Bailando con Lobos intentó tranquilizar a su amante, diciéndole que las cosas saldrían bien y que no tenía de qué preocuparse. Pero, de todos modos, ella se sentía preocupada. En un momento de depresión a causa del tema, ella llegó a proponer que escaparan juntos. Pero él se limitó a echarse a reír y la idea ya no volvió a plantearse.
Corrieron riesgos. En los cuatro días transcurridos desde la primera vez que estuvieron juntos junto al río, ella abandonó dos veces la tienda de Pájaro Guía en la oscuridad de la madrugada y se deslizó a hurtadillas en el
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de Bailando con Lobos. Allí permanecieron juntos hasta las primeras luces del alba, hablando en susurros, sosteniéndose el uno al otro, desnudos, bajo las mantas.
En conjunto, se comportaron todo lo bien que cabía esperar de dos personas que se han rendido por completo al amor. Se mostraron dignos, prudentes y disciplinados.
Y no engañaron prácticamente a nadie.
En el campamento, todo aquel que tuviera edad suficiente para saber lo que es el amor entre un hombre y una mujer parecía como si pudiera leerlo en los rostros de En Pie con el Puño en Alto y Bailando con Lobos.
La mayoría no encontró en sus corazones motivo alguno para condenar el amor, fueran cuales fuesen las circunstancias. Los pocos que pudieron haberse sentido ofendidos, contuvieron sus lenguas por falta de pruebas. Y, lo más importante de todo, la atracción que sentían ambos no constituía ninguna amenaza para el conjunto de la tribu. Hasta los miembros más ancianos y conservadores tuvieron que admitir que aquella unión potencial no dejaba de tener cierto sentido.
Después de todo, los dos eran blancos.
En la quinta noche después de su encuentro en el río, En Pie con el Puño en Alto tuvo que verle de nuevo. Había estado esperando a que se quedaran durmiendo todos en la tienda de Pájaro Guía. Bastante después de que el sonido de ligeros ronquidos llenaran el
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, ella aún seguía esperando, deseando asegurarse de que nadie se daría cuenta de su partida.
Acababa de percibir el fuerte olor de la lluvia en el aire cuando el silencio de la noche se vio roto de pronto por los ladridos de unas voces excitadas. Las voces sonaron lo bastante fuertes como para despertar a todo el mundo y segundos más tarde arrojaban las mantas a un lado para salir al exterior.
Algo había ocurrido. Todo el poblado estaba alarmado. Ella corrió por la avenida principal, junto con un grupo de personas que se dirigía hacia un gran incendio que parecía ser el centro de atención. Envuelta en aquel caos, buscó en vano a Bailando con Lobos, pero no pudo verle hasta que no se acercó lo suficiente al fuego.
Al desplazarse el uno hacia el otro, en medio de la gente, ella observó a nuevos indios amontonados junto al fuego. Había media docena de ellos. Otros aparecían tendidos sobre el suelo, algunos muertos y otros horriblemente heridos. Eran kiowas, amigos desde hacía mucho tiempo de los comanches y compañeros de caza.
Los seis hombres que no habían sido tocados parecían frenéticos y temerosos. Gesticulaban ansiosamente, hablando por señas con Diez Osos y dos o tres de sus más cercanos consejeros. Los que miraban permanecían callados y expectantes, observando cómo explicaban su historia los kiowas.
Ella y Bailando con Lobos ya casi estaban el uno al lado del otro cuando las mujeres empezaron a gritar. Un momento más tarde, la asamblea se deshizo cuando las mujeres y los niños echaron a correr hacia sus tiendas, atropellándose los unos a los otros en su pánico. Los guerreros hervían alrededor de Diez Osos y una sola palabra surgía de las bocas de todos. Una palabra que se extendía por todo el poblado del mismo modo que si la tormenta hubiera empezado a retumbar a través de los cielos oscuros.
Era una palabra que Bailando con Lobos ya conocía bien, pues la había escuchado muchas veces en conversaciones e historias.
«Pawnee».
Teniendo a En Pie con el Puño en Alto a su lado se apretó más a los guerreros arremolinados alrededor de Diez Osos. Mientras observaban, ella le habló junto a la oreja, contándole lo que les había ocurrido a los kiowas.
Habían empezado siendo un grupo pequeño, de menos de veinte hombres, que andaban a la búsqueda del búfalo a unos quince kilómetros al norte del campamento comanche. Entonces fueron atacados por una gran partida de guerra pawnee, compuesta por lo menos por ochenta guerreros, o quizá más. Fueron atacados en la semipenumbra del atardecer y ninguno de ellos habría podido escapar de no haber sido por la oscuridad y un superior conocimiento del terreno. Habían protegido la retirada lo mejor que pudieron, pero al tratarse de un grupo tan numeroso, sólo era una cuestión de tiempo el que los pawnee localizaran este campamento. Era posible incluso que estuvieran ya tomando posiciones. En opinión de los kiowas sólo les quedaban unas pocas horas para prepararse. La conclusión evidente era que luego se produciría un ataque, probablemente al amanecer.
