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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (20 page)

BOOK: Bailando con lobos
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El teniente no la comprendió del todo. La expresión de ella seguía siendo francamente hostil, pero ahora mostraba una cierta naturalidad de movimientos que le produjeron la sensación de que estaba dispuesta a comunicarse.

—Yo soy… —empezó a decir él, señalándose con un dedo apuntado a su guerrera—. Yo soy John. Yo soy John. —Los ojos de ella estaban fijos en su boca—. Yo soy John —repitió.

En Pie con el Puño en Alto movió los labios en silencio, practicando la palabra. Cuando finalmente la dijo en voz alta sonó con una claridad perfecta. Eso la conmocionó. Y también impresionó al teniente Dunbar.

—Willie —dijo ella.

Pájaro Guía comprendió que se había producido un malentendido cuando vio la expresión de asombro en el rostro del teniente, quien se quedó observando a En Pie con el Puño en Alto, impotente, mientras ella efectuaba una serie de confusos movimientos. Se cubrió los ojos, se frotó la cara; se cubrió la nariz como si tratara de ahuyentar un olor y sacudió la cabeza con fuerza. Finalmente, colocó las palmas de las manos sobre el suelo y suspiró profundamente, formando de nuevo palabras silenciosas en su pequeña boca. En ese momento, el ánimo de Pájaro Guía vaciló. Quizá había pedido demasiado al organizar este experimento.

El teniente Dunbar tampoco sabía qué hacer con todo aquello. Por un momento, pensó que la prolongada cautividad de la mujer hubiera terminado por volverla loca.

Pero el experimento de Pájaro Guía, aunque terriblemente difícil, no lo era demasiado. Y En Pie con el Puño en Alto no estaba loca. Lo que sucedía era que las palabras del soldado blanco, los propios recuerdos de ella y la confusión de su lengua se entremezclaban de una forma confusa. Desenmarañar todo aquel embrollo era como intentar dibujar con los ojos cerrados. Ella estaba intentando llevarlo a cabo y se quedó mirando el espacio.

Pájaro Guía empezó a decir algo, pero ella le interrumpió bruscamente con una ráfaga de palabras comanches.

Luego, cerró los ojos y los mantuvo así durante un rato más. Cuando los volvió a abrir miró a través del cabello enmarañado hacia donde estaba el teniente Dunbar y él observó que su mirada se había suavizado. Con un gesto tranquilo de la mano, ella le pidió en comanche que volviera a hablar.

Dunbar se aclaró la garganta.

—Yo soy John —dijo, pronunciando el nombre muy cuidadosamente—. John… John.

Una vez más los labios de ella se movieron formando la palabra y luego trató de pronunciarla en voz alta:

—Jun.

—Sí —asintió Dunbar estáticamente—. John.

—Jun —volvió a decir ella.

El teniente Dunbar echó la cabeza hacia atrás. Escuchar el sonido de su propio nombre fue muy agradable para él, muy dulce. No lo había escuchado desde hacía varios meses.

En Pie con el Puño en Alto sonrió a pesar de sí misma. Últimamente, su vida había estado tan llena de expresiones hoscas. Era bueno tener algo de lo que sonreír, sin que importara lo que fuese.

Los dos miraron a Pájaro Guía al mismo tiempo.

No había ninguna sonrisa en su boca, pero en sus ojos había una luz de felicidad, por muy débil que fuese.

El progreso fue lento aquella primera tarde en la tienda de Pájaro Guía. El tiempo se consumía con los dolorosos intentos de En Pie con el Puño en Alto por repetir las sencillas palabras y frases que iba diciendo el teniente Dunbar. A veces, se necesitaban una docena o más repeticiones, todas ellas agotadoramente aburridas, para producir un solo monosílabo, e incluso entonces la pronunciación distaba mucho de ser perfecta. Eso no era lo que podría haberse considerado como una conversación.

Pero Pájaro Guía se sintió muy estimulado. En Pie con el Puño en Alto le había dicho que recordaba bien las palabras blancas, y que sólo encontraba dificultades con su lengua. El chamán sabía que la práctica le permitiría recuperar su lengua oxidada, y su mente galopaba con la feliz perspectiva del momento en que la conversación entre ellos fuera libre y pudiera estar llena de información.

Sintió un aguijonazo de irritación cuando llegó uno de sus ayudantes para comunicarle que dentro de poco se le necesitaría para supervisar los preparativos finales para la danza de aquella noche.

Pero Pájaro Guía sonrió cuando tomó la mano del hombre blanco y se despidió de él pronunciando unas palabras estropajosas:

—Huía, Jun.

Fue duro de imaginar. La reunión había terminado con brusquedad. Y por lo que sabía, había transcurrido bien. Pero, por lo visto, había surgido alguna otra prioridad.

