Su nueva vida era más rica que nunca, y eso se reflejaba en la forma en que Bailando con Lobos se comportaba. Sin hacer aspavientos de ello, estaba perdiendo su ingenuidad, sin abandonar por ello su encanto personal. Se iba haciendo más masculino, sin abandonar su chispa, y se iba instalando suavemente en su nuevo papel de miembro de la comunidad sin perder el sello de su personalidad característica.
Pájaro Guía, siempre sintonizado con el alma de las cosas, se sentía inmensamente orgulloso de los progresos de su protegido y una noche, tras un paseo que habían dado después de cenar, colocó una mano sobre su hombro y dijo:
—Hay muchos senderos en esta vida, pero son pocos los hombres capaces de seguir aquel que más importa…, ni siquiera los hombres comanches. Es el sendero del verdadero ser humano. Creo que tú lo estás siguiendo. Y para mí es bueno verlo así. Le hace mucho bien a mi corazón.
Bailando con Lobos memorizó estas palabras tal y como se las dijo, y las atesoró siempre. Pero no se las dijo a nadie, ni siquiera a En Pie con el Puño en Alto. Las convirtió en parte de su medicina privada.
Faltaban sólo unos pocos días para el gran traslado cuando Pájaro Guía acudió una mañana y dijo que iba a cabalgar hasta un lugar especial. El viaje de ida y vuelta le llevaría todo el día y parte de la noche, pero si Bailando con Lobos quería ir, sería bien recibido.
Cortaron a través del corazón de la pradera, cabalgando durante varias horas en dirección sudeste. La enormidad del espacio que invadían les hacía sentirse humildes, y ninguno de los dos dijo gran cosa durante el trayecto.
Cerca del mediodía giraron hacia el sur y una hora más tarde los ponis estaban en lo alto de una larga escarpadura que descendía a lo largo de más de un kilómetro hasta llegar al río.
Podían ver el color y la forma del curso de agua extendiéndose hacia el este y el oeste. Pero el río había desaparecido por delante de donde se encontraban.
Lo impedía ver un bosque gigantesco que hacía de pantalla.
Bailando con Lobos parpadeó varias veces, como si tratara de solucionar un milagro. Desde la distancia, resultaba difícil juzgar las alturas con exactitud, pero sabía que aquellos árboles eran muy altos. Algunos debían de tener veinte o veinticinco metros.
El bosque se extendía hacia el río durante más de un kilómetro, y su enormidad contrastaba vívidamente con el paisaje llano y vacío que se observaba por todas partes. Aquello era como la caprichosa creación de un espíritu misterioso.
—¿Es real este lugar? —preguntó medio en broma.
Pájaro Guía le sonrió.
—Quizá no. Para nosotros es un lugar sagrado…, incluso para algunos de nuestros enemigos. Se dice que la caza se renueva a sí misma a partir de aquí. Los árboles cobijan a todos los animales creados por el Gran Espíritu. Se dice que fue aquí donde se incubaron cuando empezó la vida y que regresan constantemente al lugar donde nacieron. Hacía mucho tiempo que no venía por aquí. Daremos de beber a los caballos y echaremos un vistazo.
Al acercarse más, el espectro de los bosques se hizo más poderoso; Bailando con Lobos se sintió muy pequeño en cuanto se introdujeron en el bosque. En ese momento pensó en el Jardín del Edén.
Pero cuando los árboles empezaron a cerrarse a su alrededor, los dos hombres se dieron cuenta de que algo andaba mal.
No se escuchaba ningún sonido.
—Está todo muy quieto —observó Bailando con Lobos.
Pájaro Guía no dijo nada. Escuchaba y observaba con la firmeza de un gato.
El silencio era sofocante mientras ellos se introducían más y más en el interior del bosque y Bailando con Lobos se dio cuenta, con un estremecimiento, que sólo una cosa podía producir este vacío de sonido. Era capaz de oler su aroma. Percibía su gusto en la punta de la lengua.
La muerte estaba en el aire.
Pájaro Guía se detuvo de improviso. El sendero se había ampliado y cuando Bailando con Lobos miró por encima del hombro de su mentor, se quedó aturdido ante la belleza de lo que vio.
Por delante de ellos había un terreno abierto. Los árboles aparecían espaciados a intervalos, dejando entre ellos el espacio suficiente como para alojar todas las tiendas, personas y caballos del campamento de Diez Osos. La luz del sol penetraba hasta el suelo del bosque en grandes manchas cálidas.
Se imaginó una escena de utopía fantástica, donde la gente de una raza santa llevaba una vida tranquila en concordancia con todas las cosas vivientes.
La mano del hombre no podía hacer nada que rivalizara con la belleza y la grandeza de esta catedral al aire libre.
La mano del hombre, sin embargo, sí podía destruirlo. Y la prueba de ello ya estaba allí.
El lugar había sido horriblemente profanado.
Había árboles de todos los tamaños caídos allí donde se los había hecho caer, algunos incluso unos encima de otros, como si fueran palillos de dientes desparramados sobre un mantel. A la mayoría de ellos no les habían quitado las ramas y no pudo ni imaginarse con qué propósito habían sido cortados.
