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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (22 page)

BOOK: Bailando con lobos
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Asesino.

Se volvió a mirar a Pájaro Guía. El chamán contemplaba fijamente los restos del ternero nonato, con el rostro convertido en una máscara larga y sombría.

En ese momento, el teniente Dunbar se giró y miró hacia el fondo de la columna. Toda la tribu avanzaba de prisa por entre la carnicería. A pesar de lo hambrientos que estaban, después de haberse alimentado mal durante las últimas semanas, nadie se detuvo para cortar un trozo del botín de carne extendido a su alrededor. Las voces que habían estado tan alegres durante toda la mañana, se mantenían ahora en silencio, y observó en sus rostros la melancolía que produce el saber que un buen sendero se ha convertido, de pronto, en malo.

Cuando llegaron a los terrenos de caza, los caballos ya arrojaban grandes sombras. Mientras las mujeres y los niños se ponían a trabajar para levantar el campamento en lo alto de una larga escarpadura del terreno, la mayoría de los hombres se adelantó para explorar el rebaño, antes de que cayera la noche.

El teniente Dunbar fue con ellos.

A poco más de un kilómetro de distancia del nuevo campamento, se encontraron con tres exploradores que se habían preparado un pequeño campamento propio, a unos cien metros de distancia de la boca de entrada de una amplia barranca. Dejando los caballos abajo, sesenta guerreros coman-ches y un hombre blanco empezaron a subir lentamente la larga ladera occidental que surgía de la barranca. Al acercarse a la cresta, todos se agacharon sobre el suelo y avanzaron los últimos metros a rastras.

El teniente miró con expectación a Pájaro Guía y encontró en su rostro una leve sonrisa. El chamán señaló hacia adelante y se llevó un dedo a los labios. Dunbar supo entonces que habían llegado.

A unos pocos pasos por delante de él, la tierra descendía y delante sólo se veía el cielo. Se dio cuenta de que acababan de subir por la parte de atrás de una escarpadura. La penetrante brisa de la pradera le mordió en el rostro cuando levantó la cabeza para mirar hacia la gran depresión que se extendía treinta metros más abajo.

Era un valle magnífico, de unos siete u ocho kilómetros de ancho y por lo menos quince kilómetros de fondo. Por todas partes ondulaba hierba de la variedad más exuberante.

Pero el teniente apenas si observó la hierba, o el valle o sus dimensiones. Nada podía compararse con el gran manto vivo de búfalos que cubría todo el valle, ni siquiera el cielo, que ahora empezaba a cubrirse de nubes, y el sol que se ponía, con su milagroso despliegue de rayos catedralicios.

Que pudieran existir tantas criaturas vivas y que, además, ocuparan un mismo espacio inmediato, hizo que la mente del teniente empezara a dar vueltas con cifras incalculables. ¿Cincuenta mil, setenta mil, cien mil? ¿Podía haber más? Su cerebro tuvo que apartarse de la enormidad de aquellas cifras.

No saltó, ni gritó, ni susurró para sí mismo, en demostración de estupor. Ser testigo de esto hizo que situara como en suspensión todo lo que había presenciado hasta entonces. No sintió las pequeñas piedras de tamaños extraños que le pinchaban el cuerpo. Cuando una avispa azulada se posó en la punta de su mandíbula floja, ni siquiera se movió para espantarla. Todo lo que pudo hacer fue parpadear para apartarse de los ojos el estupor.

Estaba contemplando un verdadero milagro.

Cuando Pájaro Guía le dio unos golpecitos en el hombro, se dio cuenta de que había mantenido la boca abierta durante todo el rato. El viento de la pradera le había dejado la boca seca.

Giró la cabeza de mala gana y miró por la pendiente.

Los indios habían empezado a descender.

Llevaban media hora cabalgando en la oscuridad cuando aparecieron las fogatas, como puntos distantes. La extrañeza que eso le produjo fue como un sueño.

«El hogar —pensó—. Eso es el hogar».

¿Cómo podía serlo? Sólo se trataba de un campamento provisional, con fogatas encendidas, en una distante llanura, poblado por doscientos aborígenes cuyo color de piel era distinto al suyo, cuyo lenguaje era una mezcolanza de gruñidos y gritos, cuyas creencias seguían constituyendo un misterio, y probablemente siempre lo serían.

Pero esta noche se sentía muy cansado. Esta noche, el campamento prometía la comodidad de un lugar de nacimiento. Era el hogar, y él se sentía contento de avistarlo.

Los otros, los grupos de hombres medio desnudos con los que había cabalgado los últimos kilómetros, también se alegraron de avistarlo. Comenzaron a hablar de nuevo. Los caballos también pudieron olerlo. Ahora marchaban más erguidos, casi tratando de lanzarse al trote.

Hubiera deseado ver a Pájaro Guía entre las vagas figuras que le rodeaban. El chamán era capaz de decir muchas cosas sólo con los ojos, y allí, en la oscuridad, mezclado tan íntimamente con aquellos hombres salvajes, mientras se aproximaban a su salvaje campamento, se sintió desamparado al no poder contar con los expresivos ojos de Pájaro Guía.