Dunbar se quedó de pie fuera de la tienda de En Pie con el Puño en Alto, contemplando la avenida a cuyos lados se levantaban las tiendas. La gente parecía estar congregándose en un espacio situado al extremo de la calle, cerca del
tipi
que mostraba el dibujo del oso. Deseaba quedarse para ver lo que iba a suceder. Pero el tranquilo ya había desaparecido entre la gente, cuyo número aumentaba continuamente. Distinguió a la mujer, tan pequeña entre los ya pequeños indios, caminando entre otras dos mujeres. Ella no le devolvió la mirada, pero mientras los ojos del teniente seguían su figura que se alejaba, pudo observar a las dos personas que había en ella: la blanca y la india.

«Cisco» se le acercaba y a Dunbar le sorprendió ver que el muchacho de la sonrisa constante iba montado en su caballo. El joven se detuvo, desmontó, le dio a «Cisco» unas palmadas en el cuello y le dijo algo al teniente Dunbar, correctamente interpretado por éste como unas palabras de elogio por las virtudes de su caballo.

Ahora, la gente se dirigía en grupos hacia el claro, sin prestar la menor atención al hombre de uniforme. El teniente volvió a pensar en quedarse pero, por mucho que lo deseara, sabía que si no contaba con una invitación formal no sería bien recibido. Y esa invitación no se había producido.

El sol iniciaba su puesta y su estómago empezaba a gruñir. Si quería llegar a casa antes del anochecer y evitar así problemas para prepararse la cena en la semioscuridad, tendría que hacer el trayecto de regreso con rapidez. Saltó sobre «Cisco», lo hizo girar e inició la salida del poblado llevando el animal a un trote natural.

Al pasar junto a las últimas tiendas, tuvo la oportunidad de distinguir a un grupo extraño. Quizá había una docena de hombres reunidos detrás de una de las últimas tiendas. Llevaban puestas toda clase de exquisitas colgaduras y sus cuerpos aparecían pintados con dibujos llamativos. La cabeza de cada uno de ellos aparecía cubierta con una cabeza de búfalo, incluyendo el pelaje ensortijado y los cuernos. Por debajo de aquellos extraños cascos sólo se veían los ojos oscuros y las narices prominentes.

Dunbar levantó una mano a modo de saludo al pasar al trote. Algunos de ellos miraron en su dirección, pero ninguno le devolvió el saludo, y el teniente siguió cabalgando.

Las visitas de «Dos calcetines» ya no se limitaban a últimas horas de la tarde o primeras de la mañana. Ahora podía aparecer en cualquier momento y, cuando lo hacía, el viejo lobo se sentía como en casa, deambulando por los pequeños confines del mundo del teniente Dunbar, como si fuera un perro de campamento. La distancia que había mantenido en otro tiempo fue reduciéndose a medida que aumentó la familiaridad. Ahora había muchas veces en que sólo estaba a veinte o treinta metros del teniente solitario, mientras éste cumplía con sus pequeñas tareas. Cuando él se dedicaba a escribir en el diario, «Dos calcetines» se tendía sobre el suelo y sus ojos amarillos parpadeaban mirándolo todo con curiosidad y observando al teniente que escribía.

El trayecto de regreso había sido muy solitario. El fin acelerado de su reunión con la mujer que era dos personas y la misteriosa excitación despertada en el poblado (y de la que él no había formado parte) entristecieron a Dunbar con el viejo castigo y la melancólica sensación de haber sido arrinconado. Durante toda su vida se había mostrado ávido por participar y, como sucede con cualquier otro ser humano, la soledad era algo a lo que tenía que enfrentarse constantemente. En su caso la soledad había terminado por convertirse en la característica predominante de su vida, así que, al ocaso, cuando llegó al fuerte, le pareció tranquilizador ver la forma leonada de «Dos calcetines» incorporarse bajo el toldo.

El lobo salió al patio, avanzando al trote, y una vez allí se sentó para ver descabalgar al teniente.

Dunbar se dio cuenta en seguida de que bajo el toldo había algo más. Se trataba de una gran perdiz de la pradera, que yacía muerta sobre la tierra, y cuando se acercó para examinarla, descubrió que el ave había sido cazada hacía muy poco. La sangre de su cuello todavía estaba pegajosa. Pero, aparte de las incisiones visibles en el cuello, el animal no mostraba ningún otro daño. Apenas si había perdido ninguna pluma. Se trataba de un enigma, para el que sólo encontró una explicación, y el teniente miró con intensidad a «Dos calcetines».

—¿Has sido tú? —preguntó en voz alta. El lobo levantó los ojos y parpadeó mientras el teniente Dunbar estudiaba el ave durante un momento más—. Está bien —dijo al fin, encogiéndose de hombros—. Supongo que has sido tú.

«Dos calcetines» se quedó y sus estrechos ojos siguieron los movimientos de Dunbar, que desplumó el ave, le arrancó los intestinos y la puso a asar sobre el fuego recién hecho. Mientras se preparaba el ave, siguió al teniente hasta el corral, y esperó pacientemente a que éste preparara la ración de grano de «Cisco». Luego, regresó con él a la hoguera, a la espera del festín.

