No había nadie por los alrededores, pero ella escuchó con cuidado por si llegaba alguien. Al no escuchar nada, escondió la jarra bajo un arbusto y se deslizó tras la maleza del viejo camino cuando unas voces empezaron a sonar cerca de la orilla del agua.
Se apresuró por entre la maraña vegetal que colgaba sobre el camino y se sintió aliviada cuando, al cabo de unos pocos metros, éste se convirtió en un sendero de verdad. Ahora empezó a moverse con facilidad y las voces que llegaban desde el sendero principal no tardaron en desvanecerse.
La mañana era hermosa. Una ligera brisa convertía las ramas de los sauces en bailarines oscilantes, las manchas de cielo por encima de su cabeza eran de un azul brillante, y los únicos sonidos que se escuchaban eran los de un conejo o un lagarto ocasionales, asustados por su paso. Era un día para sentirse regocijada, pero no había ningún regocijo en el corazón de En Pie con el Puño en Alto, que se veía surcado por largas venas de amargura, y ahora, mientras disminuía el paso, la mujer blanca de los comanches dio paso al odio.
Una parte de ese odio fue dirigido contra el soldado blanco. Lo odiaba por haber venido a su territorio, por ser un soldado, por haber nacido. Odiaba a Pájaro Guía porque le había pedido hacer esto y por saber que ella no podría negarse. Y odiaba al Gran Espíritu por ser tan cruel. El Gran Espíritu le había destrozado el corazón. Pero, al parecer, no era suficiente con matar el corazón de una.
«¿Por qué sigues haciéndome daño? —preguntó—. Yo ya estoy muerta».
Poco a poco, su cabeza empezó a enfriarse. Pero la amargura no disminuyó por eso, sino que se endureció, transformándose en algo frío y frágil.
Encuentra tu lengua blanca. Encuentra tu lengua blanca.
Se le ocurrió pensar que ya estaba cansada de ser una víctima, y eso la enojó.
«¿Quieres mi lengua blanca? —pensó en comanche—. ¿Ves algún valor en mí para eso? Está bien, la encontraré entonces. Y si por hacer eso me convierto en nadie, entonces seré la más grande de todos los nadies. Seré un nadie a quien recordar».
Mientras sus mocasines rozaban con suavidad el camino alfombrado por la hierba, empezó a intentar recordar, a encontrar un lugar por donde empezar, un lugar desde donde pudiera empezar a recordar palabras.
Pero todo estaba en blanco en su mente. Por mucho que se concentrara, no se le ocurría nada y durante varios minutos sufrió la terrible frustración de tener todo un idioma en la punta de la lengua. En lugar de levantarse, la neblina de su pasado se había cerrado como una niebla densa.
Ya se sentía agotada cuando llegó a un pequeño claro que se abría al río, a casi dos kilómetros corriente arriba del poblado. Era un lugar de una extraña belleza, formado por una especie de terraza cubierta de hierba, bajo la sombra de un reluciente chopo, y rodeado de pantallas naturales de vegetación por tres lados. En aquella parte, el río se deslizaba ancho y superficial, salpicado de bancos de arena coronados por juncos. En otros tiempos pasados le habría encantado descubrir un lugar como éste. A En Pie con el Puño en Alto siempre le había gustado la belleza.
Pero hoy apenas si la notó. Como sólo deseaba descansar, se sentó pesadamente delante del chopo y apoyó con pesadez la espalda sobre su tronco. Cruzó las piernas al estilo indio y se levantó un poco la falda para permitir que el aire fresco del río jugueteara entre sus muslos. Finalmente, cerró los ojos y se decidió a continuar sus esfuerzos por recordar.
Pero seguía sin poder recordar nada. En Pie con el Puño en Alto rechinó los dientes. Levantó las manos y hundió las palmas en los cansados ojos.
Y fue mientras se frotaba los ojos cuando surgió la imagen.
La conmocionó como una mancha brillante de color.
Ya había tenido imágenes como aquélla durante el verano anterior, cuando se descubrió que había soldados blancos en las cercanías. Una mañana, mientras estaba tumbada en la cama, su muñeca había aparecido sobre la pared. En medio de un baile había visto a su madre. Pero aquellas dos imágenes fueron opacas.
Las que estaba viendo ahora, en cambio, eran vivas y se movían como si formaran parte de un sueño. Y durante todo el rato no hacía más que escuchar la lengua del hombre blanco. Y comprendía cada una de las palabras de lo que recordaba.
Lo que apareció primero la había conmocionado debido a su claridad. Se trataba del dobladillo desgarrado de un gran vestido azul. Había una mano sobre el dobladillo, jugueteando con el flequillo. Mientras ella observaba eso con los ojos cerrados, la imagen se hizo más grande. La mano pertenecía a una muchacha de diez u once años. Estaba de pie en una habitación basta de tierra apisonada, amueblada únicamente con una cama pequeña, de aspecto duro, un ramillete de flores enmarcadas colocado cerca de la única ventana, y un aparador sobre el que colgaba un espejo con uno de sus bordes descascarillado.
