También había otras personas que lo sabían.
Una tarde, estaba recogiendo leña cuando una mujer amiga se detuvo junto a ella de pronto y fijo con un toque de orgullo:
—La gente habla de ti.
En Pie con el Puño en Alto se enderezó, sin sentirse muy segura de saber cómo debía responder a la observación.
—¿Qué es lo que dicen? —se limitó a preguntar.
—Dicen que estás haciendo magia. Dicen que quizá debieras cambiarte el nombre.
—¿A cuál?
—Oh, no lo sé —contestó la amiga—. Quizá Lengua Mágica, o algo así. Sólo es una habladuría.
Mientras caminaban juntas en el crepúsculo, En Pie con el Puño en Alto reflexionó sobre ello. Habían llegado ya al borde del campamento cuando volvió a hablar.
—Me gusta mi nombre —dijo, sabiendo que la información sobre sus deseos se filtraría con rapidez por todo el campamento—. Lo conservaré.
Unas pocas noches más tarde, regresaba a la tienda de Pájaro Guía después de haber hecho sus necesidades, cuando escuchó a alguien que empezaba a cantar en una tienda cercana. Se detuvo para escuchar y se quedó asombrada ante lo que oyó.
Los comanches tienen un puente
que pasa a otro mundo.
El puente se llama En Pie con el Puño en Alto.
Demasiado azorada como para seguir escuchando, se apresuró a regresar a su cama. Pero al arrebujarse con las mantas hasta la barbilla, no tenía ningún mal pensamiento sobre la canción. Sólo pensaba en las palabras que había escuchado; unas palabras que ahora, al reflexionar en su sentido, le parecieron buenas.
Aquella noche durmió profundamente. A la mañana siguiente, cuando se despertó, ya había amanecido. Deseando recuperar el tiempo que había dormido de más, salió presurosa de la tienda y se detuvo de improviso.
Bailando con Lobos abandonaba el campamento, montado en el caballo color canela. Fue una visión que entristeció su corazón mucho más de lo que hubiera imaginado. No era el pensamiento de que él se marchara lo que la perturbaba, sino que la idea de que pudiera no regresar la desinflaba tanto que terminaba por reflejarse en la expresión de su rostro.
En Pie con el Puño en Alto se ruborizó sólo de pensar que alguien hubiera podido verla así. Miró a su alrededor con rapidez y el rubor se hizo un tanto más intenso.
Pájaro Guía estaba observándola.
El corazón le latió con mayor rapidez, al tiempo que hacía esfuerzos por comportarse con naturalidad. El chamán se acercaba.
—Hoy no habrá conversación —dijo estudiando su expresión con un cuidado que le atenazó la boca del estómago.
—Ya veo —asintió ella tratando de que su voz sonara neutral. Pero observó curiosidad en los ojos de él, una curiosidad que exigía una explicación—. Me gustan las conversaciones —siguió diciendo—. Soy feliz pronunciando las palabras blancas.
—Él quiere ver el fuerte del hombre blanco. Regresará a la puesta del sol. —Luego, el chamán le dirigió otra atenta mirada y añadió—: Tendremos más conversaciones mañana.
El día transcurrió minuto a minuto.
Observó el sol como un aburrido oficinista observa cada movimiento del segundero del reloj. Nada se mueve más despacio que el tiempo cuando se lo observa. Debido a ello, tuvo grandes dificultades para concentrarse en sus quehaceres.
Y cuando no observaba el tiempo, se dedicaba a soñar.
Ahora, lo que había surgido ante ella como una persona real, resultaba que poseía cosas que admiraba. Algunas de aquellas cosas podrían tener como origen su blancura mutua. Otras le correspondían sólo a él. Y todas ellas mantenían el interés que ella experimentaba.
Sintió un misterioso orgullo al pensar en las hazañas que él había realizado, hazañas que ahora eran conocidas por todo su pueblo.
El recordar su forma de representarlas le hacía reír. A veces, él podía ser muy divertido. Divertido, sí, pero no tonto. En todos los aspectos le parecía una persona sincera, abierta, respetuosa y llena de buen humor. Y ella estaba convencida de que aquellas cualidades eran genuinas.
Al principio, aquello de verle con el peto de hueso sobre el pecho le había parecido algo fuera de lugar, del mismo modo que lo estaría un comanche que se pusiera un sombrero de copa. Pero lo llevaba día tras día, sin prestarle la menor atención. Y nunca se lo quitaba. Era evidente que le encantaba.
Su cabello se había enmarañado, como el de ella, y no era grueso y recto como el de los demás. Y él no había tratado de cambiarlo.
Tampoco se había cambiado las botas y los pantalones, sino que los llevaba con la misma naturalidad con la que llevaba el peto.
Todas estas reflexiones la condujeron a la conclusión de que Bailando con Lobos era una persona honrada. Para todo ser humano, hay ciertas características que le parecen más importantes que otras y, en el caso de En Pie con el Puño en Alto, una de ellas era la honradez.
