Los tambores empezaron a sonar en el poblado. Se iniciaba la danza de la gran despedida, y él quería participar. Le encantaba bailar.
Bailando con Lobos se levantó y se quedó contemplando su tienda. Estaba vacía, pero dentro de bien poco contendría los pocos adornos de su vida; era agradable pensar que ahora ya tenía algo que podía considerar como propio.
Salió al exterior y se detuvo, bajo la luz del crepúsculo. Había permanecido soñando despierto hasta después de la cena, pero el humo de las hogueras de cocinar aún estaba espeso en el aire y el olor le satisfizo.
En ese momento, a Bailando con Lobos se le ocurrió un pensamiento.
«Debería quedarme aquí —se dijo a sí mismo—. Es una idea mucho mejor». Empezó a caminar hacia el lugar de donde procedía el sonido de los tambores. Cuando llegó a la avenida principal se encontró con un par de guerreros a los que conocía. Por señas, le preguntaron si él danzaría aquella noche. Y la contestación de Bailando con Lobos fue tan expresiva que los hombres se echaron a reír.
Una vez que la partida se hubo marchado, el poblado se instaló en una vida pastoral rutinaria, una sucesión sin tiempo de amanecer, día, atardecer y noche que casi hacía parecer la pradera como el único lugar que existiera en el mundo. Bailando con Lobos se adaptó con rapidez a ese ciclo, moviéndose en él de una forma agradable, como en un sueño. Era una vida en la que cazar, cabalgar y explorar exigían esfuerzos físicos, a los que su cuerpo se adaptaba bien, y una vez establecido el ritmo de sus días la mayoría de las actividades parecían no costarle esfuerzo alguno.
La familia de Pájaro Guía ocupaba la mayor parte de su tiempo. Las mujeres se encargaban prácticamente de todo el trabajo en el campamento, pero él se sintió obligado a controlar sus vidas cotidianas y las de los niños, con el resultado de que siempre tenía algo que hacer.
Durante la danza de despedida, Cabello al Viento le había regalado un buen arco y un carcaj lleno de flechas. Se sintió entusiasmado con aquel regalo y buscó a un guerrero más viejo llamado Ternero de Piedra para que le enseñara los aspectos más exquisitos de su uso. En el término de una semana los dos se hicieron buenos amigos y Bailando con Lobos aparecía con regularidad por la tienda de Ternero de Piedra.
Aprendió a cuidar las armas y hacerles reparaciones rápidas. Aprendió las palabras de varias canciones importantes y cómo cantarlas. Observó a Ternero de Piedra encendiendo el fuego a partir de un pequeño palo de madera y le vio prepararse su propia medicina personal.
Fue un alumno voluntarioso para estas lecciones y aprendió con rapidez, tanto que Ternero de Piedra le dio el sobrenombre de Rápido.
Exploraba unas pocas horas al día, como hacía la mayoría de los otros hombres. Salían en grupos de tres o cuatro; al cabo de poco tiempo Bailando con Lobos ya había adquirido un conocimiento rudimentario de las cosas necesarias, como la forma de leer la edad de las huellas y determinar los modelos del tiempo que haría.
Los búfalos aparecían y se marchaban de acuerdo con su misterioso estilo. Algunos días no veían un solo animal, mientras que otros veían tantos que hasta bromeaban sobre ello.
La exploración constituía un éxito en aquellos dos aspectos que más importaban. Había carne fresca para cazar y el territorio estaba limpio de enemigos.
Al cabo de pocos días se preguntaba por qué no vivía todo el mundo en una tienda. Cuando pensaba en todos aquellos lugares donde había vivido hasta entonces, no veía más que una serie de habitaciones estériles.
Para él, una tienda constituía un verdadero hogar. Dentro se estaba fresco en los días más calurosos, y el círculo de espacio interior parecía lleno de paz, por mucho jaleo que pudiera haber en el campamento.
Empezó a gustarle mucho el tiempo que pasaba en ella, a solas.
Su parte favorita del día era a últimas horas de la tarde cuando, con gran frecuencia, se le encontraba cerca de la entrada de su tienda realizando alguna pequeña tarea, como limpiarse las botas, mientras observaba el cambio en la formación de las nubes o escuchaba el ligero silbido del viento.
Sin darse cuenta de ello ni intentarlo a propósito, estos atardeceres a solas disminuían el funcionamiento de su actividad mental permitiéndole descansar de una forma refrescante.
Sin embargo, hubo una faceta de su vida que no tardó en dominar sobre todas las demás. Fue En Pie con el Puño en Alto.
Reanudaron sus conversaciones, esta vez bajo la mirada discreta, pero siempre presente, de los miembros de la familia de Pájaro Guía.
El chamán había dejado instrucciones para mantener las reuniones pero, al no tener con ellos su guía, las lecciones no tenían ninguna dirección clara que seguir. Durante los primeros días se dedicaron, sobre todo, a efectuar revisiones mecánicas, nada excitantes, de lo que ya sabían.