Hicieron avanzar a sus ponis y, al hacerlo, Bailando con Lobos percibió el sonido de un zumbido.
Al principio, creyendo que eran abejas o avispas, levantó la mirada hacia los árboles, pero el sonido no le llegaba desde arriba, sino desde abajo. Y lo producían las alas de incontables miles de moscas enfrascadas en un festín.
Mirara donde mirase, el suelo contenía cuerpos, o trozos de cuerpos. Había animales pequeños, tejones, mofetas y ardillas. La mayoría de ellos aparecían intactos. A algunos les faltaban las colas. Permanecían pudriéndose allí donde habían caído a balazos, sin ninguna otra razón aparente que la de servir como práctica de tiro al blanco.
Los principales objetos del genocidio eran los venados desparramados a su alrededor. Unos pocos de los cuerpos estaban enteros, aunque sólo los más pequeños. La mayoría estaban mutilados.
Ojos apagados y muertos le miraron fijamente desde cabezas que habían sido cortadas salvajemente por el cuello. Algunas de ellas yacían aisladas sobre el suelo del bosque. Otras habían sido arrojadas al azar, formando montones de hasta media docena.
En uno de los lugares, las cabezas cortadas se habían colocado nariz contra nariz, como si estuvieran sosteniendo una conversación. Se suponía que aquello debía tener humor.
Las patas eran todavía más grotescas. También las habían cortado de los cuerpos que antes sostenían. Lentas en su descomposición, su aspecto era brillante y hermoso, como si todavía estuvieran en buen estado de funcionamiento.
Pero era triste: los delicados cascos hendidos y las patas graciosas y cubiertas de pelaje… que no conducían a ninguna parte. Las extremidades se habían colocado de pie en pequeños grupos, como pilas de leña, y si se hubiera molestado en contar habrían superado los cien.
Los hombres se sentían cansados, después de tanto cabalgar, pero ninguno de los dos hizo el menor movimiento por desmontar. Siguieron cabalgando.
Un lugar más bajo en el gran claro reveló la existencia de cuatro decrépitas cabañas levantadas una junto a la otra; eran como cuatro feos barracones que se estuvieran ulcerando sobre el suelo del bosque.
Al parecer, a los hombres que habían cortado tantos árboles se les había agotado toda clase de ambición como constructores. Pero aunque se hubieran aplicado a la tarea, el resultado habría sido probablemente el mismo. Los habitáculos que se las habían arreglado para levantar eran escuálidos, incluso en su concepción.
Aquel lugar no era, en ningún caso, un sitio donde vivir.
Alrededor de las horribles cabañas se veían botellas de whisky, arrojadas en cualquier sitio en cuanto se acababa su contenido. También había una gran multitud de otros objetos, una taza rota, un cinturón a medio reparar, la culata destrozada de un rifle, todo ello abandonado allí donde hubiese caído.
En el suelo, entre dos de las cabañas, descubrieron un montón de trampas atadas, sin usar.
Detrás de los barracones vieron un pozo bastante ancho, lleno hasta rebosar con los torsos putrefactos de los animales masacrados, sin pellejos, sin patas y sin cabezas.
El zumbido de las moscas era tan fuerte que Bailando con Lobos tuvo que gritar para hacerse oír.
—¿Esperamos a estos hombres?
Pájaro Guía no quería gritar y acercó su poni al de Bailando con Lobos.
—Hace ya una semana que se han marchado, quizá más. Daremos de beber a los caballos y regresaremos a casa.
Durante la primera hora del viaje de regreso ninguno de los dos hombres pronunció una sola palabra. Pájaro Guía miraba fijamente hacia adelante, con expresión apenada, mientras que Bailando con Lobos miraba el suelo, avergonzado de la raza blanca a la que él pertenecía y pensando en el sueño que había tenido en el cañón antiguo.
No había hablado con nadie al respecto, pero ahora tuvo la sensación de que debía hacerlo. Ahora ya no le parecía tanto un sueño. Podría haber sido una visión. Cuando se detuvieron para dar un respiro a los caballos, le contó a Pájaro Guía el sueño que todavía guardaba fresco en su mente, sin ahorrar ninguno de los detalles.
El chamán escuchó la prolongada narración de Bailando con Lobos sin interrumpirle una sola vez. Cuando hubo terminado, se quedó mirando fijamente al suelo.
—¿Y todos nosotros estábamos muertos?
—Todos los que estaban presentes —contestó Bailando con Lobos—, pero yo no os vi a todos. A ti, por ejemplo, no te vi.
—Diez Osos debería escuchar ese sueño —dijo Pájaro Guía.
Volvieron a montar en los caballos y avanzaron con rapidez por la pradera, llegando de regreso al campamento poco después de la puesta del sol.