El pensar en Bailando con Lobos no disminuyó en todo el día y a medida que fue transcurriendo la tarde se le fueron ocurriendo pensamientos más audaces. Se lo imaginó regresando a la puesta de sol. Se imaginó a ellos dos juntos, en el cobertizo, al día siguiente.
Al arrodillarse al borde del río, a últimas horas de la tarde, para llenar un jarro de agua, se le ocurrió otra imagen. Ambos se hallaban juntos en el cobertizo. Él hablaba de sí mismo y ella le escuchaba. Pero estaban ellos dos solos.
Pájaro Guía se había marchado.
Su sueño se convirtió en realidad al mismo día siguiente.
Los tres acababan de iniciar la conversación cuando llegó la noticia de que un grupo de jóvenes guerreros había declarado su intención de organizar una incursión contra los pawnee. Como no se había hablado previamente de ello, y como los jóvenes que deseaban participar en el grupo eran inexpertos, Diez Osos convocó apresuradamente un consejo.
Alguien vino a llamar a Pájaro Guía y, de repente, ellos se encontraron a solas.
El silencio que se produjo en el cobertizo fue tan pesado que les hizo ponerse nerviosos a ambos. Cada uno de ellos deseaba hablar, pero se vieron contenidos por reflexionar en lo que decir y en cómo decirlo. Se quedaron sin habla. Finalmente, En Pie con el Puño en Alto decidió pronunciar unas palabras de apertura, pero su decisión llegó demasiado tarde.
Él ya se volvía hacia ella, diciendo unas palabras con un tono tímido y un tanto forzado.
—Quisiera saber cosas de ti —dijo.
Ella se volvió, tratando de pensar. El uso del inglés aún le resultaba difícil. Con la dificultad propia del esfuerzo que tenía que hacer para pensar las palabras, éstas surgieron de una forma balbuceante, aunque comprensible:
—¿Qué… queras… sober? —preguntó.
Y así, durante el resto de la mañana, estuvo hablándole de sí misma, manteniendo la ávida atención del teniente con historias sobre su época como muchacha blanca, su captura, y la larga vida transcurrida entre los comanches.
Cada vez que ella trataba de terminar una historia, él hacía otra pregunta. De ese modo, por mucho que lo deseara, no lograba dejar de hablar de sí misma.
Le preguntó cómo le habían dado su nombre y le contó la historia de su llegada al campamento, hacía muchos años. Los recuerdos de sus primeros meses eran brumosos, pero recordaba muy bien el día en que le pusieron su nombre.
No había sido oficialmente adoptada por nadie, ni había sido declarada miembro de la tribu. Sólo trabajaba. A medida que fue cumpliendo con éxito lo que se le encargaba, sus tareas se hicieron menos bajas y se le fue proporcionando más instrucción sobre las diversas formas de vivir en la pradera. Pero cuanto más trabajaba, tanto más se resentía por el bajo estatus que ocupaba. Y algunas de las otras mujeres la trataban sin piedad.
Una mañana, delante de una de las tiendas, golpeó a la peor de aquellas mujeres. Al ser joven e inexperta, no abrigaba la menor esperanza de ganar la lucha. Pero el puñetazo que lanzó fue duro y estuvo perfectamente sincronizado. Alcanzó a la otra mujer en la barbilla y la noqueó. Luego, como medida adicional, le propinó una buena patada a su atormentadora inconsciente y se quedó de pie, frente a las otras mujeres, con los puños preparados, dispuesta a enfrentarse con quien viniera, a pesar de ser sólo una diminuta muchacha blanca.
Nadie la desafió. Todos se la quedaron mirando. Momentos más tarde, todo el mundo había vuelto a sus ocupaciones habituales, dejando a la otra mujer tendida en el suelo, allí donde había caído.
Después de eso, nadie volvió a meterse con la muchacha. La familia que se había hecho cargo de ella empezó a mostrarse muy amable y se le suavizó el camino para llegar a convertirse en comanche. A partir de entonces, se la conoció como En Pie con el Puño en Alto.
Mientras contaba esta historia una clase especial de calor pareció llenar el cobertizo. El teniente Dunbar quiso conocer el lugar exacto donde había golpeado la barbilla de la otra mujer y sin dudarlo un instante En Pie con el Puño en Alto rozó con los nudillos la mandíbula de él.
Después de que hubiera hecho esto, el teniente se la quedó mirando fijamente. Lentamente, cerró los ojos y se dejó caer al suelo.
Fue una buena broma y ella la siguió, haciéndole recuperar el supuesto conocimiento perdido tirándole con suavidad del brazo.
Este pequeño intercambio de bromas produjo entre ellos una nueva naturalidad pero, por buena que fuese, esta repentina familiaridad también causó una cierta preocupación en En Pie con el Puño en Alto. No quería que él le hiciera preguntas personales, preguntas sobre su estatus como mujer. Casi sentía la proximidad de aquellas preguntas, y esa misma expectativa dificultaba su concentración. La ponía nerviosa y la hacía ser menos comunicativa.
