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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (16 page)

BOOK: Bailando con lobos
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—No comprendo —dijo, encogiéndose de hombros.

Los indios mantuvieron una breve pero indecisa conferencia. Luego, a Pájaro Guía se le ocurrió una idea. Convirtió su mano en un puño, lo sostuvo sobre la taza, y abrió la mano, como si estuviera dejando caer algo en el café. Luego, aparentó agitar con un palo imaginario lo que acababa de echar.

El teniente Dunbar dijo algo que él no entendió y luego Pájaro Guía se quedó observando cómo el hombre blanco se levantaba de un salto, volvía a aquella casa de tierra tan mal hecha, regresaba con otro saquito en la mano y se lo tendía.

Pájaro Guía miró el interior del saquito y gruñó al ver los cristales marrones.

El teniente Dunbar vio aparecer una sonrisa en el rostro del indio y se dio cuenta de que su suposición había sido correcta. Lo que habían pedido los indios era azúcar.

Pájaro Guía se sintió especialmente animado por el entusiasmo demostrado por el soldado blanco. Deseaba hablar, y cuando se presentaron a sí mismos Loo Ten Nant pidió que le repitieran los nombres varias veces, hasta que pudo pronunciarlos de forma correcta. Su aspecto era extraño, e hizo cosas extrañas, pero el hombre blanco mostraba deseos de escuchar y parecía tener grandes reservas de energía. Quizá porque él mismo estuviera tan inclinado hacia la paz, Pájaro Guía apreciaba mucho la fuerza de la energía en los demás.

Habló mucho más de lo que Pájaro Guía estaba acostumbrado a escuchar. Más tarde, al pensarlo, le pareció que el hombre blanco no había dejado de hablar en todo el tiempo.

Pero los estaba atendiendo. Efectuó extrañas danzas e hizo extrañas señales con las manos y el rostro. Logró incluso causar algunas impresiones que hicieron reír a Cabello al Viento. Y eso era algo difícil de conseguir.

Dejando aparte sus impresiones generales, Pájaro Guía había descubierto algunas cosas. Loo Ten Nant no podía ser un dios. Era demasiado humano para eso. Y estaba solo. Allí no vivía nadie más que él. Pero no pudo saber por qué estaba solo, del mismo modo que tampoco supo si iban a venir más hombres blancos y cuáles podrían ser sus planes. Y Pájaro Guía estaba ansioso por encontrar respuesta a estas preguntas.

Cabello al Viento cabalgaba justo delante de él. Iban en fila india, siguiendo el tortuoso sendero que atravesaba el bosquecillo de chopos, cerca del río. Sólo se escuchaba el fangoso chapoteo de los cascos de los ponis en la arena húmeda, y se preguntó en qué estaría pensando Cabello al Viento. Aún no habían comparado sus impresiones sobre la reunión. Él se sentía un tanto preocupado.

Pero, en realidad, no tendría que haberse sentido preocupado, porque Cabello al Viento también había quedado favorablemente impresionado. Y eso a pesar de que la idea de matar al soldado blanco había cruzado por su mente en varias ocasiones. Estaba convencido desde hacía mucho tiempo de que los hombres blancos no eran más que inútiles irritaciones, coyotes que rondaban la carne. Pero este soldado blanco había demostrado su valentía en más de una ocasión. Y también se había mostrado amistoso. Y era divertido. Muy divertido.

Pájaro Guía bajó la mirada hacia los dos saquitos, el de café y el de azúcar, que se bamboleaban contra los costados de su caballo, y entonces se le ocurrió la idea de que aquel soldado blanco le gustaba. Se trataba de una idea extraña, y eso era algo en lo que tenía que pensar.

«Bueno, ¿y qué si me gusta?», se preguntó finalmente el chamán.

Escuchó el sonido apagado de una risa. Parecía proceder de Cabello al Viento. La risa se repitió, esta vez más audible, y el rígido guerrero se giró sobre su poni, hablando por encima del hombro.