Los dos hombres hicieron su informe sobre la profanación del bosque sagrado, un hecho que sólo podría haber sido obra de una gran partida de cazadores blancos. Los animales muertos encontrados en el bosque eran, sin lugar a dudas, un efecto secundario. Probablemente, los cazadores iban detrás de los búfalos y los habrían exterminado a mucha mayor escala.
Diez Osos asintió unas pocas veces con la cabeza, mientras se le transmitía el informe. Pero no hizo preguntas.
A continuación, Bailando con Lobos recitó por segunda vez su extraño sueño.
El anciano siguió sin decir nada, con una expresión tan inescrutable como siempre. Una vez que Bailando con Lobos hubo terminado tampoco hizo ningún comentario. En lugar de eso, tomó la pipa y dijo:
—Fumemos una pipa pensando en eso.
Bailando con Lobos tuvo la idea de que Diez Osos estaba pensando en todo lo que le habían dicho, pero cuando pasaron la pipa, se sintió impaciente y ávido por sacarse algo del pecho.
—Quisiera decir algo más —dijo finalmente.
El anciano asintió con un gesto.
—Cuando Pájaro Guía y yo empezamos a hablar —empezó a decir Bailando con Lobos— se me hizo una pregunta para la que yo no tenía respuesta. Pájaro Guía me preguntó: «¿Cuántos hombres blancos vendrán?», y yo le contesté: «No lo sé». Eso es cierto. No sé cuántos hombres blancos vendrán. Pero lo que sí puedo deciros es que creo que serán muchos.
»Los blancos son muchos, muchos más de los que podría contar cualquiera de nosotros. Si quieren haceros la guerra, la harán con miles de soldados bocapeludas. Esos soldados tendrán grandes armas de fuego capaces de disparar contra un campamento y destruir todo lo que hay en él.
»Hace que me sienta temeroso, incluso de mi sueño, porque sé que entonces se convertiría en una realidad. No puedo decir qué es lo que se puede hacer. Pero yo procedo de la raza blanca y los conozco bien. Ahora les conozco en algunos aspectos que antes no conocía. Y me siento temeroso por la suerte de todos los comanches.
Diez Osos había estado asintiendo con gestos mientras Bailando con Lobos decía estas palabras, aunque sin dar a entender cómo se las tomaba.
El jefe se puso en pie y caminó unos pocos pasos por la tienda, deteniéndose cerca de la cama. Levantó las manos hacia el aparejo de la tienda situado por encima, bajó de allí un bulto del tamaño de un melón y regresó junto a la hoguera.
Volvió a sentarse con un gruñido.
—Creo que tienes razón —le dijo a Bailando con Lobos—. Resulta difícil saber qué debemos hacer. Soy un anciano que ha pasado muchos inviernos y ni siquiera yo estoy seguro de saber lo que debemos hacer cuando se trata del pueblo blanco y de sus soldados bocapeludas. Pero déjame que te enseñe algo.
Sus dedos nudosos tiraron de la cuerda que ataba el fardo y en un momento éste estuvo abierto. Apartó los lados del saco y poco a poco dejó al descubierto un trozo de metal oxidado, que tenía aproximadamente el tamaño de la cabeza de un hombre.
Pájaro Guía nunca había visto aquel objeto y no tenía ni la menor idea de lo que podría ser.
Bailando con Lobos tampoco lo había visto antes. Pero sabía lo que era. Había visto un dibujo de algo similar en un texto de historia militar. Era el casco de un conquistador español.
—Estas gentes fueron los primeros en llegar a nuestros territorios. Llegaron montados a caballo… mientras que, en aquel entonces, nosotros no teníamos caballos… y nos dispararon con grandes armas de fuego que atronaban y que nunca habíamos visto. Iban buscando el metal que brilla y nosotros tuvimos miedo de ellos. Eso ocurrió en tiempos del abuelo de mi abuelo. Pero, finalmente, expulsamos a esas gentes.
El anciano guardó un momento de silencio y dio varias chupadas a su pipa.
—Luego empezaron a llegar los mexicanos. Tuvimos que hacer la guerra contra ellos y hemos tenido éxito. Nos tienen mucho temor y no han vuelto por aquí.
»En mi propia época empezó a venir el pueblo blanco, los tejanos. Han sido como todos los demás pueblos que han encontrado algo que desear en nuestros territorios. Se apoderan de ello sin preguntar. Se enojan cuando nos ven a nosotros instalados en nuestro propio territorio, y cuando no hacemos lo que ellos quieren que hagamos, tratan de matarnos. Matan incluso mujeres y niños, como si ellos también fueran guerreros.
»Cuando yo era un joven guerrero, luché contra los tejanos. Matamos a muchos de ellos y nos apoderamos de algunas de sus mujeres y niños. Uno de esos niños es la esposa de Bailando con Lobos.
»Al cabo de un tiempo se habló de paz. Nos reunimos con los téjanos y llegamos a acuerdos con ellos. Esos acuerdos siempre fueron rotos. En cuanto el pueblo blanco deseaba algo nuevo de nosotros, las palabras escritas sobre el papel ya no tenían ningún valor. Siempre ha sido así.