A poco más de medio kilómetro ya pudo escuchar voces y el redoble monótono de los tambores. Unos murmullos se extendieron por entre las filas de sus compañeros de cabalgada y, de pronto, los caballos se lanzaron al galope. Estaban todos tan juntos, y se movían con tal celeridad que, por un momento, el teniente Dunbar se sintió parte de una energía imparable, como una ola rompiente de hombres y caballos a la que nadie se atrevería a oponerse.

Los hombres aullaban, con voz alta y estridente, como si fueran coyotes, y Dunbar, atrapado como se sentía por toda aquella excitación, también lanzó unos cuantos aullidos de su propia cosecha.

Vio las llamas de las hogueras y distinguió las siluetas de la gente que deambulaba por el campamento. Ahora, todos se habían dado cuenta del regreso de los jinetes y algunos de ellos echaban a correr por la pradera para salir a su encuentro.

Tuvo una extraña sensación en relación con aquel campamento, la sensación de que estaba insólitamente agitado, de que durante su ausencia había sucedido algo fuera de lo común. Sus ojos se abrieron mucho más al acercarse, tratando de captar alguna clave que le indicara qué había de diferente.

Y entonces vio la carreta, detenida al borde de la hoguera más grande, tan fuera de lugar allí como si se tratara de un exquisito carruaje flotando sobre la superficie del océano.

Había gente blanca en el campamento.

Detuvo a «Cisco» con cierta brusquedad y dejó que los otros jinetes pasaran de largo, mientras él reflexionaba.

Aquella carreta le parecía basta, e incluso fea. Mientras «Cisco» bailoteaba nervioso, el teniente se sintió asombrado ante sus propios pensamientos. Cuando se imaginó el sonido de las voces que habrían llegado en aquella carreta, no deseó escucharlas. No quería ver los rostros blancos que se mostrarían tan ávidos por ver el suyo. No quería contestar a sus preguntas. No deseaba escuchar las noticias que había echado de menos.

Pero sabía que no le quedaba otra alternativa. No había ningún otro lugar a donde ir. Le soltó un poco la rienda a «Cisco» y avanzaron con lentitud.

Se detuvo cuando se encontró a cincuenta metros. Los indios bailaban de una forma exuberante, mientras los hombres que habían explorado el gran rebaño saltaban de sus caballos. Esperó a que los ponis se fueran alejando y luego revisó todos los rostros que estaban al alcance de su vista.

No había ninguno que fuera blanco.

Se acercó un poco más, se detuvo y volvió a registrar la escena con la mirada, más cuidadosamente esta vez.

No, no había rostros blancos.

Distinguió al feroz y a los hombres de su pequeño grupo que habían abandonado la columna aquella misma tarde. Parecían haberse convertido en el centro de atención. Definitivamente, aquello era algo más que un simple saludo de bienvenida. Era una especie de celebración. Se pasaban palos largos de un lado a otro. Gritaban. Los que se habían reunido para verles también gritaban.

El y «Cisco» se acercaron un poco más y el teniente se dio cuenta en seguida de que se había equivocado. No eran palos largos lo que se estaban pasando, sino lanzas. Una de ellas regresó a manos de Cabello al Viento, y Dunbar lo vio levantarla muy alto en el aire. No sonreía, pero, desde luego, se le veía feliz. En el momento en que lanzó un aullido largo y vibrante, Dunbar captó fugazmente el cabello que aparecía colgado cerca de la punta de la lanza.

Y en ese preciso momento se dio cuenta de que se trataba de una cabellera. Una cabellera recién arrancada. Y el cabello era negro y rizado.

Sus ojos se desviaron hacia las otras lanzas. En otras dos de ellas habían cabelleras colgando; una era de un moreno suave y la otra de un color arenoso, casi rubia. Miró con rapidez hacia la carreta y vio lo que no había podido ver antes. Sobre los raíles colgaba un montón de pellejos de búfalo apilados.

Y de pronto lo comprendió todo, con la claridad de un día sin nubes.

Las pieles pertenecían a los búfalos muertos, y las cabelleras a los hombres que los habían matado, hombres que habían estado con vida aquella misma tarde. Hombres blancos. El teniente se quedó entumecido por la confusión. No podía participar en esto, ni siquiera como observador. Tenía que marcharse de allí.

En el momento en que se giraba distinguió a Pájaro Guía. El chamán sonreía ampliamente, pero cuando vio al teniente Dunbar entre las sombras, justo un poco más allá de la luz que arrojaba la hoguera, su sonrisa se desvaneció. Luego, como si quisiera aliviar al teniente de una situación embarazosa, le volvió la espalda. Dunbar quiso creer que el corazón de Pájaro Guía estaba con él; que, de algún modo vago, se daba cuenta de su propia confusión. Pero ahora se sentía incapaz de pensar. Ahora tenía que alejarse de allí y permanecer a solas.