Diez Osos empezó a impartir órdenes que ni En Pie con el Puño en Alto ni Bailando con Lobos pudieron escuchar. Sin embargo, a juzgar por la expresión del anciano no cabía la menor duda de que se sentía muy preocupado. Diez de los más destacados guerreros de la tribu se habían marchado en compañía de Pájaro Guía y Cabello al Viento. Los hombres que quedaban eran buenos luchadores, pero si los pawnee eran ochenta, se verían peligrosamente sobrepasados en número.
La reunión mantenida alrededor de la hoguera se deshizo de una curiosa forma anárquica, con guerreros marchando en diferentes direcciones, en pos del hombre que, en opinión de cada uno, pudiera dirigirles mejor.
Bailando con Lobos tuvo una sensación incómoda. Todo parecía muy desorganizado. La tormenta que se avecinaba sobre ellos llegaba con rapidez y la lluvia parecía inevitable. Eso ayudaría a protegerlos de la aproximación de los pawnee.
Pero aquél era ahora su poblado y corrió detrás de Ternero de Piedra con un solo pensamiento en la mente.
—Te seguiré —le dijo cuando le alcanzó.
Ternero de Piedra le dirigió una mirada firme.
—Será una dura lucha —dijo—. Los pawnee nunca vienen a buscar caballos, sino sangre. —Bailando con Lobos asintió de todos modos con un gesto—. Toma tus armas y ven a mi tienda —le ordenó el anciano guerrero.
—Yo las traeré —se ofreció En Pie con el Puño en Alto y subiéndose el vestido por encima de las rodillas, echó a correr dejando a Bailando con Lobos libre para seguir a Ternero de Piedra.
Estaba tratando de calcular cuántas balas le quedaban para el rifle y su revólver de la Marina cuando de pronto recordó algo que le hizo detenerse en seco.
—Ternero de Piedra —gritó—. Ternero de Piedra.
El guerrero se detuvo, volviéndose hacia él.
—Tengo armas de fuego —dijo Bailando con Lobos precipitadamente—. Escondidas bajo tierra, en el fuerte del hombre blanco. Hay muchas armas.
Volvieron inmediatamente sobre sus pasos y regresaron junto a la hoguera.
Diez Osos seguía allí, interrogando a los cazadores kiowa.
Los pobres hombres, medio enloquecidos ya por el trauma de haber estado a punto de perder sus vidas, retrocedieron al ver a Bailando con Lobos y se necesitó una rápida explicación para calmarlos.
El rostro de Diez Osos se animó de pronto cuando Ternero de Piedra le dijo que había armas de fuego.
—¿Qué armas de fuego? —preguntó con ansiedad.
—Las de los soldados blancos…, rifles —contestó Bailando con Lobos.
Fue una decisión dura para Diez Osos. Aunque aprobaba la presencia de Bailando con Lobos, había algo en su vieja sangre comanche que no acababa de confiar en el hombre blanco. Las armas estaban en la tierra y tardarían tiempo en sacarlas. Los pawnee podían estar acercándose en aquellos momentos y necesitaba de todos los hombres disponibles para defender el poblado. Luego, había que considerar el largo trayecto a caballo hasta el fuerte del hombre blanco. Y la lluvia empezaría en cualquier momento.
Pero la lucha iba a ser cuerpo a cuerpo, y sabía que la posesión de armas de fuego constituiría una gran diferencia. Lo más probable era que los pawnee no dispusieran de muchas. Aún faltaban varias horas para el amanecer y disponían de tiempo suficiente para hacer el viaje de ida y vuelta al fuerte del bocapeluda.
—Las armas están en cajas…, cubiertas con madera —dijo Bailando con Lobos interrumpiendo sus pensamientos—. Sólo necesitamos unos pocos hombres y parihuelas para traerlas.
El anciano tenía que arriesgarse a jugar. Le dijo a Ternero de Piedra que se llevara a Bailando con Lobos, junto con otros dos hombres y seis ponis, cuatro para montar y dos para transportar las armas. Y les dijo que lo hicieran con rapidez. Cuando llegó a su tienda, «Cisco» ya estaba embridado y preparado. En el interior se había encendido una hoguera, y En Pie con el Puño en Alto estaba acuclillada delante, mezclando algo en un pequeño cuenco.
Cerca de donde estaba ella, en el suelo, había dispuesto las armas de Bailando con Lobos, el rifle, el gran revólver de la Marina, el arco, el carcaj lleno de flechas y el cuchillo de hoja larga.
Él estaba cargando el revólver cuando ella te trajo el cuenco.
—Dame tu rostro —le ordenó.
Él permaneció quieto y ella introdujo uno de los dedos en la sustancia roja del cuenco.
—Esto es algo que tendrías que haber hecho tú, pero no dispones de tiempo y no sabes cómo hacerlo. Yo lo haré por ti.
Luego, con unos trazos rápidos y seguros, le dibujó una sola barra horizontal a través de la frente y dos verticales a lo largo de cada mejilla. Utilizando una pauta punteada sobreimpuso la huella de la pata de un lobo sobre las barras de una mejilla y retrocedió unos pasos para observar el resultado de su trabajo.