En cierto sentido, eso fue conveniente hacerlo. Ella aún se sentía confundida y azorada. La sequedad de su primer encuentro a solas facilitó la toma del hilo del pasado. Eso permitió que se mantuviera entre ellos la distancia que ella necesitaba para acostumbrarse de nuevo a él.
A Bailando con Lobos le pareció muy bien que fuera de ese modo. El tedio de sus encuentros contrastaba con su sincero deseo de compensar cualquier daño que hubiera podido hacer al vínculo entre ambos y durante aquellos primeros días esperó pacientemente a que se produjera el deshielo.
El aprendizaje del comanche avanzaba bien, pero no tardó en ponerse de manifiesto que permanecer toda la mañana en la tienda imponía limitaciones a la rapidez con que él podía aprender, ya que muchas de las cosas que necesitaba aprender se encontraban en el exterior. Y las interrupciones de la familia eran interminables.
Sin embargo, esperó sin quejarse, dejando que En Pie con el Puño en Alto tropezara con palabras cuyo significado no podía explicar.
Una tarde, poco después del almuerzo, cuando ella no pudo encontrar la palabra para designar la hierba, En Pie con el Puño en Alto terminó por llevarle al exterior. Una palabra condujo a otra y un día no regresaron a la tienda durante más de una hora. Estuvieron paseando por el poblado, tan enfrascados en sus estudios que el tiempo se les pasó sin darse cuenta.
En los días que siguieron repitieron y reforzaron esa misma pauta. Así, el verles juntos se convirtió poco a poco en una costumbre, mientras ellos se olvidaban de todo lo que no fuera el objeto de su trabajo, averiguar la forma de nombrar las cosas en los dos idiomas: hueso, pellejo, sol, casco, olla, perro, palo, cielo, niño, cabello, chaqueta, rostro, lejos, cerca, aquí, allí, luminoso, oscuro, etcétera, etcétera.
A cada día que pasaba, él iba aprendiendo más, y no tardó en poder articular algo más que palabras. Empezó a formar frases y a encadenarlas con un celo que le hacía cometer muchos errores: «El fuego crece en la pradera», «Comer agua es bueno para mí», «¿Es ese hombre un hueso?».
Era como un buen corredor que se cae a cada tres pasos que da, pero él seguía esforzándose en el cenagal del nuevo lenguaje y terminaba por hacer notables progresos, aunque sólo fuera a fuerza de voluntad.
Ningún fracaso era capaz de desanimarle, y superaba cualquier obstáculo con la clase de buen humor y la determinación que hacen que una persona sea divertida. Cada vez se quedaban menos tiempo en la tienda. El exterior era libre y una especial quietud se había extendido ahora sobre el poblado, cuya existencia se había hecho insólitamente pacífica.
Todo el mundo pensaba en los hombres que se habían marchado para afrontar acontecimientos inciertos en el territorio de los pawnee. A cada día que pasaba, los parientes y amigos de los hombres que formaban parte del grupo rezaban con mayor devoción por su seguridad. Parecía como si de la noche a la mañana las oraciones se hubieran convertido en la característica más evidente de la vida del campamento y encontraban su lugar en cada comida, reunión y tarea, sin que importara lo pequeña o fugaz que fuese.
La santidad que envolvía el campamento proporcionó a Bailando con Lobos y a En Pie con el Puño en Alto un ambiente perfecto en el que trabajar. Inmersos como estaban en ese ambiente de espera y oración, los demás prestaron muy poca atención a la pareja de blancos que se movía de un lado a otro como una burbuja serena y bien protegida, como una entidad en sí misma.
Cada día permanecían juntos tres o cuatro horas, sin tocarse y sin hablar de sí mismos. Superficialmente, observaban una cuidadosa formalidad. Se reían juntos y comentaban fenómenos ordinarios, como el tiempo que hacía. Pero los sentimientos sobre sí mismos permanecían siempre ocultos bajo la superficie. En Pie con el Puño en Alto estaba llevando mucho cuidado con sus sentimientos, y Bailando con Lobos respetaba eso.
Dos semanas después de la marcha de la partida se produjo un cambio profundo. Una tarde, a últimas horas, después de una larga marcha de exploración bajo un sol brutal, Bailando con Lobos regresó a la tienda de Pájaro Guía; al no encontrar allí a nadie, pensó que la familia se habría marchado al río y se dirigió hacia la corriente.
Las esposas de Pájaro Guía estaban allí, en efecto, lavando a sus hijos, pero En Pie con el Puño en Alto no aparecía por ningún lado. Él se quedó el tiempo suficiente para chapotear un poco con los niños y luego volvió a subir el camino que conducía al poblado.
El sol seguía siendo brutal; cuando vio el cobertizo se sintió atraído hacia él por la sombra que ofrecía.
Apenas había entrado cuando se dio cuenta de que ella estaba allí. Aquel día ya habían mantenido su sesión regular y los dos se sintieron azorados por un momento.
Bailando con Lobos se sentó a una modesta distancia de ella y la saludó.