Rodeó el campamento y localizó sus cosas en el otro extremo. Las recogió y se dirigió hacia la pradera montando a «Cisco». Siguió cabalgando hasta que ya no pudo ver las hogueras. Entonces, extendió su manta sobre el suelo y se tumbó, quedándose allí, contemplando las estrellas, tratando de creer que los hombres que habían muerto eran mala gente y se merecían la muerte. Pero eso no le sirvió de nada. Eso era algo de lo que no podía estar seguro, y aunque lo estuviera…, bueno, no le correspondía a él decirlo. Intentó creer que Cabello al Viento y Pájaro Guía y todos los demás que compartían la alegría por aquellas muertes no se sentían en el fondo tan felices como aparentaban por haberlas llevado a cabo. Pero sí lo estaban. Lo que más deseaba creer era que, en realidad, no se encontraba en esta posición. Deseaba creer que se hallaba flotando hacia las estrellas. Pero no era así.

Escuchó a «Cisco» tumbarse sobre la hierba, lanzando un pesado suspiro. Todo quedó entonces en silencio y los pensamientos de Dunbar se volvieron hacia dentro, hacia sí mismo. O más bien hacia su ausencia de sí mismo. Porque no pertenecía a los indios. Y ahora tampoco pertenecía a los blancos. Y tampoco le había llegado el momento de pertenecer a las estrellas.

Pertenecía exactamente al lugar donde se encontraba ahora. Pertenecía a ninguna parte.

Un sollozo surgió en su garganta. Tuvo que apretar la boca para contenerlo. Pero los sollozos continuaron apareciendo y poco después ya había dejado de intentar contenerlos.

Algo le tocó. Al despertar creyó haber soñado el ligero empujón percibido en la espalda. La manta estaba pesada y húmeda por el rocío. Tuvo que habérsela echado sobre la cabeza en algún momento, durante la noche.

Levantó una punta de la manta y miró con ojos somnolientos hacia la tenue luz de la mañana. «Cisco» estaba de pie sobre la hierba, solo, a pocos pasos frente a él. Tenía las orejas levantadas.

Volvió a sentir que algo le golpeaba ligeramente en la espalda. El teniente Dunbar apartó la manta y se volvió, mirando directamente el rostro de un hombre que estaba situado sobre él.

Era Cabello al Viento. Su cara de expresión severa aparecía pintada con rayas de color ocre. En una de sus manos llevaba un rifle nuevo. Empezó a mover el rifle y el teniente contuvo la respiración, creyendo que había llegado su hora. En ese breve instante, se imaginó su propia cabellera, balanceándose en la punta de la lanza del feroz.

Pero cuando Cabello al Viento levantó el rifle un poco más, le sonrió. Hundió suavemente los dedos de los pies en el costado del teniente y dijo unas pocas palabras en comanche. El teniente Dunbar permaneció quieto mientras Cabello al Viento apuntaba el rifle hacia una imaginaria pieza de caza. Luego, se llevó un montón de comida imaginaria a la boca y, como si fuera un buen amigo que juguetea con otro, volvió a dar unos golpecitos en las costillas de Dunbar con la punta del pie.

Se acercaron con el viento de cara. Iban todos los hombres disponibles en la tribu, cabalgando en una gran formación en forma de cuerno, como una media luna en movimiento de unos quinientos metros de anchura. Avanzaban con lentitud, llevando buen cuidado de no espantar a los búfalos hasta el último momento posible, hasta que fuera necesario lanzarse al galope.

Sintiéndose como un novato entre expertos, el teniente Dunbar se vio absorbido por la tarea de intentar averiguar la estrategia de la caza a medida que ésta se desplegaba ante él. Desde la posición que ocupaba, cerca del centro de la formación, comprendió que se estaban moviendo con el propósito de aislar a una pequeña parte del gigantesco rebaño. Los jinetes que formaban la parte derecha del cuerno en movimiento ya casi habían logrado separar a la pequeña parte, mientras que el centro presionaba por la retaguardia. A su izquierda, la formación de caza formaba una línea recta.

Era una emboscada.

Estaba lo bastante cerca como para escuchar sonidos: los gritos chillones y ocasionales de los terneros, los mugidos de las madres, y un bufido ocasional emitido por alguno de los enormes machos. Por delante de ellos había varios miles de animales.

El teniente miró hacia la derecha. Cabello al Viento era el jinete más próximo y era todo ojos, al tiempo que se acercaban al rebaño. No parecía ser consciente de la presencia del caballo moviéndose bajo él, ni del rifle que balanceaba en la mano. Sus ojos penetrantes estaban en todas partes al mismo tiempo: en los cazadores, en las presas, y en el terreno que les separaba de ellas y que disminuía. Si se pudiera ver el aire, él habría podido distinguir en aquel momento cualquier cambio, por muy sutil que fuera. Era como un hombre a la escucha de un reloj invisible mientras escuchaba los segundos de una cuenta atrás.

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