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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (21 page)

BOOK: Bailando con lobos
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En ese momento, allí a solas con su farol, supo lo que aquellos animales significaban para el mundo en que él vivía ahora. Eran lo que es el océano para los peces, el cielo para las aves o el aire para un par de pulmones humanos.

Eran la vida de la pradera.

Y había miles de ellos. Pasaban por el terraplén y seguían río abajo, cruzándolo con el mismo cuidado con que un tren podría pasar sobre un charco. Luego subían por la otra ladera y penetraban en los territorios cubiertos de hierba, precipitándose hacia un destino sólo conocido por ellos, como un torrente de patas, cuernos y carne que cruzara el paisaje con una fuerza más allá de toda imaginación.

Dunbar dejó el farol en el suelo, allí mismo, y echó a correr. No se detuvo para nada, excepto para tomar la brida de «Cisco». Ni siquiera se puso una camisa. Luego saltó a lomos del animal, lo azuzó y se lanzó al galope. Inclinó el pecho desnudo sobre el cuello del caballo canela y lo dejó correr.

El poblado estaba iluminado por las luces de las hogueras cuando el teniente Dunbar cabalgó hacia la depresión donde estaban situadas las tiendas y enfiló la avenida principal.

Entonces pudo ver las llamas de la fogata más grande y a la multitud reunida a su alrededor. Vio a los bailarines con cabeza de búfalo y escuchó el sonido uniforme de los tambores. Y también escuchó un canto profundo y rítmico.

Pero apenas si fue consciente del espectáculo que se desplegó ante sus ojos, del mismo modo que apenas si se había dado cuenta de la cabalgada que había efectuado, cruzando la pradera a toda velocidad. No era consciente del sudor que empapaba a «Cisco» desde la cabeza a la cola. Mientras subía por la avenida, en su mente sólo había una cosa: recordar la palabra comanche para designar «búfalo». La iba repitiendo una y otra vez, tratando de recordar la pronunciación exacta.

Y ahora estaba gritando la palabra. Pero con el canto y el sonido de los tambores, ellos no escucharon su llegada. Al acercarse a la hoguera, trató de detener a «Cisco», pero el caballo estaba lanzado a todo galope, y no respondió al freno.

Así pues, cargó hacia el mismo centro de la danza, desparramando comanches en todas direcciones. Haciendo un esfuerzo supremo, logró detener el caballo, pero cuando los cuartos traseros de «Cisco» casi se arrastraron por el suelo, enderezó la cabeza y el cuello. Las patas delanteras del animal patearon salvajemente el aire. Dunbar no pudo mantener el equilibrio. Se deslizó sobre el lomo sudoroso y cayó estrepitosamente a tierra con un ruido sordo audible.

Antes de que pudiera moverse, media docena de guerreros enfurecidos se abalanzaron sobre él. Un hombre provisto de un palo podría haber terminado con todo allí mismo, pero los seis hombres estaban embarullados y ninguno de ellos pudo ver al teniente con claridad.

Rodaron sobre el suelo en una pelota caótica. Dunbar gritaba: «¡Búfalo!», al tiempo que trataba de defenderse de los puñetazos y las patadas. Pero nadie comprendía lo que estaba diciendo y, ahora, algunos de los golpes encontraban su destino.

Entonces, fue débilmente consciente de una disminución del peso que lo presionaba. Alguien estaba lanzando gritos por encima del tumulto, y la voz le sonó familiar.

De pronto, ya no hubo nadie sobre él. Se encontró tendido en el suelo, mirando con ojos medio atónitos una multitud de rostros indios. Uno de aquellos rostros se inclinó más hacia él.

Era Pájaro Guía.

—Búfalo —dijo entonces el teniente.

Sentía su cuerpo pesado como si le faltara aire y su voz había sonado como en un susurro. El rostro de Pájaro Guía se inclinó aún más.

—Búfalo —balbuceó el teniente.

Pájaro Guía emitió un gruñido y sacudió la cabeza. Giró la oreja para acercarla a la boca de Dunbar, y el teniente dijo una vez más la palabra, esforzándose todo lo que pudo para que la pronunciación tuviera el acento correcto.

—Búfalo.

Los ojos de Pájaro Guía se volvieron para mirar al teniente Dunbar.

—¿Búfalo?

—Sí —asintió Dunbar, con una débil sonrisa aflorando en su rostro—. Sí…, búfalo…, búfalo.

Exhausto, cerró los ojos por un momento y escuchó la voz profunda de Pájaro Guía gritar la palabra por encima del silencio.

Fue contestada con un rugido de alegría surgido de la garganta de todos los comanches y, durante una fracción de segundo, el teniente creyó que la potencia de aquel rugido le transportaba lejos de allí. Parpadeando para desembarazarse de la sorpresa, se dio cuenta entonces de que unos fuertes brazos indios le habían ayudado a ponerse en pie.

Cuando el en otro tiempo teniente levantó la mirada fue saludado por una gran cantidad de rostros radiantes que se agolpaban a su alrededor.