—Eso fue divertido —dijo—. Cuando el hombre blanco se convirtió en un búfalo. Luego, sin esperar una respuesta, volvió a mirar el sendero. Pero Pájaro Guía pudo observar los hombros de Cabello al Viento, balanceándose arriba y abajo, al compás de las risas apenas contenidas.

Era divertido. Loo Ten Nant había caminado de un lado a otro, de rodillas, con las manos colocadas en su cabeza como si fueran cuernos. Y se había introducido aquella manta por debajo de la camisa, como para formar una joroba.

«No, desde luego —se dijo Pájaro Guía sonriendo para sus adentros—, nada hay más extraño que un hombre blanco».

El teniente Dunbar extendió el pesado chaquetón sobre su jergón y se quedó contemplándolo, maravillado.

«Nunca he visto un búfalo, y ya tengo un chaquetón de piel de búfalo», pensó con orgullo.

Luego, se sentó casi con actitud reverente en el borde de la cama y pasó las manos por la piel suave y tupida. Levantó uno de los bordes e inspeccionó el curado de la piel. Apretó la cara contra el pelaje y saboreó el salvaje aroma.

Qué rápidamente podían cambiar las cosas. Apenas unas pocas horas antes se había sentido conmocionado hasta sus cimientos, y ahora, en cambio, se sentía flotar.

Frunció ligeramente el ceño. Una parte de su comportamiento podría haber sido excesivo, como por ejemplo lo relacionado con esta prenda de búfalo. Y él parecía haber llevado todo el peso de la conversación, quizá en demasía. Pero se trataba de pequeñas dudas. Mientras admiraba el gran chaquetón, no pudo dejar de sentirse muy animado por este primer encuentro real.

Le gustaron los dos indios. El que más le agradó fue el que mostraba la actitud más suave y digna. Había en él algo muy fuerte, había algo de atractivo en su actitud pacífica y paciente. Era sereno, pero muy varonil. El otro, el temperamental que le había arrebatado a la mujer de entre los brazos, no era, desde luego, nadie con quien se pudiera tontear. Pero a él le pareció fascinante.

Y el chaquetón. Se lo habían regalado. Aquello sí que era algo impresionante.

El teniente se regodeó con otros recuerdos mientras se relajaba contemplando su hermoso regalo. Con todos estos nuevos pensamientos cruzando por su cabeza, no tuvo ni espacio ni inclinación para profundizar en la verdadera fuente de la euforia que sentía.

Había hecho buen uso del tiempo que había pasado solo, un tiempo que únicamente había compartido con un caballo y un lobo. Había hecho un buen trabajo en el fuerte. Todo aquello eran puntos a su favor. Pero la espera y la preocupación se le habían adherido como la grasa en una arruga, y el peso de aquella carga había sido considerable.

Ahora, todo eso había desaparecido gracias a dos hombres primitivos cuyo idioma no hablaba, a cuyos semejantes no había visto y de quienes le resultaba extraño todo lo que se relacionara con ellos.

Sin saberlo, le habían hecho un gran favor al venir. La raíz de la euforia del teniente Dunbar podía encontrarse en el rescate. El rescate de sí mismo.

Porque ahora ya no estaba solo.

Capítulo
15

17 de mayo de 1863

No he escrito nada en este diario desde hace muchos días. Han ocurrido tantas cosas que casi no sé por dónde empezar.

Hasta el momento, los indios han venido a visitarme en tres ocasiones, y no me cabe la menor duda de que habrá más visitas. Siempre son los mismos dos, con su escolta de otros seis o siete guerreros. (Me extraña que todas estas personas sean guerreros. No he visto todavía a un solo hombre que no sea un luchador).

Nuestros encuentros han sido muy amistosos, aunque muy dificultosos por la barrera del lenguaje. Lo que he aprendido hasta el momento es muy poco en comparación con lo que podría aprender. Ni siquiera sé de qué tipo de indios se trata, aunque sospecho que son comanches. Creo haber escuchado en más de una ocasión una palabra que suena como «comanche».

