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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (19 page)

BOOK: Bailando con lobos
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Una hora después de la puesta de sol, contuvo la respiración cuando unos caballos pasaron por el riachuelo. Era una noche sin luna y no pudo distinguir ninguna forma. Creyó haber escuchado el llanto de un niño. Lentamente, los cascos de las bestias se fueron apagando y no regresaron.

Sentía la boca tan seca que hasta le dolía el tragar, y las palpitaciones de sus rodillas peladas parecían estar extendiéndose sobre el resto de su cuerpo. Habría dado cualquier cosa con tal de poder estirarse. Pero no podía moverse más que unos pocos centímetros en cada dirección. Tampoco podía darse la vuelta, y el costado izquierdo, sobre el que estaba apoyada, se le había quedado dormido. Mientras transcurría lentamente la noche más larga de la joven, su incomodidad fue en aumento, debilitándola como una fiebre, y tuvo que endurecerse a sí misma para combatir ataques repentinos de pánico. Si se hubiera dejado llevar por éste, habría podido morir a causa de la conmoción, pero Christine encontró en cada ocasión una forma de rechazar aquellos aumentos de la histeria. Si hubo algo que la salvó, fue quizá que pensó muy poco en lo que les había sucedido a su familia y a sus amigos. De vez en cuando, en su cabeza resonaba el gruñido de muerte de su padre, el que emitió cuando el hacha del pawnee le atravesó el hombro. Pero cada vez que escuchaba aquel gruñido se las arreglaba para detenerse allí, y expulsaba de su mente todo lo demás. Siempre se la había conocido como una niña tenaz, y la tenacidad fue lo que la salvó.

Hacia la medianoche se quedó durmiendo, para despertarse pocos minutos después con un ataque de claustrofobia. Como si fuera el nudo corredizo de una cuerda, cuanto más se esforzaba por salir de allí, tanto más se encajonaba.

Sus gritos lastimeros se extendieron arriba y abajo de la corriente.

Finalmente, cuando ya no pudo seguir gritando más, su voz se convirtió en un llanto prolongado y reparador. Una vez que eso también hubo pasado, se sintió en calma, aunque muy débil, con el agotamiento propio de un animal que se ha pasado varias horas en la trampa.

Renunciando a escapar de aquel agujero, concentró su atención en una serie de pequeñas actividades destinadas a sentirse más cómoda. Empezó a mover los pies de un lado a otro, contando que cada uno de los dedos de los pies pudiera moverlo por separado de los demás. Tenía las manos relativamente libres y se fue apretando las puntas de los dedos, hasta que efectuó todas las combinaciones que se le ocurrieron. Se contó los dientes. Recitó una oración, pronunciando con lentitud cada una de las palabras. Compuso una larga canción en la que hablaba de encontrarse a solas en un agujero. Luego, la cantó.

Cuando observó las primeras luces del día, empezó a gritar de nuevo, sabiendo que posiblemente no podría resistir el pasar otro día allí. Ya había tenido bastante. Cuando escuchó el sonido de caballos en el arroyo, la perspectiva de morir a manos de alguien le pareció mucho mejor que la de morir en aquel agujero.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Ayúdeme!

Escuchó los cascos de los caballos detenerse con brusquedad. Alguien subió por la pendiente, arrastrándose sobre las rocas. El sonido se detuvo y el rostro de un indio apareció delante del agujero. Ella no pudo soportar el mirarlo, pero le era imposible girar la cabeza. Así pues, cerró los ojos ante el asombrado comanche.

—Por favor…, sáqueme —murmuró.

Antes de que se hubiera dado cuenta, unas manos fuertes tiraron de ella y la sacaron a la luz del sol. Al principio no pudo ponerse en pie, y se sentó en el suelo, extendiendo las hinchadas piernas poco a poco, mientras los indios conferenciaban entre ellos.

Estaban divididos. La mayoría no veía ningún valor en llevarla consigo. Dijeron que era delgada, pequeña y débil. Y que si se llevaban a aquel pobre fardo de miseria, podrían acusarles a ellos de lo que habían hecho los pawnee con la gente blanca de la casa de tierra.

Su líder se opuso a eso. No era nada probable que la gente de la casa de tierra fuera encontrada en seguida, al menos por otros blancos. Y para cuando los encontraran ellos ya estarían lejos del territorio. La tribu sólo contaba ahora con dos cautivos, ambos mexicanos, y los cautivos eran valiosos. Si esta moría en el largo camino de regreso a casa, la dejarían junto al sendero, y nadie habría sido más sabio que otro. Si sobrevivía, sería útil como trabajadora, o para negociar con ella cuando surgiera la necesidad. Y el jefe del grupo recordó a los demás que existía una tradición de cautivos convertidos en buenos comanches, y que siempre había necesidad de que hubiera más buenos comanches.

La cuestión quedó solucionada con rapidez. Probablemente, quienes preferían matarla allí mismo tenían mejores argumentos, pero el hombre que se mostró favorable a llevarla consigo era un joven guerrero con un futuro prometedor, y nadie tenía ganas de oponerse a él.

