Hasta el teniente Dunbar, tan poco práctico en tales lides, pudo percibir la tensión que se erizaba a su alrededor. El aire parecía haberse quedado absolutamente inmóvil. No traía ningún sonido. Ya ni siquiera escuchaba los cascos de los ponis de los cazadores. Hasta el rebaño que se extendía por delante se había quedado repentinamente en silencio. La muerte se instalaba sobre la pradera con la seguridad de una nube descendente.
Cuando se hallaba a unos cien metros de distancia, un puñado de bestias velludas se volvió hacia él. Los animales levantaron las grandes cabezas, olisqueando el aire quieto a la búsqueda de un indicio de lo que sus oídos habían escuchado, pero sus débiles ojos aún eran incapaces de identificar. Sus rabos se levantaron, encrespándose por encima de sus grupas como pequeñas banderas. El mayor de ellos pateó la hierba, sacudió la cabeza y lanzó un brusco bufido, desafiando la intrusión de los jinetes que se aproximaban.
Dunbar comprendió entonces que la muerte que estaba a punto de producirse no era ninguna conclusión prevista para cada uno de los cazadores, que no se trataría de una situación en la que uno espera tumbado y dispara, que para conseguir la muerte de estos animales, cada hombre iba a tener que cazar su propia pieza.
Una conmoción estalló a lo largo del flanco derecho, allá lejos, hacia la punta del cuerno. Los cazadores habían lanzado su ataque.
Este primer ataque puso en marcha una reacción en cadena que se desarrolló con una velocidad asombrosa y que pilló a Dunbar de la misma manera en que un gran buque arrolla a un nadador que no sospecha su presencia.
Los animales que se habían vuelto a mirar en su dirección, se giraron y echaron a correr. Al mismo tiempo, los ponis de todos los indios se lanzaron al unísono al galope. Todo eso sucedió con tal rapidez que «Cisco» casi dejó atrás al teniente. Éste echó la mano hacia atrás para intentar atrapar el sombrero que le había volado, pero se le escapó de entre los dedos. No importaba. Ahora ya no había forma de detenerse, ni siquiera aunque utilizara toda su fuerza. El pequeño caballo color canela galopaba a toda velocidad como si las llamas le estuvieran hormigueando en los cascos, y como si su vida dependiera de la velocidad de su carrera.
Dunbar miró hacia la línea de jinetes que se extendía a su derecha y a su izquierda y le extrañó observar que no había nadie allí. Miró entonces por encima del hombro y los vio, tendidos sobre los lomos de sus ponis lanzados al galope. Avanzaban todo lo rápido que podían pero, en comparación con «Cisco», no eran más que enanos que ahora se esforzaban inútilmente por mantener su paso. Se iban quedando cada vez más atrás a cada segundo que transcurría y, de repente, el teniente se encontró ocupando un espacio que era para él solo. Se encontraba entre los cazadores lanzados a la persecución y los búfalos que huían.
Tiró de las riendas de «Cisco», pero si el caballo lo notó, no hizo el menor caso. Tenía el cuello extendido hacia adelante, las orejas planas y las aletas de la nariz abiertas al máximo, bebiendo al viento que le impulsaba cada vez más cerca del rebaño.
El teniente Dunbar no dispuso de tiempo para pensar. La pradera parecía volar bajo sus pies, el cielo semejaba rodar sobre su cabeza y entre los dos, extendiéndose en una línea situada directamente por delante, se encontraba una muralla de búfalos en estampida.
Ahora estaba ya lo bastante cerca como para ver los músculos de sus cuartos traseros. Pudo verles las pezuñas y supo que al cabo de unos segundos más estaría lo bastante cerca de ellos como para tocarlos.
Se estaba precipitando hacia una pesadilla mortal, como un hombre tendido en una canoa que flotara impotente hacia el borde de una cascada. El teniente no gritó. Pero sí cerró los ojos. Los rostros de su padre y de su madre cruzaron por su mente. Estaban haciendo algo que nunca les había visto hacer con anterioridad. Se estaban besando apasionadamente. Se sentía rodeado por un gran retumbar como el que pudiera proceder de mil tambores. El teniente abrió entonces los ojos y se encontró en un paisaje de ensueño, en un valle lleno de gigantescas protuberancias pardas y negras que corrían en una sola dirección.
Y ellos corrían con el rebaño.
El tremendo estruendo de decenas de miles de patas hendidas pareció traer consigo el curioso silencio de una inundación y, por un breve instante, Dunbar se sintió serenamente a flote en la frenética quietud de la estampida.
Agarrándose a «Cisco» miró por encima del masivo manto en movimiento, del que ahora formaba parte y se imaginó que, si así lo deseaba, podría deslizarse del caballo, quedarse atrás y ganar la seguridad del terreno vacío, saltando de una joroba a otra, del mismo modo que un muchacho podría pasar de una orilla a otra de la corriente saltando sobre las piedras.