Conozco los nombres de mis visitantes, pero no sé cómo deletrearlos. Me parecen hombres agradables e interesantes. Son tan diferentes como la noche y el día. Uno es extraordinariamente feroz, y no cabe la menor duda de que se trata de un guerrero importante. Su físico (que es algo digno de contemplar), y su personalidad recelosa y hosca tienen que hacer de él un luchador formidable. Espero, sinceramente, que nunca tenga que enfrentarme a él, porque si eso se produjera me vería en grandes aprietos. Este hombre, cuyos ojos están situados bastante cerca el uno del otro, pero que, a pesar de todo, podría ser considerado como apuesto, codicia mucho a mi caballo y nunca deja de involucrarme en una conversación sobre «Cisco».

Conversamos a base de signos, en una especie de pantomima que los dos indios están empezando a dominar bastante bien. Pero es un procedimiento muy lento, y la mayor parte de nuestro terreno común se ha establecido sobre la base del fracaso, antes que en la del éxito de la comunicación.

El feroz arroja cantidades extraordinarias de azúcar en su café. A este paso, no tardará mucho en agotarse esa ración. Afortunadamente, yo no tomo azúcar. ¡Ja! El feroz (que es como yo lo llamo) es agradable a pesar de su actitud taciturna, parecida a la del jefe de una pandilla de duros callejeros que, en virtud de su poderío físico, impone respeto. Después de haber pasado yo mismo un cierto tiempo en las calles, lo respeto de ese modo.

Aparte de eso, hay una cruda honradez e intencionalidad que me gustan.

Es un tipo directo.

Al otro lo llamo el hombre tranquilo y me agrada inmensamente. A diferencia del feroz, es paciente e inquisitivo.

Creo que se siente tan frustrado como yo por las dificultades del lenguaje. Me ha enseñado unas pocas palabras de su lengua, y yo he hecho lo mismo por él. Ahora conozco las palabras comanches para designar cabeza, mano, caballo, hoguera, café, casa y algunas otras, así como hola y adiós. No sé todavía lo suficiente como para formar una frase. Se tarda mucho tiempo en comprender correctamente los sonidos. No me cabe la menor duda de que para él también resulta difícil.

El tranquilo me llama Loo Ten Nant y por alguna razón no utiliza Dunbar. Estoy seguro de que no se trata de que se le olvide (se lo he recordado en varias ocasiones), así que tiene que haber alguna otra razón. Sin duda alguna, tiene un sonido claro… Loo Ten Nant.

Me ha asombrado porque me parece que posee una inteligencia de primer orden. Escucha con atención y parece darse cuenta de todo. Cualquier cambio en el viento, cualquier canto casual de un pájaro puede llamar su atención con la misma facilidad con que la llamaría algo más espectacular. Sin posibilidad de comunicarnos por medio del lenguaje, me veo reducido a leer sus reacciones con mis sentidos, pero parece ser que él también se siente favorablemente inclinado hacia mí.

Se produjo un incidente relacionado con «Dos calcetines» que ilustra muy bien lo anterior. Ocurrió al final de su visita más reciente. Habíamos bebido una cantidad sustancial de café y acababa de presentar a mis invitados las maravillas de un trozo de tocino cortado. De pronto, el tranquilo observó a «Dos calcetines» sobre el risco que hay al otro lado del río. Le dijo unas palabras al feroz y ambos se quedaron observando al lobo. Ávido por demostrarles lo que sabía sobre «Dos calcetines», tomé el cuchillo y el tocino y me dirigí al borde del risco de esta parte del río.

El feroz estaba ocupado poniendo azúcar en su café y probando el tocino, y se quedó mirando desde donde estaba sentado. Pero el tranquilo se levantó y me siguió. Habitual-mente, dejo algunos trozos para «Dos calcetines» en mi lado del río, pero después de haberle cortado su ración, algo se apoderó de mí y arrojé el trozo al otro lado de la corriente. Apunté bien y el trozo cayó a pocos pasos de «Dos calcetines». Sin embargo, el lobo permaneció allí sentado y durante un tiempo creí que no haría nada. Finalmente, bendito sea el viejo lobo, se acercó, olisqueó el tocino y lo mordió. Hasta entonces, yo nunca le había visto cogerlo, y sentí un cierto orgullo al verlo ahora alejarse al trote, con su botín.