La muchacha estaba apartando la mirada, y su rostro, que no se veía en el espejo, se inclinaba hacia la mano que sostenía el dobladillo en el que ella inspeccionaba el desgarrón.
Al hacer la inspección, el vestido se levantó lo suficiente como para dejar al descubierto las piernas cortas y delgadas de la muchacha.
De pronto, desde el otro lado de la habitación sonó la voz de una mujer.
—Christine…
La muchacha volvió la cabeza y, en un ramalazo de toma de conciencia. En Pie con el Puño en Alto se reconoció a sí misma con aquella edad. Su antiguo rostro escuchó y luego su antigua boca pronunció las palabras:
—Voy, mamá.
En ese momento. En Pie con el Puño en Alto abrió los ojos. Se sintió asustada por lo que acababa de ver, pero al igual que un oyente ante el narrador, quería saber más.
Volvió a cerrar los ojos, y desde la rama de un roble por el que estaba subiendo se extendió ante ella una masa de hojas que se agitaban con suavidad. Una casa alargada de paja, bajo la sombra de un par de chopos, construida junto a la orilla de una pequeña corriente de agua. Una mesa tosca situada delante de la casa. Y, sentados a la mesa, cuatro personas adultas, dos hombres y dos mujeres. Los cuatro estaban hablando, y En Pie con el Puño en Alto pudo comprender cada una de las palabras que dijeron.
Tres niños estaban jugando a la gallina ciega algo más lejos, en el patio, y las mujeres no dejaban de vigilarlos mientras charlaban sobre unas fiebres que había logrado superar recientemente uno de los pequeños.
Los hombres fumaban en pipas. Sobre la mesa, delante de ellos, se encontraban desparramados los restos del almuerzo del domingo: un cuenco de patatas hervidas, varios platos de verdura, unas tortas, los restos de un pavo, y una jarra medio llena de leche. Los hombres hablaban sobre la probabilidad de que lloviera. Reconoció a uno de ellos. Era alto y nervudo. Tenía las mejillas hundidas y el rostro anguloso. Llevaba el cabello peinado hacia atrás. En su mandíbula se apreciaba una barba corta y tenue. Era su padre.
A continuación, distinguió las imágenes de dos personas tumbadas sobre la hierba que crecía del tejado. Al principio, no supo quiénes eran, pero de pronto pareció acercarse y pudo verlas con toda claridad.
Ella estaba con un muchacho que tenía aproximadamente su misma edad. Se llamaba Willy. Era tosco, delgado y pálido. Estaban tumbados de espaldas, el uno junto al otro, cogidos de la mano, mientras observaban una línea de nubes altas que se extendía por un cielo espectacular.
Estaban hablando del día en que se casaran.
—Yo preferiría que no hubiera nadie —dijo Christine con expresión soñadora—. Preferiría que vinieras una noche junto a mi ventana y me llevaras lejos…
Ella le apretó la mano, pero Willy no se la apretó a ella. Estaba observando las nubes con mucha atención.
—No sé muy bien lo de esa parte —dijo.
—¿Qué es lo que no sabes?
—Podríamos vernos metidos en problemas.
—¿De quién? —preguntó ella con impaciencia.
—De nuestros padres.
Christine giró la cara hacia la de él y sonrió ante la preocupación que vio reflejada en ella.
—Pero estaríamos casados. Nuestros asuntos serían nuestros, y no de nadie más.
—Supongo que sí —dijo el muchacho con el ceño todavía fruncido.
No le ofreció ninguna otra idea, así que Christine volvió a contemplar el cielo en su compañía.
Finalmente, el chico suspiró. La miró por el rabillo del ojo y ella lo miró a él de la misma forma.
—Supongo que no me importará el jaleo que pueda armarse… siempre y cuando nos casemos.
—A mí tampoco —dijo ella.
Sin llegar a abrazarse, sus rostros empezaron a acercarse, y sus labios se prepararon para un beso. En el último momento, Christine cambió de idea.
—No podemos —susurró. Una expresión de dolor cruzó por los ojos del chico—. Ellos nos verían —volvió a susurrar ella—. Larguémonos abajo.
Willy estaba sonriendo cuando la vio deslizarse un poco más hacia abajo, por la vertiente trasera del tejado. Antes de seguirla echó un vistazo hacia atrás para mirar a la gente que estaba en el patio, allá abajo.
Unos indios se acercaban desde la pradera. Eran una docena, todos montados a caballo. Llevaban la cabellera manchada de grasa y los rostros pintados de negro. —Christine —susurró, sujetándola.
Avanzaron hacia adelante, sobre sus vientres, acercándose al borde todo lo que pudieron. Willy sostuvo su escopeta de matar ardillas, mientras asomaban los cuellos.
Las mujeres y los niños debían de haberse metido dentro de la casa, porque su padre y su amigo estaban solos en el patio. Tres indios se habían acercado. Los otros esperaban a una respetuosa distancia.