—Hace…, hace calor —comentó ella, como presentando una excusa por su presencia allí.
—Sí —asintió él—, mucho calor.
Aunque no tenía necesidad, él se limpió la frente. Era una forma algo tonta de asegurarse de que ella comprendiera que también estaba allí por la misma razón. Pero en el momento de hacer este gesto ficticio, Bailando con Lobos se analizó. Lo que en realidad le había llevado hasta allí era una repentina necesidad, la necesidad de decirle cómo se sentía.
Y entonces empezó a hablar. Le dijo que se sentía confuso, que le gustaba mucho estar allí. Le habló de su tienda y de lo bueno que era poder disponer de ella. Tomó el peto de hueso con ambas manos y le dijo lo que pensaba de él y que para él era algo grandioso. Se lo llevó entonces a la mejilla y dijo:
—Amo esto. —A continuación añadió—: Pero soy blanco… y un soldado. ¿Es bueno que yo esté aquí, o es una estupidez? ¿Soy yo un estúpido?
Observó la más completa atención en los ojos de ella.
—No…, no lo sé —contestó.
Hubo un pequeño silencio. Se dio cuenta de que ella estaba a la espera.
—Yo no sé a dónde ir —siguió diciendo con tranquilidad—. No sé dónde estar. Entonces, ella volvió la cabeza con lentitud y se quedó mirando fijamente hacia la puerta.
—Yo lo sé —dijo.
Ella aún estaba perdida en sus pensamientos, contemplando el atardecer, cuando él dijo:
—Quiero estar aquí.
En Pie con el Puño en Alto se volvió hacia él. Su rostro parecía enorme. El sol poniente le daba un suave resplandor. Sus ojos, agrandados por el sentimiento, mostraban el mismo resplandor.
—Sí —asintió, comprendiendo exactamente cómo se sentía él.
Hundió la cabeza y cuando volvió a levantar la mirada hacia él, Bailando con Lobos se sintió inundado, tal y como se había sentido la primera vez que percibió la pradera, en compañía de Timmons. Los ojos de ella eran los de una persona con un alma plena, llena de una belleza que pocos hombres podrían conocer. Eran eternos.
Bailando con Lobos se enamoró al ver esto.
En Pie con el Puño en Alto ya se había enamorado. Sucedió en el momento en que él empezó a hablar, no de una forma inmediata, sino en fases lentas, hasta que al final ya no pudo seguir negándoselo. Se veía a sí misma en él. Comprendía que ambos podían ser uno solo.
Hablaron un poco más y se quedaron en silencio. Contemplaron el atardecer durante unos minutos, sabiendo cada uno de ellos lo que sentía el otro, pero sin atreverse a hablar.
El hechizo quedó roto cuando apareció uno de los niños pequeños de Pájaro Guía, miró en el interior del cobertizo y preguntó qué estaban haciendo.
En Pie con el Puño en Alto sonrió ante aquella intrusión inocente y le dijo en comanche:
—Hace calor. Estamos sentados a la sombra.
Esto pareció tener tanto sentido para el pequeño que entró y se acomodó sobre el regazo de En Pie con el Puño en Alto. Juguetearon durante un rato, pero eso no duró mucho tiempo.
De pronto, el pequeño se irguió y le dijo a En Pie con el Puño en Alto que tenía hambre.
—Está bien —dijo ella en comanche, tomándolo de la mano. Luego, volviéndose hacia Bailando con Lobos preguntó—: ¿Hambre?
—Sí, tengo hambre.
Salieron del cobertizo a gatas y echaron a caminar hacia la tienda de Pájaro Guía para preparar algo de comer.
Lo primero que hizo él a la mañana siguiente fue ir a visitar a Ternero de Piedra. Pasó temprano por la tienda del guerrero y fue invitado inmediatamente a sentarse y tomar el desayuno.
Después de haber comido, los dos hombres salieron para hablar, mientras Ternero de Piedra trabajaba el sauce para formar un nuevo carcaj de flechas. A excepción de las conversaciones sostenidas con En Pie con el Puño en Alto, fue la más sofisticada que había tenido hasta entonces con alguien.
Ternero de Piedra se quedó impresionado por el hecho de que Bailando con Lobos, tan nuevo entre ellos, hablara ya en comanche. Y, además, lo hacía bien.
El viejo guerrero también se dio cuenta de que Bailando con Lobos quería algo y cuando, de pronto, la conversación derivó hacia En Pie con el Puño en Alto, se dio cuenta de que debía tratarse de eso.
Bailando con Lobos intentó plantearlo con toda la naturalidad que pudo, pero Ternero de Piedra era un zorro demasiado viejo como para dejar de comprender la importancia que tenía la pregunta para su visitante.
—¿Está casada En Pie con el Puño en Alto?
—Sí —contestó Ternero de Piedra.
Aquella revelación afectó a Bailando con Lobos como la peor noticia posible. Permaneció en silencio.
—¿Dónde está su esposo? —preguntó finalmente—. No le veo.