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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (5 page)

BOOK: Bailando con lobos
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Luego, salió cojeando por una puerta lateral, robó un caballo y, no teniendo ningún otro sitio a dónde ir, volvió a incorporarse a su unidad al amanecer, contando un cuento sobre una herida que se había hecho en un dedo del pie.

Ahora, sonrió al recordarlo y se preguntó: «¿En qué podría haber estado pensando?».

Dos días más tarde, el dolor era tan grande que el teniente sólo deseaba morir. Y en cuanto se le presentó la oportunidad, la aprovechó.

Dos unidades enfrentadas se habían estado atacando con fuego de fusilería durante buena parte de la tarde, desde posiciones opuestas a ambos lados de un campo desnudo. Se ocultaban detrás de unos muros de piedra bajos que bordeaban los dos extremos opuestos del campo, sin que ninguna de las dos unidades tuviera una idea precisa acerca de la fortaleza de la otra, y sin terminar de decidirse a lanzar una carga.

La unidad del teniente Dunbar lanzó un globo de observación, pero los rebeldes no tardaron en derribarlo.

La situación continuó en tablas y a finales de la tarde, cuando la tensión alcanzó su clímax, el teniente Dunbar también llegó a su punto de ruptura personal. Sus pensamientos se enfocaron de forma imperturbable en la idea de acabar con su vida.

Se presentó voluntario para salir a caballo y atraer el fuego enemigo.

El coronel al mando del regimiento no estaba bien dotado para la guerra. Tenía un estómago débil y una mente obtusa.

Normalmente, no habría permitido una cosa así, pero aquella tarde se encontraba bajo una presión extremada. El pobre hombre se hallaba completamente perdido y por alguna razón no explicada, en su mente no hacía más que aparecer el pensamiento de un gran cuenco de helado de melocotón.

Para empeorar aún más las cosas, el general Tipton y sus ayudantes habían ocupado hacía poco una posición de observación en una colina alta situada hacia el oeste. Así pues, su actuación estaba siendo observada, y lo que se veía era que, en realidad, no tenía capacidad alguna para actuar.

El milagro lo representó aquel joven teniente, con el rostro tan pálido, que le habló con los dientes apretados de atraer sobre sí el fuego enemigo. Sus ojos, de mirada salvaje y sin pupilas, asustaron al coronel.

El inepto comandante estuvo de acuerdo con el plan.

Como su propia montura no se encontraba en muy buenas condiciones, a Dunbar se le permitió elegir entre las que había disponibles. Tomó un caballo nuevo, uno pequeño y fuerte, del color del ante, llamado «Cisco», y se las arregló para montar en la silla sin lanzar gritos de dolor, mientras todo el destacamento le observaba.

Al acercarse con el caballo a la pared de piedra, desde el otro lado del campo hicieron unos pocos disparos pero, por lo demás, todo permaneció en silencio, y el teniente Dunbar se preguntó si aquel silencio era real o si las cosas siempre eran igual momentos antes de que un hombre muriera.

Espoleó a «Cisco» en los flancos, saltó el murete de piedra y se lanzó al galope por el campo desnudo, dirigiéndose directamente hacia el centro de la pared de piedra que ocultaba al enemigo. Por un momento, los rebeldes se sintieron demasiado conmocionados como para disparar siquiera, y el teniente logró salvar los cien primeros metros rodeado por un silencioso vacío.

Luego, abrieron fuego. Las balas llenaron el aire que le rodeaba como el rocío de un grifo. El teniente no se molestó en devolver el fuego. Se enderezó aún más en la silla, como para ofrecer un mejor blanco, y volvió a espolear a «Cisco». El pequeño caballo aplanó las orejas y se lanzó volando hacia el murete. Durante todo ese tiempo, Dunbar sólo esperaba que una de aquellas balas terminara por encontrarle.

Pero ninguna lo hizo, y cuando ya estuvo lo bastante cerca como para verle los ojos al enemigo, él y «Cisco» giraron a la izquierda y el caballo galopó hacia el norte, en una línea recta, a cincuenta metros de distancia de la pared. «Cisco» avanzaba con tanta furia que los cascos traseros lanzaban al aire una gran cantidad de tierra, como la ola formada por un bote rápido. El teniente mantuvo su postura erecta sobre la silla y aquella actitud suya demostró ser irresistible para los confederados. Se incorporaron por detrás de su parapeto, como si fueran blancos en una caseta de tiro, lanzando cortinas de fuego de fusilería a medida que el jinete solitario pasaba ante ellos como una exhalación.

No pudieron alcanzarle.

El teniente Dunbar se dio cuenta de que el fuego disminuía. La línea de fusileros se había incorporado por completo. En el momento en que detuvo su carrera, sintió algo que le quemaba en la parte superior del brazo y descubrió que había sido alcanzado en el bíceps. El hormigueo del calor le hizo recuperar brevemente su buen sentido. Miró hacia la línea ante la que acababa de pasar y vio que los confederados se movían de un lado a otro por detrás del muro, en un estado de incredulidad.