El rifle se le resbaló, casi cayéndole de la sudorosa mano y, en ese momento, el bisonte que corría a su izquierda, apenas a un paso o dos de distancia, giró de pronto la cabeza. Dio un fuerte impulso a su cabeza velluda y trató de cornear a «Cisco». Pero el caballo era demasiado hábil. Saltó a un lado y el cuerno apenas le rozó el cuello. El movimiento casi estuvo a punto de arrojar al suelo al teniente Dunbar. En el caso de haberse caído, habría encontrado una muerte segura. Pero los búfalos corrían tan apretados a su alrededor que rebotó contra el lomo del que corría al otro costado y, de alguna forma, consiguió enderezarse.
Sintiendo el pánico, el teniente bajó el rifle y disparó contra el búfalo que había tratado de cornear a «Cisco». Fue un mal disparo, pero la bala destrozó una de las patas delanteras de la bestia. Sus rodillas se doblaron y Dunbar escuchó el crujido de su cuello al romperse cuando el animal dio una vuelta de campana.
De pronto, se encontró rodeado de espacio abierto. Los búfalos se habían alejado de su arma. Tiró con fuerza de las riendas de «Cisco» y el caballo respondió esta vez. Un momento más tarde se habían detenido. El retumbar del rebaño se fue perdiendo en la distancia.
Mientras observaba al rebaño que se alejaba delante de él, vio que sus compañeros de caza les habían alcanzado. La vista de los hombres desnudos montados a pelo sobre los caballos, corriendo con todos aquellos animales, como si fueran corchos a la deriva en un océano, le dejó boquiabierto durante varios minutos. Pudo ver cómo curvaban sus arcos y los remolinos de polvo a medida que, uno tras otro, iban cayendo los búfalos.
Pero apenas habían transcurrido unos minutos cuando regresaron. Él deseaba ver al animal que había matado. Quería confirmar lo que aún le parecía demasiado fantástico como para ser verdad.
Todo había sucedido en menos tiempo del que tardaba en afeitarse.
Para empezar, se trataba de un gran animal, pero en la muerte, allí tendido, quieto y solo entre la corta hierba, aún parecía mucho más grande.
Como si se tratara de un visitante en una exposición, el teniente Dunbar rodeó el cuerpo lentamente. Se detuvo ante la monstruosa cabeza del animal, tomó con una mano uno de los cuernos y tiró de él. La cabeza era muy pesada. Recorrió con la mano la longitud del cuerpo, pasándola por el vello lanoso de la joroba y el lomo que descendía y los cuartos traseros, de pelaje más fino. Sostuvo entre los dedos el mechón de la cola, que le pareció ridículamente pequeño.
Volviendo al punto de partida, el teniente se acuclilló delante de la cabeza del macho y observó la larga barba negra que le colgaba del mentón. Le hizo pensar en la barba de chivo de un general, y por un momento se preguntó si aquel bicho habría sido un miembro destacado del rebaño.
Se incorporó y retrocedió dos pasos, todavía impresionado ante la vista del búfalo muerto. Para él constituía un hermoso misterio saber cómo era posible que existiera una criatura tan notable como ésta. Y había miles como aquélla.
«Quizá haya millones», pensó.
No sintió ningún orgullo por haberle arrebatado la vida al búfalo, pero tampoco le produjo remordimientos. Dejando aparte una fuerte sensación de respeto, no sintió ninguna otra emoción. Lo que sí experimentó fue algo físico: el estómago se le retorció y lo escuchó gruñir. La boca se le empezó a hacer agua. Durante los últimos días sus comidas habían sido más bien escasas y ahora, contemplando aquel enorme montón de carne, fue plenamente consciente del hambre que sentía. Apenas habían transcurrido diez minutos desde que se iniciara la furiosa carga y la caza ya había terminado. El rebaño se había desvanecido, dejando atrás a sus muertos. Los cazadores deambulaban entre sus piezas, esperando a que las mujeres, los niños y los viejos acudieran a la llanura, trayendo consigo todo su equipo de carniceros. En sus voces había una nota de excitación y a Dunbar se le ocurrió la idea de que acababa de iniciarse alguna clase de festín.
De pronto, Cabello al Viento se acercó al galope, acompañado por otros dos compañeros. Aparecía muy emocionado por el éxito de la caza, y sonrió ampliamente al detener su pesado poni. El teniente observó que tenía una fea hendedura abierta por debajo de la rodilla.
Pero Cabello al Viento ni se daba cuenta de eso. Aún estaba radiante cuando se acercó al teniente y lo empujó en la espalda, con un saludo bienintencionado que lanzó a Dunbar contra el suelo.
Lanzando una risotada de buen humor, Cabello al Viento ayudó al aturdido teniente a incorporarse y apretó el mango de un cuchillo de hoja ancha contra la palma de su mano. Dijo algo en comanche y señaló al animal muerto.
Dunbar se quedó allí de pie, con una actitud desmañada, mirando estúpidamente el cuchillo. Sonrió, impotente y sacudió la cabeza con un movimiento negativo. No sabía lo que debía hacer.