Capítulo
18

Todos se marcharon.

El campamento junto al río quedó virtualmente desierto cuando la gran caravana partió al amanecer.

Se enviaron exploradores en todas direcciones. La mayor parte de los guerreros montados cabalgaron al frente. Luego iban las mujeres y los niños, algunos montados y otros no. Los que iban a pie marchaban junto a los ponis que tiraban de las parihuelas con las que transportaban sus instrumentos. Algunos de los más viejos se habían sentado en los bordes. Cerraba la marcha la enorme manada de ponis.

Había muchas cosas de las que sentirse asombrado. El gran tamaño de la columna, la velocidad con la que se desplazaba, el increíble estrépito que producía, lo maravillosa que era aquella organización que asignaba un lugar y una tarea a cada cual.

Pero lo que le pareció más extraordinario fue la forma en que lo trataban. Literalmente en un abrir y cerrar de ojos había pasado de ser alguien a quien toda la tribu miraba con recelo o indiferencia, a una persona de verdadera posición. Ahora, las mujeres le sonreían abiertamente, y los guerreros llegaban incluso a compartir con él sus bromas. Los niños, de los que había muchos, buscaban constantemente su compañía, y a veces se convertían incluso en una molestia.

Al tratarle de esta manera, los comanches revelaban un aspecto totalmente nuevo de sí mismos, dando la vuelta a la actitud estoica y recelosa que le habían presentado en el pasado. Ahora se comportaban de un modo desenfadado y alegre, y eso hacía que el teniente Dunbar se sintiera del mismo modo.

De todas formas, la llegada del búfalo habría levantado el ánimo reservado de los comanches, pero, mientras la columna avanzaba por la pradera, el teniente sabía que su presencia añadía ahora un cierto brillo a la empresa y, sólo de pensarlo, cabalgaba un poco más erguido.

Bastante antes de que llegaran a Fort Sedgewick, los exploradores trajeron la noticia de que se había encontrado un gran rastro allí donde el teniente había dicho que estaría. Inmediatamente, se despachó a más hombres para localizar la zona de apacentamiento del rebaño principal.

Cada uno de los exploradores se llevó consigo varias monturas de refresco. Cabalgarían hasta que encontraran al rebaño, y luego regresarían hacia la columna para informar de su tamaño y de la distancia a la que se encontraba. También informarían de la presencia de cualquier enemigo que pudiera estar al acecho alrededor de los territorios de caza de los comanches.

En el momento en que la columna pasó junto al fuerte, Dunbar hizo una breve parada y recogió un buen suministro de tabaco, su revólver y el rifle, una guerrera, una buena ración de grano para «Cisco» y después se reincorporó a la columna, situándose en cuestión de minutos al lado de Pájaro Guía y sus ayudantes.

Después de haber cruzado el río, Pájaro Guía le hizo señas para que le siguiera, y los dos hombres cabalgaron más allá de la cabeza de la columna. Fue entonces cuando Dunbar pudo echar el primer vistazo al rastro que había dejado el rebaño de búfalos a su paso: un camino gigantesco de terreno aplastado de casi un kilómetro de anchura, que ondulaba sobre la pradera como si se tratara de una inmensa autopista salpicada de estiércol.

Pájaro Guía le estaba describiendo por señas algo que el teniente no acababa de comprender, cuando dos nubéculas de polvo aparecieron en el horizonte. Poco a poco, las nubéculas de polvo se fueron convirtiendo en dos jinetes. Era una pareja de exploradores que regresaba.

Conduciendo las monturas de refresco, llegaron al galope tendido y se detuvieron en las cercanías de donde estaba Diez Osos para presentarle su informe.

Pájaro Guía cabalgó hacia allí para conferenciar y Dunbar, sin saber lo que se estaba diciendo, observó con atención al chamán, con la esperanza de adivinar algo a partir de su expresión.

Pero lo que vio no le ayudó mucho. Si hubiera conocido el lenguaje, habría entendido que el rebaño se había detenido para alimentarse en un gran valle situado a poco más de quince kilómetros de distancia de la posición actual de la columna, un lugar al que podrían haber llegado con facilidad a la caída de la noche.

De pronto, la conversación se animó bastante, y el teniente se inclinó reflexivamente hacia adelante, como para escuchar lo que se decía. Los exploradores hacían largos gestos ondulantes, primero hacia el sur y después hacia el este. Las expresiones de los que escuchaban se hicieron notablemente más sombrías y después de haber interrogado un poco más a los exploradores, Diez Osos mantuvo un consejo, montado a caballo, con sus más estrechos consejeros. Poco después, dos jinetes abandonaron la reunión y galoparon hacia la retaguardia. Una vez que se hubieron marchado, Pájaro Guía miró una sola vez al teniente, y éste ya conocía lo bastante bien su rostro como para saber que su expresión no lo decía todo.