Sus oídos volvieron a funcionar de pronto y escuchó los gritos de ánimo procedentes de su propia línea, al otro lado del campo. Luego, fue una vez más consciente de su pie, que le latía como si llevara metida una horrible bomba en la bota.

Hizo dar a «Cisco» media vuelta y cuando el pequeño caballo se agitó contra el freno, el teniente Dunbar escuchó un griterío clamoroso. Miró hacia el otro lado del campo. Sus compañeros de armas se incorporaban en masa por detrás de la pared.

Espoleó de nuevo a «Cisco» y ambos se lanzaron hacia adelante, recorriendo de nuevo el mismo camino a la inversa, esta vez para poner a prueba el otro flanco de los confederados. Los hombres ante los que acababa de pasar fueron pillados con los pantalones bajados y pudo verlos volviendo a cargar frenéticamente sus armas, mientras él pasaba por delante.

Pero por delante de él, a lo largo del flanco ante el que no había pasado aún, pudo ver a los fusileros levantándose tras el muro, apoyando las armas contra el pliegue del hombro.

Decidido a no fracasar en su empeño, el teniente, con un movimiento repentino e impulsivo, dejó caer las riendas y levantó ambos brazos en el aire, como si hubiera sido el caballista de un circo, aunque él sabía que aquello sería el final. Había levantado los brazos como un último gesto de despedida a esta vida. Pero, para cualquiera que hubiera estado observándolo, aquel gesto podría haber sido malinterpretado. Podría haber parecido como un gesto de triunfo.

El teniente Dunbar, desde luego, no había tenido intención alguna de que fuera una señal para nadie. Lo único que él deseaba era morir. Sus compañeros de la Unión, sin embargo, ya tenían el corazón en un puño y cuando vieron que, además, el teniente se permitía levantar los brazos al aire, aquello ya fue más de lo que podían soportar.

Se lanzaron como una oleada contra la pared, en un flujo espontáneo de combatientes, rugiendo con un abandono que detuvo la sangre en las venas de las tropas confederadas.

Los hombres con uniformes de color claro rompieron la línea y echaron a correr en desbandada, desparramándose en una retorcida confusión en dirección al grupo de árboles situado por detrás de ellos.

Para cuando el teniente Dunbar detuvo a «Cisco», las tropas de uniformes azules de la Unión ya habían asaltado el muro, y perseguían a los aterrorizados rebeldes que se introducían en el bosque.

Y, de pronto, la cabeza se le aclaró.

Y el mundo que le rodeaba empezó a girar a su alrededor.

El coronel y sus ayudantes convergían hacia él, procedentes de una dirección, y el general Tipton y su gente llegaban desde otra. Todos ellos lo vieron caer, inconsciente, de la silla y todos apresuraron el paso. Corriendo hacia el lugar situado en medio del campo vacío donde «Cisco» permanecía quieto junto a la figura caída a sus pies, el coronel y el general Tipton compartieron unos mismos sentimientos bastante raros entre los oficiales de alta graduación, sobre todo en época de guerra.

Compartieron una profunda y genuina preocupación por un solo y único individuo.

De los dos, el general Tipton fue el que se sintió más abrumado. En sus veintisiete años como militar había sido testigo de numerosos actos de valentía, pero nada que se pareciera al despliegue de valor del que había sido testigo aquella tarde. Cuando Dunbar recuperó el conocimiento, el general estaba arrodillado a su lado, con el fervor de un padre al lado de un hijo caído.

Y al descubrir que este bravo teniente había cabalgado hacia el campo estando ya herido, el general bajó la cabeza, como si estuviera rezando, e hizo algo que no había hecho desde su niñez. Unas lágrimas rodaron por su canosa barba.

El teniente Dunbar no se encontraba con ánimos para hablar mucho, pero se las arregló para hacer una sola petición, aunque pronunció las palabras varias veces:

—No me corten el pie.

El general Tipton escuchó y registró aquella petición como si fuera una orden divina. Al teniente Dunbar le sacaron del campo en la propia ambulancia del general, le trasladaron al cuartel general del regimiento y, una vez allí, fue instalado bajo la supervisión directa del médico personal del general.

Al llegar allí se produjo una breve escena. El general Tipton le ordenó a su médico que salvara el pie de aquel joven, pero después de haber efectuado un examen rápido, el médico contestó que existía la fuerte posibilidad de que tuviera que amputar.

Entonces, el general Tipton se llevó al médico a un lado.

—Si no le salva el pie a ese muchacho, le apartaré del servicio por incompetente. Le apartaré del servicio aunque sea lo último que haga.

