaba la dirección del fuerte, y su frustración se vio aliviada únicamente al pensar que quizá Pájaro Guía tuviera razón. Quizá fuera un caballo mágico, algo que perteneciera a una persona mágica.

En su camino de regreso al poblado, se encontró con los otros. Era evidente que Cabello al Viento había fracasado, y nadie se molestó en preguntarle por los detalles.

Nadie dijo una sola palabra.

Recorrieron en silencio el largo trayecto que les separaba del poblado.

Capítulo
12

Al regresar, Cabello al Viento y sus hombres encontraron el poblado sumido en el duelo.

Había vuelto al fin el grupo que se había enviado hacía tanto tiempo a luchar contras los utes.

Y las noticias no eran buenas.

Sólo habían robado seis caballos, lo que no era suficiente ni para compensar sus propias pérdidas. Después de tanto tiempo, habían retornado con las manos vacías.

Con ellos regresaron cuatro hombres gravemente heridos, de los que sólo uno sobreviviría. Pero la verdadera tragedia consistía en los seis hombres que habían muerto; seis buenos guerreros. Y, lo que era peor aún, en las parihuelas sólo regresaban cuatro cadáveres, envueltos en mantas.

No habían podido recuperar a dos de los muertos y, tristemente, los nombres de aquellos dos hombres no volverían a pronunciarse jamás.

Uno de ellos era el esposo de En Pie con el Puño en Alto.

Como ella se encontraba en la tienda de una-vez-al-mes, la noticia se la tuvieron que comunicar desde el exterior dos de los amigos de su esposo.

Al principio, pareció tomarse la noticia con impasibilidad, quedándose sentada como una estatua sobre el suelo de la tienda, con las manos entrelazadas sobre el regazo y la cabeza ligeramente inclinada. Permaneció así sentada durante la mayor parte de la tarde, dejando que el dolor fuera abriéndose camino lentamente, a mordiscos, a través de su corazón, mientras las demás mujeres continuaban con sus ocupaciones habituales.

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