Para mí no fue más que un suceso feliz. Pero el tranquilo pareció sentirse demasiado afectado por lo sucedido. Cuando me volví hacia él, la expresión de su rostro me pareció más pacífica que nunca. Me hizo varios gestos de asentimiento. Luego se levantó y me puso la mano en el hombro, como si diera su aprobación a mi acción.

Al regresar junto a la hoguera ejecutó una serie de signos que finalmente pude discernir como una invitación a visitar su hogar al día siguiente. Me apresuré a aceptar y poco después se marcharon.

Sería imposible hacer una narración completa de todas mis impresiones sobre el campamento comanche. Si lo intentara, creo que me pasaría el resto de mi vida escribiendo.

Pero sí trataré de hacer un breve esbozo, con la esperanza de que mis observaciones puedan ser útiles en futuros tratos con estas gentes. Aproximadamente a un kilómetro de distancia del poblado salió a recibirme una delegación, con el tranquilo a la cabeza. Emprendimos sin tardanza el recorrido del trayecto hasta el poblado. La gente se había puesto sus mejores vestiduras para salir a recibirnos. El colorido y la belleza de estos vestidos es algo digno de ver. Ellos parecían sentirse extrañamente tímidos, y debo admitir que yo también lo estaba. Unos pocos de los niños más pequeños rompieron filas y echaron a correr hacia mí, para palmearme las piernas. Todos los demás se contuvieron. Desmontamos delante de una de las casas cónicas, y hubo un breve instante de vacilación cuando un muchacho de unos doce años echó a correr y trató de llevarse a «Cisco» de allí. Forcejeamos brevemente con la brida, pero el tranquilo intercedió entonces. Volvió a colocar una mano sobre mi hombro y la mirada de sus ojos me indicó que no tenía nada que temer. Así pues, dejé que el muchacho se llevara a «Cisco». El joven pareció sentirse encantado.

Luego, el tranquilo me hizo entrar en su tienda. El lugar estaba a oscuras, pero no por ello era triste. Olía a humo y a carne. (Todo el poblado tiene un olor característico, que a mí no me parece desagradable. Por lo que puedo describir, creo que es el olor propio de la vida salvaje). En su interior había dos mujeres y varios niños. El tranquilo me invitó a sentarme en el suelo y las mujeres trajeron comida en cuencos. Entonces, todos desaparecieron y nos dejaron a solas. Comimos en silencio durante un tiempo. Yo pensé en hacer preguntas sobre la joven que encontré en la pradera. No la había visto, y tampoco sabía si seguía con vida. (Y sigo sin saberlo). Pero, teniendo en cuenta nuestras limitaciones, me pareció un tema demasiado complicado, así que hablamos lo mejor que pudimos acerca de la comida (una especie de carne dulce que me pareció deliciosa).

Una vez que hubimos terminado, yo lie un cigarrillo y lo fumé mientras que el tranquilo permanecía sentado frente a mí. Su atención se desviaba constantemente hacia la entrada. Tuve la seguridad de que estábamos esperando a alguien, o algo. Mi suposición fue correcta, pues no transcurrió mucho tiempo antes de que el colgajo de piel se abriera y apareciesen dos indios. Le dijeron algo al tranquilo y él se levantó inmediatamente, haciéndome una seña para que le siguiera.

En el exterior esperaba un considerable grupo de mirones, y yo me sentí asediado por tanta gente mientras caminábamos, pasando ante varias tiendas, antes de detenernos ante una que aparecía decorada con un gran oso de sólidos colores. Una vez allí, el tranquilo me empujó con suavidad al interior.

Dentro había cinco hombres más viejos sentados más o menos en círculo alrededor de la hoguera habitual, pero mi mirada se posó de inmediato sobre el más anciano de todos ellos. Era un hombre poderosamente constituido, de quien supuse debía de tener más de sesenta años, a pesar de que se mantenía notablemente esbelto. Su camisa de cuero aparecía adornada con unas cuentas de intrincada belleza, con dibujos precisos de colores muy vivos. Atado a uno de los mechones de su cabello gris, llevaba una garra enorme que, por lo que pude suponer a juzgar por el oso pintado del exterior de la tienda, pertenecía a esta clase de animal. A lo largo de las mangas de la camisa le colgaban a intervalos mechones de pelo, y un momento más tarde me di cuenta de que debía de tratarse de cueros cabelludos. Uno de ellos era de un ligero color rubio. Eso hizo que me sintiera incómodo.