La recuperación del teniente Dunbar se convirtió en una verdadera obsesión para el general. Cada día se tomaba un poco de tiempo para visitar al joven teniente y no dejaba de mirar por encima del hombro al médico quien, por su parte, no dejó de sudar durante las dos semanas que tardó en salvar el pie del teniente Dunbar. Durante ese período de tiempo, el general le dijo pocas cosas al paciente. Se limitó a mostrar por él una preocupación paternal. Pero una vez que el pie hubo quedado fuera de peligro, entró una noche en la tienda, se acercó una silla a la cama que ocupaba el teniente, y empezó a hablar desapasionadamente de algo que había ido formándose en su mente.

Dunbar le escuchó asombrado, mientras el general le exponía su idea. Quería que la guerra terminara para el teniente Dunbar porque su acción en el campo de batalla, una acción en la que el general seguía pensando, era más que suficiente para un hombre en una sola guerra.

Y quería que el teniente le pidiera algo porque, y al decirlo bajó el tono de voz: «Todos estamos en deuda con usted. Yo estoy en deuda con usted».

El teniente se permitió una tenue sonrisa antes de contestar:

—Bien…, yo he conservado mi pie, señor.

El general Tipton, sin embargo, no le devolvió la sonrisa.

—¿Qué es lo que desea? —preguntó.

Dunbar cerró los ojos y pensó. Finalmente, contestó:

—Siempre he querido que me destinaran a la frontera, señor.

—¿A qué lugar?

—A cualquier parte…, sólo a la frontera.

—Está bien —dijo el general levantándose de la silla y disponiéndose a salir de la tienda.

—¿Señor? —el general se detuvo en seco, y cuando se volvió a mirar hacia la cama, lo hizo con un afecto casi conmovedor—. Me gustaría conservar el caballo… ¿Puedo?

—Pues claro que puede.

El teniente Dunbar continuó reflexionando sobre la entrevista con el general durante todo el resto de la tarde. Se sintió muy excitado acerca de las nuevas y repentinas perspectivas que se le habían presentado en la vida. Pero también experimentó un hormigueo de culpabilidad cuando pensó en el afecto que había visto en el rostro del general. No le había dicho a nadie que él sólo había pretendido suicidarse. Pero ahora ya parecía demasiado tarde para decir nada de eso. Y aquella tarde decidió que nunca lo diría.

Ahora, tumbado entre las mantas pegajosas, Dunbar se lio su tercer cigarrillo en media hora y reflexionó sobre la misteriosa forma de actuar del destino que le había conducido finalmente hasta Fort Sedgewick.

El interior de la estancia se iba aclarando poco a poco, y lo mismo parecía suceder con el estado de ánimo del teniente. Alejó sus pensamientos de los acontecimientos del pasado y volvió al presente. Luego, con la dedicación de un hombre que se siente contento con el lugar que ocupa, empezó a pensar en cuál sería la fase de hoy en su campaña de limpieza.

Capítulo
6

Lo mismo que un muchacho que prefiere soslayar las verduras y atacar directamente el pastel, al teniente Dunbar pasó por alto la difícil tarea de apuntalar el barracón de avituallamiento y prefirió dedicar sus esfuerzos a la más agradable tarea de construirse un toldo.

Revisando las vituallas que había traído, encontró una serie de tiendas de campaña que le proporcionarían la lona, pero, a pesar de sus esfuerzos, no logró encontrar un instrumento adecuado con el que coser; en aquel momento deseó no haberse apresurado tanto a quemar los esqueletos de los animales.

Se pasó una buena parte de la mañana registrando las orillas del río antes de encontrar un pequeño esqueleto que le permitió conseguir varias astillas fuertes de hueso que pudiera utilizar como aguja de coser.

Ya de regreso en el barracón de avituallamiento, encontró una delgada cuerda que desenmarañó hasta convertirla en el hilo del tamaño que había imaginado. El cuero habría sido mucho más duradero, pero al introducir todas estas mejoras, al teniente Dunbar le agradó la idea de asignarle un aspecto temporal a su trabajo. Había que sostener el fuerte en pie, se dijo con una sonrisa. Había que sostenerlo en pie hasta que retornara a la vida, con la llegada de tropas de refresco.

Aunque llevaba buen cuidado de evitar las expectativas, estaba seguro de que, tarde o temprano, alguien llegaría.

La tarea de coser fue brutal. Se pasó el resto del segundo día cosiendo aplicadamente la lona, y consiguió progresar bastante. Para cuando dejó la tarea, a últimas horas de la tarde, tenía las manos tan inflamadas e hinchadas que tuvo dificultades hasta para prepararse el café de la noche.

A la mañana siguiente, sus dedos eran como piedras; estaban demasiado agarrotados para seguir trabajando con la aguja. De todos modos, se sintió tentado a probarlo, ya que le faltaba muy poco para terminar. Pero finalmente no lo hizo. En lugar de eso, volvió su atención hacia el corral. Después de un cuidadoso estudio del lugar, obtuvo cuatro de los postes más altos y robustos, que no habían estado enterrados a gran profundidad, y que, por lo tanto, no tardó mucho tiempo en extraer.

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