Por detrás de él escuchó el sonido de unos cascos y al volverse vio a una docena de guerreros galopando hacia la vanguardia de la columna. El feroz iba al mando. Se detuvieron cerca del grupo de Diez Osos, sostuvieron una breve conferencia y luego, llevándose consigo a uno de los exploradores, salieron a galope tendido hacia el este.

La columna reanudó su marcha y cuando Pájaro Guía volvió a ocupar su lugar, cerca de donde se encontraba el soldado blanco, observó que los ojos del teniente estaban llenos de interrogantes. Pero no era posible explicarle a él aquel mal augurio.

Habían descubierto enemigos en las cercanías, enemigos misteriosos procedentes de otro mundo. Por sus hechos, habían demostrado ser gentes sin valor y sin alma, carniceros desenfrenados sin ninguna consideración para con los derechos de los comanches. Era importante castigarlos.

Así que Pájaro Guía evitó los ojos interrogantes del teniente. En lugar de eso, se quedó observando el polvo levantado por el grupo de Cabello al Viento, que cabalgaba hacia el este, y rezó en silencio una oración por el éxito de su misión. Desde el momento en que vio en la distancia las gibas de un color ligeramente rosado, supo que se estaba acercando a algo feo. Había manchas negras en las gibas rosadas y, a medida que la columna se fue acercando, pudo ver que estaban en movimiento. Hasta el aire pareció repentinamente más denso, y el teniente se desabrochó otro botón de la guerrera.

Pájaro Guía le había llevado a la vanguardia con un propósito. Pero su intención no era la de castigarle, sino la de educarle, y, ahora, la educación quedaría mejor servida viendo, en lugar de hablando. El impacto sería mucho mayor si él avanzaba en la vanguardia. Sería mayor para ambos, porque Pájaro Guía tampoco había visto nunca una visión como aquella.

Al igual que el mercurio en un termómetro, una biliosa mezcla de revulsión y lamento subió por la garganta del teniente Dunbar. Se vio obligado a tragar saliva constantemente para impedir que aquella mezcla le brotara por la boca, mientras él y Pájaro Guía conducían la columna por el centro del terreno donde se había producido la matanza.

Contó veintisiete búfalos. Y aunque no pudo contarlos, calculó que debía de haber por lo menos otros tantos cuervos aleteando sobre cada cuerpo. En algunos casos, las cabezas de los búfalos aparecían totalmente cubiertas por las aves negras, que peleaban entre sí, lanzando chillidos, retorciéndose y picoteando para tratar de sacar los globos de los ojos. Aquellos animales que ya habían perdido los globos de los ojos eran los que soportaban el mayor enjambre, que se montaba vorazmente sobre los cadáveres, moviéndose de un lado a otro, defecando con tanta frecuencia que parecía como si estuvieran acentuando la riqueza de su festín. Los lobos también aparecían, procedentes de todas direcciones. Ellos se acurrucarían junto a los hombros, las ancas y los vientres en cuanto hubiera pasado la columna.

Pero habría más que suficiente para cada lobo y ave rapaz que se encontrara a varios kilómetros a la redonda. El teniente hizo un cálculo aproximado y alcanzó una cifra de unos diez mil kilos de carne muerta, pudriéndose bajo el calor del sol de la tarde.

«Y todo eso abandonado para que se pudra», pensó, preguntándose si algún archienemigo de sus amigos indios habría dejado aquello como una especie de macabra señal de advertencia.

Veintisiete pellejos habían sido arrancados desde el cuello hasta las nalgas; al pasar a pocos pasos de distancia de un animal particularmente grande, vio que su boca abierta no tenía lengua. Otros animales también habían sido privados de sus lenguas. Pero eso era todo. Todo lo demás se abandonaba.

De repente, el teniente Dunbar pensó en el hombre muerto del bulevar. Al igual que estos búfalos, el hombre estaba tendido de costado. La bala que le habían disparado en la base del cráneo había hecho desaparecer, al salir, la parte derecha de la mandíbula.

En aquel entonces, él sólo era John Dunbar, un muchacho de catorce años. En los años sucesivos había visto a montones de hombres muertos; a algunos de ellos les faltaba todo el rostro, mientras que a otros se les había salido el cerebro, que empapaba el suelo como una masa blanda y espesa desparramada. Pero el primer hombre muerto era el que mejor recordaba. Debido, sobre todo, a los dedos.

Él se hallaba de pie, directamente detrás del alguacil, cuando se descubrió que al hombre le habían cortado dos dedos. El alguacil miró a su alrededor y, sin dirigirse a nadie en particular, dijo:

—Esos tipos matan sólo para apoderarse de los anillos.

Y ahora estos búfalos yacían muertos sobre la tierra, con las entrañas desparramadas sobre la pradera, sólo porque alguien quería sus lenguas y sus pellejos. A Dunbar le pareció que se trataba de la misma clase de crimen.

Cuando vio un ternero nonato, medio colgando del abdomen abierto de su madre, en su mente apareció, como un letrero luminoso, la misma palabra que escuchara por primera vez aquella noche en el bulevar:

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