El padre de Christine empezó a hablar por señas con uno de los tres emisarios, un corpulento pawnee con el ceño fruncido. Ella se dio cuenta en seguida de que la conversación no andaba bien. El indio hacía movimientos en dirección a la casa, haciendo la señal de beber. El padre de Christine seguía sacudiendo la cabeza, en señal de negación.
En otras ocasiones ya habían acudido indios, y el padre de Christine siempre había compartido con ellos lo que tuviera a mano. Pero estos pawnee querían algo que él no tenía… o que no quería compartir.
—Parecen enfadados —le susurró Willy al oído—. Quizá quieren whisky.
Ella pensó que eso debía de ser. Su padre no aprobaba la idea de beber licor de ninguna clase y, mientras observaba, se dio cuenta de que estaba perdiendo la paciencia. Y la paciencia era una de sus características.
Les hizo señas para que se marcharan, pero los indios no se movieron. Luego, levantó los brazos al aire y los ponis agitaron las cabezas. A pesar de todo, los indios siguieron sin moverse y ahora los tres tenían la expresión ceñuda.
El padre de Christine le dijo algo al amigo blanco que estaba de pie, a su lado y luego, dándoles la espalda, emprendieron el regreso hacia la casa.
No hubo tiempo para que nadie les gritara ninguna advertencia. El hacha del pawnee corpulento trazó un arco en el aire y descendió antes de que el padre de Christine hubiera terminado siquiera de volverse. Se le hundió profundamente en el hombro, introduciendo toda la hoja. Lanzó un gruñido como si una repentina ráfaga de viento le hubiera cortado la respiración y se balanceó hacia un lado, a través del patio. Antes de que hubiera podido dar unos pasos más, el pawnee corpulento se lanzó sobre su espalda, golpeándole furiosamente con el hacha hasta que cayó al suelo.
El otro hombre blanco intentó echar a correr, pero unas flechas silbantes le derribaron cuando se encontraba a medio camino de la puerta de la casa de paja. Unos terribles sonidos inundaron los oídos de Christine. Gritos de desesperación procedentes del interior de la casa, y los indios que hasta entonces se habían mantenido a distancia empezaron a aullar y se lanzaron al galope hacia la casa. Alguien le gritó delante de la cara. Era Willy.
—¡Corre, Christine…, corre!
Willy le colocó una de las botas en el trasero y la empujó, haciéndola rodar tejado abajo hasta el lugar donde terminaba éste y empezaba la pradera. Miró hacia atrás y vio al muchacho tosco y delgado, de pie en el borde del tejado, con su escopeta de cazar ardillas apuntando hacia el patio.
Disparó y, por un momento, Willy permaneció inmóvil. Luego, giró el rifle hasta cogerlo por el cañón, sosteniéndolo como un palo y se lanzó tranquilamente al espacio, desapareciendo.
Entonces, ella echó a correr, azuzada por el temor, con sus delgadas piernas de muchacha de catorce años chapoteando en los charcos que había detrás de la casa como las ruedas de una máquina.
El sol le daba en los ojos y se cayó varias veces, pelándose la piel de las rodillas. Pero en cada ocasión se incorporó en un abrir y cerrar de ojos, con el temor a morir impulsándola más allá de su dolor. Si delante de ella hubiera aparecido de pronto una pared de ladrillo, la habría atravesado directamente.
Sabía que no podría mantener el mismo ritmo y que, aunque pudiera, ellos llegarían montados a caballo, de modo que cuando el riachuelo empezó a curvarse y sus orillas se hicieron más profundas, buscó un lugar donde ocultarse.
Su búsqueda frenética no le permitió encontrar nada y el dolor de los pulmones empezaba a aguijonearla cuando vio una oscura abertura, oscurecida parcialmente por unos espesos matojos que crecían a medio camino de la pendiente de la izquierda.
Gruñendo y llorando, subió a rastras la pendiente salpicada de rocas y, como si fuera un ratón en busca de cobijo, se arrojó dentro del agujero. Su cabeza se introdujo, pero los hombros no le pasaron. Era demasiado pequeño. Retrocedió, poniéndose de rodillas y golpeó los lados del agujero con los puños. La tierra era blanda y empezó a desmoronarse. Christine excavó febrilmente y al cabo de unos momentos se había abierto el espacio suficiente como para ocultarse.
Era un escondite muy estrecho. Tuvo que enroscarse y adoptar una posición fetal y casi inmediatamente tuvo la nauseabunda sensación de haberse metido de algún modo en una jarra. El ojo derecho podía ver sobre el borde de la entrada del agujero, distinguiendo varios cientos de metros del riachuelo. Nadie venía por allí. Pero un humo negro se elevaba en la dirección donde estaba la casa. Se llevó las manos al cuello y una de ellas descubrió el crucifijo en miniatura que había llevado desde que tenía uso de razón. Lo sostuvo con fuerza y esperó.
Cuando el sol empezó a descender por detrás de donde se encontraba, se despertaron las esperanzas de la joven. Temía que uno de ellos la hubiera visto salir huyendo, pero a cada hora que transcurría iban mejorando sus oportunidades. Rezó para que llegara pronto la noche. Entonces les sería imposible descubrir dónde estaba.