Cabello al Viento murmuró algo que hizo reír a sus compañeros, dio unos golpes en el hombro del teniente y volvió a coger el cuchillo. Luego, se arrodilló ante el vientre del búfalo de Dunbar.
Actuando con la misma serenidad y aplomo que un escultor avezado, hundió el cuchillo en el pecho del animal y luego, utilizando ambas manos, empujó la hoja hacia atrás, abriéndolo. Cuando las entrañas se derramaron, Cabello al Viento introdujo una mano en la cavidad, tanteando como alguien que busca algo en la oscuridad.
Encontró lo que deseaba, dio un par de tirones secos y se incorporó, sosteniendo en la mano un hígado tan grande que casi se le desbordaba por ambas manos juntas. Imitando la ya conocida leve inclinación del soldado blanco, presentó su trofeo al atónito teniente. Cauteloso, Dunbar aceptó el órgano humeante, pero al no saber lo que hacer con él, se refugió en la leve inclinación en la que tanto confiaba y, con toda la amabilidad que pudo, devolvió el hígado.
Normalmente, Cabello al Viento podría haberse sentido ofendido, pero se dijo a sí mismo que «Jun» era blanco y, en consecuencia, ignorante. Así pues, hizo otra inclinación, se llevó a la boca un extremo del hígado todavía caliente y desgarró un buen bocado.
El teniente Dunbar le observó con incredulidad, mientras el guerrero pasaba el hígado a sus amigos. Ellos también dieron buenos bocados a la carne cruda, que comieron con avidez, como si se tratara de un pastel de manzana recién hecho. Pero para entonces una pequeña multitud, algunos montados y otros a pie, se había reunido alrededor del búfalo de Dunbar. Pájaro Guía también estaba allí, así como En Pie con el Puño en Alto. Ella y otra mujer ya habían empezado a arrancarle la piel al animal.
Cabello al Viento le ofreció una vez más la carne a medio consumir y Dunbar la tomó de nuevo en sus manos. La sostuvo como un estúpido, mientras sus ojos buscaban una expresión o un signo entre alguno de los presentes que le permitieran salir airoso de la situación.
No recibió ninguna ayuda. Todos le observaban en silencio, esperando con expectación, y él se dio cuenta de que sería una solemne tontería intentar pasarlo de nuevo a los demás. Hasta Pájaro Guía estaba a la espera.
Así que al llevarse el hígado a la boca, Dunbar se dijo que aquello era muy fácil de hacer, que sólo exigiría tragar un bocado de algo que odiaba.
Confiando en no sentir náuseas, mordió el hígado.
La carne estaba increíblemente tierna. Se deshizo en su boca. Observó el horizonte mientras masticaba y, por un momento, el teniente Dunbar se olvidó de la silenciosa audiencia cuando sus papilas gustativas enviaron un mensaje sorprendente a su cerebro.
La carne estaba deliciosa.
Sin pensárselo dos veces, dio otro bocado. Una sonrisa espontánea apareció en su rostro y entonces, con una expresión de triunfo, levantó lo que quedaba del hígado por encima de su cabeza.
Sus compañeros de caza saludaron su gesto con un coro de aullidos salvajes.
Al igual que otras muchas personas, el teniente Dunbar había pasado la mayor parte de su vida en los graderíos, observando más que participando. En los momentos en que se convertía en un participante, sus acciones eran claramente independientes, bastante parecido a como había sido su participación en la guerra. Resultaba algo muy frustrante sentirse siempre aparte.
Algo de esta característica que conocía de toda la vida cambió en el momento en que levantó entusiasmado el hígado en el aire, como símbolo de su presa cazada, y escuchó los gritos de entusiasmo de sus compañeros de caza. Entonces sintió la satisfacción de pertenecer a algo cuyo conjunto era más grande que cada una de sus partes. Fue una sensación que le afectó profundamente desde el principio. Y durante los días que pasó en la llanura de caza, y en las noches transcurridas en el campamento temporal, aquella sensación se vio sólidamente reforzada.
El ejército había resaltado incansablemente las virtudes del servicio, del sacrificio individual en nombre de Dios, o del país, o de ambos. El teniente había hecho todo lo que pudo por adoptar aquellas creencias, pero la mayor parte de la sensación de servicio al ejército había estado sólo en su cabeza, no en su corazón. Nunca perduraba más allá de la retórica vacía y desvaneciente del patriotismo.
Con los comanches, en cambio, era diferente.
Eran un pueblo primitivo. Vivían en un mundo enorme, solitario y extraño, descrito por los blancos como nada más que cientos de kilómetros de territorio sin valor alguno que había que cruzar.
Pero los hechos de sus vidas habían ido adquiriendo menos importancia para él. Eran un grupo que vivían y prosperaban a través del servicio. El servicio era, en realidad, la forma que tenían de controlar el frágil destino de sus vidas. Estaba siendo ofrecido constantemente, con fidelidad y sin quejas, al espíritu simple y hermoso de su forma de vida, y el teniente Dunbar encontró en él una paz que concordaba con sus más queridos deseos.