Ella sobrevivió a todas las privaciones, gracias en buena medida a la benevolencia del joven guerrero con futuro, cuyo nombre, según se enteró, era Pájaro Guía.

Con el tiempo, terminó por comprender que aquellas gentes formaban su pueblo y que eran muy diferentes a aquellos otros que habían asesinado a su familia y a sus amigos. Los comanches se convirtieron en su único mundo, y ella llegó a amarlos tanto como odiaba a los pawnee. Pero aunque el odio contra los asesinos se mantuvo, el recuerdo de su familia se hundió cada vez más en el olvido, como si se tratara de algo pesado atrapado en arenas movedizas. Al final, los recuerdos habían desaparecido por completo de su vista.

Hasta este día, el día en que ella había desenterrado el pasado.

Por muy vivo que hubiera sido el recuerdo, En Pie con el Puño en Alto ya no estaba pensando en él cuando se levantó del lugar donde había permanecido sentada, delante del chopo, y se introdujo en el río. Al chapotear en el agua y rociarse la cara, no estaba pensando ni en su madre ni en su padre. Ellos habían desaparecido desde hacía tiempo, y su recuerdo no le servía de nada.

Cuando sus ojos escudriñaron la orilla opuesta estaba pensando sólo en los pawnee, preguntándose si aquel verano harían alguna incursión en el territorio comanche.

En secreto, esperaba que así fuera. Quería contar con otra oportunidad para vengarse.

Varios veranos antes se había presentado una de aquellas oportunidades, y ella la había aprovechado al máximo. Se materializó en forma de un guerrero arrogante que había sido hecho prisionero con el propósito de pedir un rescate por él.

En Pie con el Puño en Alto y una delegación de mujeres salieron al encuentro de los hombres que lo traían, al borde del campamento. Y ella misma encabezó la furiosa carga que el grupo de guerreros comanches fue incapaz de rechazar. Lo arrancaron del caballo y lo cortaron a trozos allí mismo. En Pie con el Puño en Alto fue la primera en hundir su cuchillo, y se quedó allí hasta que sólo quedaron jirones del cuerpo enemigo. Poder devolver por fin los golpes había sido algo profundamente satisfactorio, pero no tanto como para que ella no soñara con regularidad en encontrarse con otra oportunidad.

La visita a su pasado le resultó tonificante; entonces se sentía más comanche que nunca, mientras regresaba por el camino poco usado. Llevaba la cabeza erguida y sentía su corazón muy fuerte.

Ahora, el soldado blanco parecía una fruslería. Decidió que, si hablaba con él, sólo sería en la medida en que le agradara hacerlo.

Capítulo
17

La aparición de tres jóvenes extraños, montados en ponis, constituyó una sorpresa. Tímidos y respetuosos, daban la impresión de ser mensajeros, pero el teniente Dunbar se mostró vigilante. No había aprendido aún a distinguir las diferencias tribales, y para su ojo inexperto aquellos jóvenes podrían haber sido cualquiera.

Con el rifle apoyado sobre el hombro, caminó unos cien metros por detrás del barracón de avituallamiento para encontrarse con ellos. Cuando uno de los jóvenes hizo la señal de saludo utilizada por el tranquilo, Dunbar contestó con su habitual y leve inclinación de cabeza.

El lenguaje con las manos fue corto y sencillo. Le pidieron que los acompañara al poblado, y el teniente asintió. Permanecieron aguardándole mientras él embridaba a «Cisco», y no dejaron de hablar en voz baja sobre el pequeño caballo canela, pero el teniente Dunbar no les prestó ninguna atención.

Se sentía ávido por descubrir a qué venía aquella invitación y se sintió contento cuando todos abandonaron el fuerte al galope.

Era la misma mujer, y aunque estaba sentada lejos de ellos, hacia el fondo de la tienda, la mirada del teniente se desviaba una y otra vez en su dirección. El vestido de piel de gamo le cubría las rodillas, y él no sabía con seguridad si se había recuperado de la fea herida que se había hecho en el muslo.

Físicamente, parecía sentirse bien, aunque él no pudo percibir ninguna pista en su expresión, un tanto melancólica pero, en conjunto, inexpresiva. Y la miraba una y otra vez porque ahora estaba seguro de que ella era la razón de que se le hubiera invitado a acudir al poblado. Hubiera deseado abordar directamente el asunto, pero su limitada experiencia con los indios ya le había enseñado a ser paciente.

Así pues, esperó a que el chamán preparara meticulosamente su pipa. El teniente volvió a mirar a En Pie con el Puño en Alto. Durante una fracción de segundo la mirada de ella se cruzó con la suya, y eso le permitió recordar lo pálidos que eran aquellos ojos en comparación con los negros profundos de los demás. Luego recordó que el día en que la encontró en la pradera, había dicho «No», en inglés. De repente, el cabello de color cereza oscuro adquirió para él un nuevo significado, y empezó a sentir un hormigueo en la base de la nuca.

«Oh, Dios mío, esa mujer es blanca», pensó.