Asintió con un gesto de aprobación cuando Bailando con Lobos se colgó el arco y el carcaj sobre el hombro.
—¿Sabes disparar? —preguntó él.
—Sí —contestó En Pie con el Puño en Alto.
—Entonces toma esto —dijo él tendiéndole el rifle.
No hubo abrazos, ni palabras de despedida. Él salió al exterior, montó sobre «Cisco» de un salto y se marchó.
Cabalgaron alejándose del río, siguiendo la línea más recta posible a través de la pradera.
El cielo era terrorífico. Parecía como si cuatro tormentas estuvieran convergiendo en una sola. Los relámpagos destellaban a su alrededor como si se tratara de fuego de artillería.
Tuvieron que detenerse cuando se soltó una de las parihuelas de su aparejo. Mientras lo reparaban, a Bailando con Lobos se le ocurrió una idea escalofriante. ¿Y si no podía encontrar las armas? No había visto desde hacía mucho tiempo la costilla de búfalo que había utilizado como marcador. Aunque estuviera allí donde la había introducido en la tierra, sería difícil encontrarla. Gimió interiormente ante esta perspectiva.
Cuando llegaron al fuerte empezó a llover en goterones grandes y pesados. Les condujo hacia donde creía que estaba el lugar, pero no pudo ver nada en la oscuridad. Les dijo lo que tenían que buscar y el cuarteto desmontó de sus ponis y se puso a buscar un trozo de hueso grande, blanco y largo.
Ahora llovía con más fuerza y transcurrieron diez minutos sin hallar el menor rastro de la costilla. Se levantó viento y los relámpagos centelleaban a cada pocos segundos. La luz que arrojaban sobre el suelo se veía contrarrestada por el efecto enceguecedor que tenía sobre los hombres.
Después de veinte minutos angustiosos el corazón de Bailando con Lobos se hundió hasta lo más hondo. Ahora ya estaban revisando el terreno que habían revisado y seguían sin encontrar nada.
Luego, por encima del viento, la lluvia y la tormenta creyó escuchar un crujido bajo uno de los cascos de «Cisco».
Bailando con Lobos llamó a los otros y se inclinó. Poco después, los cuatro hombres se habían arrodillado y tanteaban la tierra a ciegas.
De pronto, Ternero de Piedra se incorporó sosteniendo en la mano una larga costilla de búfalo.
Bailando con Lobos se situó en el lugar donde la había encontrado y esperó a que se produjera el siguiente relámpago. Cuando el cielo centelleó de nuevo, miró rápidamente hacia el viejo edificio de Fort Sedgewick y, utilizándolo como punto de referencia, empezó a moverse en dirección norte, avanzando paso a paso.
Unos pocos pasos más adelante, la pradera se puso esponjosa bajo una de sus botas y gritó, llamando a los demás. Los hombres se agacharon para ayudarle a excavar. La tierra cedió con rapidez y minutos más tarde tiraban de dos cajas largas de rifles, extrayéndolas de su tumba de barro.
Apenas llevaban media hora de camino de regreso cuando la tormenta alcanzó toda su virulencia descargando lluvia a torrentes. Era imposible ver nada, y los cuatro hombres que conducían las dos parihuelas tiradas por caballos a través de la llanura tuvieron que buscar a tientas su camino.
Pero ninguno de ellos olvidó ni por un instante la importancia de su misión, por lo que no se detuvieron un momento e hicieron el recorrido de regreso en un tiempo asombroso.
Cuando finalmente se encontraron a la vista del poblado, la tormenta ya había amainado. Por encima de ella, en el cielo turbulento, habían aparecido unas pocas y largas manchas de gris, y a través de los primeros y débiles rayos de luz pudieron ver que el poblado seguía estando a salvo.
Acababan de iniciar el descenso de la depresión que llevaba al campamento cuando una serie espectacular de relámpagos centellearon río arriba, iluminando el paisaje durante dos o tres segundos con la claridad de la luz del día.
Bailando con Lobos lo vio, y también lo vieron los demás.
Una larga hilera de jinetes estaba cruzando el río a poco menos de un kilómetro por encima del poblado.
Los relámpagos iluminaron de nuevo la escena y pudieron ver al enemigo que desaparecía por detrás de la maleza. El plan que pretendía llevar a cabo era evidente. Se aproximarían por el norte, utilizando la línea de follaje que se extendía a lo largo del río para acercarse hasta unos cien metros de distancia del poblado. Entonces, atacarían.
Los pawnee estarían en posición dentro de otros veinte minutos.
Había un total de veinticuatro rifles en cada caja. Bailando con Lobos, personalmente, se los fue entregando a los combatientes, reunidos alrededor de la tienda de Diez Osos, al tiempo que el anciano daba las últimas instrucciones. Aunque sabía que el asalto principal procedería del río, era muy probable que el enemigo enviara una fuerza de distracción que atacaría desde la pradera abierta, dando así a los verdaderos atacantes la oportunidad de arrollar el poblado desde atrás. Designó a dos guerreros influyentes y un puñado de seguidores para que rechazaran la probable carga que se lanzaría desde la pradera.