El teniente se dio cuenta de su retraimiento, y eso también le puso nervioso y le hizo ser menos comunicativo.
Antes de que se dieran cuenta, el silencio había caído de nuevo entre ambos.
De todos modos, el teniente lo dijo. No sabía exactamente por qué, pero era algo que tenía que preguntar. Si lo hubiera dejado pasar por alto ahora, probablemente no lo habría preguntado nunca. Así que lo hizo ahora.
—¿Estás casada?
En Pie con el Puño en Alto hundió la cabeza y fijó la mirada en el regazo. Sacudió la cabeza, con un movimiento negativo breve y con una sensación de incomodidad.
—No —contestó.
El teniente estaba a punto de preguntarle por qué cuando se dio cuenta de que ella había ido dejando caer lentamente la cabeza entre las manos. Esperó un momento, preguntándose si habría hecho algo mal.
Ella permaneció totalmente inmóvil.
En el momento en que él se disponía a hablar de nuevo, ella se incorporó de pronto y abandonó el cobertizo.
Se marchó antes de que Dunbar pudiera llamarla. Devastado, se quedó sentado en el cobertizo, aturdido, mal-diciéndose por haber hecho aquella pregunta y confiando, contra toda esperanza, poder enderezar lo que hubiera hecho mal. Pero no había nada que él pudiera hacer en ese sentido. No podía pedirle consejo a Pájaro Guía. En aquellos momentos, ni siquiera podía hablar con Pájaro Guía. Durante diez frustrantes minutos permaneció a solas en el cobertizo. Luego salió para dirigirse hacia la manada de caballos. Necesitaba dar un paseo, a pie y a caballo.
En Pie con el Puño en Alto también había salido a dar un paseo a caballo. Cruzó el río y siguió por un sendero, tratando de analizar sus pensamientos.
No tenía mucha suerte.
Los sentimientos que experimentaba por Bailando con Lobos se hallaban en una terrible confusión. No hacía mucho tiempo odiaba sólo el pensar en él. Durante los últimos días, en cambio, no había hecho otra cosa más que pensar en él. Y había otras muchas contradicciones.
De pronto, se dio cuenta asombrada que ni siquiera había pensado en su esposo muerto. Él había sido el centro de su vida hasta hacía bien poco, y ahora ya lo había olvidado. Se sintió abrumada por la culpabilidad.
Hizo girar a su poni e inició el camino de regreso, ahuyentando a Bailando con Lobos de su cabeza con una larga ristra de oraciones por su esposo muerto.
Se encontraba todavía lejos del campamento cuando su poni levantó la cabeza y bufó, tal y como hacen los caballos cuando tienen miedo.
Algo grande produjo un fuerte estrépito entre la maleza, por detrás de ella. Sabiendo que aquel sonido tan grande sólo podía corresponder a un oso, En Pie con el Puño en Alto espoleó al poni hacia el campamento.
Estaba cruzando el río cuando se le ocurrió un pensamiento curioso.
«Me pregunto si Bailando con Lobos ha visto alguna vez un oso», se dijo a sí misma.
En ese momento, En Pie con el Puño en Alto se detuvo. No podía permitir que esto sucediera, que siguiera pensando constantemente en él. Era intolerable.
Para cuando llegó a la otra orilla, la mujer que era dos personas ya había resuelto que su papel como intérprete sería a partir de ahora una cuestión de trabajo estricto, como un intercambio comercial. No iría más allá, ni siquiera en su mente. Ella le detendría.
El teniente Dunbar también cabalgó en solitario a lo largo del río. Pero mientras que En Pie con el Puño en Alto lo hizo hacia el sur, él se dirigió hacia el norte.
A pesar del intenso calor del día, se apartó del río al cabo de un par de kilómetros, penetrando en campo abierto con la idea de que podría empezar a sentirse mejor viéndose rodeado por el espacio.
El teniente se sentía muy desanimado.
Volvió a pensar en ella una y otra vez abandonando el cobertizo a toda prisa, y trató de encontrarle una explicación. Estaba claro que su partida tenía una finalidad; eso le producía la terrible sensación de haber permitido que algo maravilloso se le escapara de entre las manos justo cuando se disponía a tomarlo. El teniente se maldijo a sí mismo sin piedad por no haberla seguido. Si lo hubiera hecho, podrían haber estado en aquel momento hablando del asunto, y el tema, por delicado que fuese, habría quedado zanjado.
Él hubiera querido contarle algo de sí mismo. Ahora, era posible que eso no se produjera nunca. Hubiera deseado estar en el cobertizo, con ella. En lugar de eso, deambulaba por allí sin rumbo fijo, como un alma perdida bajo un sol ardiente. Nunca había llegado tan al norte del campamento y le sorprendió observar lo radicalmente que estaba cambiando el paisaje. Lo que había delante de él eran verdaderas colinas y no simples altozanos en la pradera. Y de las colinas surgían cañones profundos y tortuosos.