Era una buena ave, tierna y llena de carne. El teniente comió despacio, arrancando de vez en cuando un trozo de carne y arrojándoselo a «Dos calcetines». Una vez que hubo terminado de comer, arrojó lo que quedaba al patio, y el viejo lobo se lo llevó, desapareciendo en la noche.

El teniente Dunbar se sentó en una de las sillas del campamento y fumó un cigarrillo, dejando que los sonidos de la noche fueran apoderándose de él. Le pareció extraño que hubiera podido llegar tan lejos en tan poco tiempo. Hacía no mucho tiempo, aquellos mismos sonidos le habrían mantenido en estado muy nervioso, impidiéndole dormir. Ahora, en cambio, le parecían tan familiares que hasta resultaban reconfortantes.

Pensó en cómo había pasado el día y decidió que había sido bueno. Cuando el fuego se fue apagando, mientras él se fumaba el segundo cigarrillo, se dio cuenta de que lo único que podía hacer era tratar él solo y directamente con los indios. Se permitió elogiarse por ello, pensando que, hasta el momento, había llevado a cabo un trabajo increíble como representante de Estados Unidos. Y, además, sin haberse podido guiar por las instrucciones.

De repente, pensó en la Guerra Civil. Era posible que ya no fuese un representante de Estados Unidos. Quizá la guerra hubiera terminado. Los Estados Confederados de América… No podía imaginarse que sucediera una cosa así. Pero podría ser. Hacía ya algún tiempo que no recibía ninguna información.

Estas reflexiones le llevaron a pensar en su propia carrera militar, y tuvo que admitir para sus adentros que últimamente pensaba cada vez menos en el ejército. El hecho de hallarse inmerso en una gran aventura tenía mucho que ver con aquellas omisiones, pero ahora, allí sentado ante el fuego que se iba apagando y escuchando el aullido de los coyotes río abajo, le pasó por la cabeza la idea de que quizá se hubiera topado sin saberlo con un mejor estilo de vida. En esta clase de vida que llevaba ahora le faltaban muy pocas cosas. «Cisco» y «Dos calcetines» no eran humanos, pero su lealtad era inquebrantable en algunos sentidos en los que las relaciones humanas no lo habían sido nunca. Se sentía feliz con ellos.

Y, desde luego, estaban los indios. Ejercían sobre él una clara atracción. En el peor de los casos, eran excelentes vecinos, se comportaban muy bien, eran abiertos y compartían sus cosas. Aunque él era demasiado blanco para las costumbres aborígenes, se sentía más que cómodo con ellos. Se trataba de un pueblo que poseía una cierta sabiduría. Quizá fuera ésa la razón por la que se había sentido atraído desde el principio. El teniente nunca había tenido mucha capacidad para aprender; siempre había sido un hombre de acción, a veces incluso en demasía. Pero tenía la impresión de que esta faceta de su personalidad estaba cambiando.

«Sí —pensó—, de eso se trata. Hay algo que aprender de ellos. Conocen cosas. Si el ejército no vuelve nunca, no creo que la pérdida sea tan grande».

De repente, Dunbar se sintió perezoso. Después de bostezar, arrojó la colilla del cigarrillo a los rescoldos que brillaban a sus pies y levantó los brazos por encima de la cabeza, desperezándose.

—A dormir —dijo en voz alta—. Ahora dormiré durante toda la noche como un muerto.

El teniente Dunbar se despertó alarmado en la oscuridad del cercano amanecer. Su cabaña de paja retemblaba. La tierra también retumbaba y el aire estaba lleno con un sonido hueco y apagado que lo dominaba todo.

Saltó de la cama y escuchó con atención. El retumbar procedía de alguna parte cercana, justo río abajo.

Se puso los pantalones y las botas y salió al exterior. Allí, el sonido era aún más fuerte, y llenaba la noche de la pradera como un gran eco reverberante.

Se sintió pequeño en medio de aquel ruido.

El sonido no se dirigía hacia él y, sin saber exactamente por qué, excluyó de su mente la idea de que toda aquella enorme energía fuera producida por algún fenómeno de la naturaleza, un terremoto o una inundación. El sonido lo producía algo vivo. Algo vivo que era capaz de hacer temblar la tierra y que él tenía que ver.

La luz de su farol pareció diminuta cuando caminó hacia el lugar de donde procedía el sonido, en alguna parte por delante de donde se encontraba. Apenas se había apartado cien metros del risco cuando la débil luz que sostenía en alto le permitió captar algo. Era polvo: un gran muro ondulante de polvo se elevaba en la noche.

El teniente aminoró el paso y se acercó más. De repente, se dio cuenta de que eran patas de animales las que producían aquel sonido retumbante, y que el polvo se levantaba a causa del movimiento de bestias tan grandes que jamás podría haber creído lo que estaba viendo ahora con sus propios ojos.

Eran los búfalos.

Uno de ellos salió de entre la nube polvorienta. Y luego otro. Y otro. Sólo pudo verlos fugazmente, al pasar, pero aquella visión era tan magnífica que casi podrían haber quedado congelados y, de hecho, quedaron congelados para siempre en la memoria del teniente Dunbar.

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