Pero la característica más notable de todas fue su rostro. Nunca he visto un rostro como el de él. Sus ojos mostraban una viveza que sólo podría compararse con la que produce la fiebre. Sus pómulos eran extremadamente altos y redondos, y la nariz era curvada, como si fuera un pico. La barbilla era muy cuadrada. Las arrugas corrían en tan gran profusión a lo largo de la piel de su rostro, que llamarlas «arrugas» casi parecía inadecuado. Se trataba más bien de hendeduras. En una parte de la frente se le apreciaba una clara abolladura que probablemente era el resultado de alguna herida recibida hacía mucho tiempo en combate.

En conjunto, ofrecía una imagen asombrosa de sabiduría anciana y de fortaleza, a pesar de lo cual jamás me sentí amenazado durante mi corta estancia.

Parecía estar claro que yo era la razón de que se hubiera convocado esta conferencia. Estaba seguro de que se me había permitido entrar con el exclusivo propósito de permitir al anciano echarme un vistazo de cerca.

Apareció una pipa y los hombres empezaron a fumar. La pipa era de cañón largo y por lo que pude apreciar el tabaco era una mezcla nativa dura, pues sólo se me excluyó a mí de fumarlo.

Yo estaba ansioso por causar una buena impresión, y deseando liar un cigarrillo propio, saqué los artículos y se los ofrecí al anciano. El tranquilo le dijo algo, y el jefe extendió una de sus nudosas manos y tomó la bolsa de tabaco y el papel de liar. Efectuó una cuidadosa inspección de mis cosas. Luego me miró intensamente con sus ojos de pesadas pestañas y mirada un tanto cruel, y me devolvió los objetos. Al no saber si mi oferta había sido o no aceptada, decidí liar un cigarrillo de todos modos. El anciano pareció muy interesado por todos mis movimientos. Una vez que hube terminado de liarlo se lo tendí y él lo tomó. El tranquilo volvió a decir algo y el anciano me lo devolvió. Por medio de signos, el tranquilo me pidió que fumara y yo accedí gustoso a su deseo.

Mientras todos los presentes me observaban, encendí el cigarrillo, inhalé el humo y lo expulsé. Antes de que pudiera aspirar otra chupada, el anciano extendió la mano hacia mí. Le entregué el cigarrillo. El hombre lo miró, al principio con cierto recelo, y luego inhaló tal y como yo había hecho. A continuación, exhaló también el humo. Luego, se acercó el cigarrillo al rostro.

Ante mi desazón, empezó a hacer rodar los dedos de un lado a otro, con rapidez. Las ascuas cayeron y el tabaco se derramó. A continuación formó una pequeña bolita con el papel vacío y la arrojó descuidadamente al fuego.

Después, lentamente, comenzó a sonreír y, uno tras otro, todos los hombres se echaron a reír.

Quizá yo hubiera sido insultado, pero su buen humor fue tal que terminé por contagiarme.

Más tarde, me acompañaron hasta mi caballo y me escoltaron durante un kilómetro fuera del poblado, donde el tranquilo se despidió de mí cortésmente.

Ésta es la narración esencial de mi primera visita al campamento indio. Ahora, no sé qué estarán pensando.

Me resultó muy reconfortante volver a ver Fort Sedgewick. Es mi hogar. Y, sin embargo, espero anhelante poder hacerles otra visita a mis «vecinos».

Cuando miro hacia el horizonte del este, raras veces dejo de preguntarme si alguna vez aparecerá una columna por allí. Sólo confío en que mi vigilancia aquí y mis «negociaciones» con los salvajes de las llanuras den sus frutos con el tiempo.

Tte. John J. Dunbar, EE.UU.

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