Dunbar sabía que Pájaro Guía era más que consciente de la presencia de la mujer entre las sombras, Cuando ofreció por primera vez la pipa a su visitante especial, lo hizo dirigiendo una mirada de soslayo en dirección de ella.

El teniente Dunbar necesitó ayuda para fumar, y Pájaro Guía se la prestó amablemente, colocando las manos sobre el largo y suave cañón y ajustando el ángulo. El tabaco era tan áspero como daba a entender su olor, pero le pareció lleno de aroma. Producía un buen humo. La pipa en sí era fascinante. Pesada de encender, era extraordinariamente ligera una vez que se empezaba a fumar, casi como si pudiera alejarse flotando si él dejara de sostenerla.

Estuvieron fumando durante unos minutos, pasándose la pipa el uno al otro. Luego, Pájaro Guía dejó la pipa a su lado, con mucho cuidado. Miró directamente a En Pie con el Puño en Alto, e hizo un ligero movimiento con la mano, indicándole que se adelantara.

Ella vaciló un momento, pero luego apoyó una mano en el suelo y se dispuso a incorporarse. El teniente Dunbar, siempre en su papel de caballero, se levantó instantáneamente y, al hacerlo, produjo un pequeño jaleo.

Todo se produjo como en un violento fogonazo. Dunbar no vio el cuchillo hasta que ella hubo cubierto la mitad de la distancia que los separaba. Lo siguiente de lo que fue consciente fue del antebrazo de Pájaro Guía que le golpeó en el pecho, y a continuación cayó hacia atrás. Al tiempo que caía vio a la mujer que se acercaba agachada, puntuando las palabras que decía entre dientes con movimientos perversos, como si quisiera apuñalarlo.

Pájaro Guía se lanzó sobre ella con la misma rapidez, quitándole el cuchillo con una mano, mientras que con la otra la obligaba a sentarse en el suelo. Cuando el teniente Dunbar también se sentó, Pájaro Guía se estaba volviendo hacia él. En el rostro del chamán había una expresión de cierto temor.

Desesperado por quitar tensión a aquella terrible situación, Dunbar se puso en pie de un brinco. Movió las manos de un lado a otro y dijo «No» varias veces. Luego, hizo una de las pequeñas inclinaciones que solía utilizar a modo de saludo cuando los indios acudían a Fort Sedgewick. A continuación, señaló a la mujer que estaba en el suelo y volvió a inclinarse.

Entonces, Pájaro Guía comprendió. El hombre blanco sólo trataba de ser amable. No había tenido intención de hacer ningún daño. Le dijo unas pocas palabras a En Pie con el Puño en Alto y ella volvió a levantarse. Mantuvo la vista fija en el suelo evitando cualquier mirada con el soldado blanco.

Por un momento, los tres permanecieron inmóviles.

El teniente Dunbar esperó y observó mientras Pájaro Guía se acariciaba con lentitud la nariz con un dedo largo y oscuro, pensando en lo que acababa de suceder. Luego murmuró con suavidad unas palabras a En Pie con el Puño en Alto, y la mujer levantó la mirada. Sus ojos parecían más pálidos que antes. Y también más inexpresivos. Ahora miraban fijamente a los de Dunbar.

Por medio de señas, Pájaro Guía pidió al teniente que volviera a sentarse. Se sentaron como habían hecho antes, uno frente al otro. Pájaro Guía volvió a hablar con En Pie con el Puño en Alto, con palabras suaves, y ella se adelantó, sentándose, ligera como una pluma, a sólo un par de pasos de distancia de donde estaba Dunbar.

Pájaro Guía los miró a ambos, a la expectativa. Se llevó los dedos a los labios, induciendo al teniente con este signo, hasta que Dunbar comprendió que se le estaba pidiendo que hablara, que le dijera algo a la mujer sentada a su lado.

El teniente giró la cabeza hacia ella, a la espera, hasta que le vio los ojos entrecerrados.

—Hola —le dijo. Ella parpadeó entonces—. Hola —repitió él.

En Pie con el Puño en Alto recordaba la palabra. Pero su lengua blanca estaba tan oxidada como una vieja bisagra. Tenía miedo de lo que pudiera salirle, y su subconsciente seguía resistiéndose a la misma idea de iniciar esta conversación. Hizo varios intentos, sin producir sonido alguno, antes de que le saliera.

—Huía —dijo, dejando caer en seguida la barbilla.

Pájaro Guía estaba tan encantado que, en contra de su habitual manera de ser, se dio un golpe con la mano en la pierna. Se inclinó hacia adelante y palmeó la mano de Dunbar, animándole a continuar.

—¿Hablas? —preguntó el teniente, acompañando sus palabras con el signo que había utilizado Pájaro Guía—. ¿Hablas inglés?

En Pie con el Puño en Alto se dio unos golpecitos con los dedos en la sien, y asintió, tratando de indicarle que las palabras estaban en su cabeza. Luego, colocó un par de dedos contra los labios y sacudió la cabeza con un gesto negativo, intentando comunicarle que tenía problemas con la lengua.

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