Bailando con lobos (38 page)

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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

BOOK: Bailando con lobos
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»Yo me cansé de eso, y hace muchos años traje hasta aquí a la gente de nuestra tribu, lejos de donde estaban los blancos. Aquí hemos vivido en paz durante mucho tiempo.

»Pero esto es lo último que nos queda de nuestro territorio. Ya no tenemos ningún otro sitio a donde ir. Cuando pienso en que el pueblo blanco pueda venir ahora a nuestro territorio, como ya he dicho, resulta difícil saber lo que hay que hacer.

»Yo siempre he sido un hombre pacífico, feliz de encontrarme en mi propio territorio y nunca he deseado nada del pueblo blanco. Nada en absoluto. Pero creo que tienes razón. Creo que ellos seguirán viniendo.

»Y cuando pienso en eso, miro este fardo, sabiendo lo que contiene, y estoy seguro de que lucharemos para conservar nuestro territorio y todo lo que contiene. Nuestro territorio es todo lo que tenemos. Y es lo único que deseamos tener.

»Lucharemos por conservarlo.

»Pero no creo que tengamos que luchar este invierno, y después de todo lo que me has dicho, creo que ha llegado el momento de que nos marchemos.

»Mañana por la mañana levantaremos el poblado e iremos al campamento de invierno.

Capítulo
29

Aquella noche, al quedarse dormido, Bailando con Lobos se dio cuenta de que algo había empezado a roerle en el fondo de su mente. Al despertarse a la mañana siguiente, aquello seguía estando allí, y aunque sabía que tenía algo que ver con la presencia de cazadores blancos a medio día de distancia a caballo del campamento, así como con su sueño y con la conversación sostenida con Diez Osos, no se atrevió a afrontar el tema.

Una hora después del amanecer, una vez que el campamento estuvo desmantelado, empezó a pensar en el alivio que experimentaba por el hecho de partir. El campamento de invierno sería un lugar incluso más remoto que éste. En Pie con el Puño en Alto creía haber quedado embarazada y él anhelaba la protección que un campamento alejado proporcionaría a su nueva familia.

Allí, nadie podría llegar hasta ellos. Serían anónimos. El mismo dejaría de existir, como no fuera ante los ojos de su pueblo de adopción.

Y entonces, la realidad le golpeó, y lo hizo con la suficiente dureza como para producir una repentina y alocada agitación en su corazón.

Después de todo, él sí que existía.

Y había dejado estúpidamente la prueba de ello, tras de sí. El diario completo del teniente John J. Dunbar había quedado atrás para que todo el mundo lo leyera. Se encontraba sobre el jergón de la cabaña de paja. Y allí, en las páginas de aquel diario, estaba todo escrito.

Como ellos tenían poca cosa que hacer, En Pie con el Puño en Alto acudió a ayudar a algunas otras familias. Él pensó que tardaría algún tiempo en encontrarla entre toda aquella confusión del traslado y, además, no quería perder tiempo en explicaciones. Ahora, cada minuto que existiera, aquel diario constituiría una amenaza.

Corrió hasta la manada de ponis, incapaz de pensar en ninguna otra cosa que no fuera recuperar el registro de aquella historia.

Él y «Cisco» volvían hacia el campamento cuando se encontró con Pájaro Guía.

El chamán se resistió a admitir lo que Bañando con Lobos le dijo. Querían emprender el camino al mediodía, y no podrían esperar si el largo trayecto de ida y vuelta al fuerte del soldado blanco se prolongaba más de lo esperado.

Pero Bailando con Lobos se mostró firme y, aunque de mala gana, Pájaro Guía acabó por aprobar su marcha. Si se retrasaba, le sería fácil seguir su rastro, aunque el chamán le urgió a que se diera prisa. No le gustaba aquella clase de sorpresa de última hora.

El caballo de color canela se sintió feliz de poder lanzarse al galope tendido por la pradera. Durante los últimos días el aire se había hecho más fresco y la brisa se había levantado esta mañana. A «Cisco» le encantaba que el viento le diera en la cara, así que recorrieron con rapidez los kilómetros que le separaban del fuerte.

La última elevación familiar apareció ante ellos, y Bailando con Lobos se agachó sobre el lomo del caballo, pidiéndole que recorriera a uña de caballo el último kilómetro de distancia.

Coronaron la elevación y se lanzaron al galope ladera abajo.

Entonces, Bailando con Lobos lo vio todo como en un fogonazo fantástico.

Fort Sedgewick estaba abarrotado de soldados.

Recorrieron otros cien metros antes de que pudiera detener a «Cisco». El animal cabeceó y relinchó alocadamente y Bailando con Lobos tuvo dificultades para calmarlo. Él mismo tuvo que hacer esfuerzos para tratar de comprender aquella visión irreal de un ajetreado campamento del ejército.

Había un montón de tiendas plantadas alrededor del antiguo barracón de avituallamiento y de la cabaña de paja. Cerca de su antiguo alojamiento había dos cañones Hotchkiss, montados en cureñas. El ya desmoronado corral estaba abarrotado de caballos. Y todo el lugar aparecía lleno de hombres vestidos de uniforme. Caminaban de un lado a otro, hablaban y trabajaban.

Apenas a cincuenta metros por delante de él había un carro y en el pescante, mirándole con expresiones de asombro, se encontraban cuatro soldados rasos.

Los perfiles de sus rostros no estaban tan claros como para permitirle darse cuenta de que sólo se trataba de muchachos muy jóvenes.

Aquellos soldados nunca habían visto a un indio salvaje, pero en las pocas semanas de entrenamiento que siguieron a su reclutamiento, se les había recordado una y otra vez que tendrían que luchar contra un enemigo engañoso, astuto y sediento de sangre. Ahora estaban contemplando fijamente una visión de aquel enemigo.

Y sintieron pánico.

Bailando con Lobos vio cómo levantaban los rifles en el momento en que «Cisco» volvía grupas. Él ya no podía hacer nada. La andanada que le dispararon no estuvo bien apuntada y Bailando con Lobos se arrojó del caballo en ese preciso momento, cayendo al suelo sin haber recibido ninguna herida.

Pero una de las balas alcanzó de pleno a «Cisco» en el pecho, y el plomo le desgarró el corazón. Murió antes de caer al suelo.

Sin hacer caso de los soldados que gritaban y se precipitaban hacia él, Bailando con Lobos gateó hasta donde había caído su caballo. Tomó la cabeza de «Cisco» y le levantó el hocico. Pero ya no quedaba vida alguna en él.

Entonces se sintió dominado por la rabia. Y una frase se formó en su mente. «Mirad lo que habéis hecho». Se volvió hacia el sonido de los pasos que se le acercaban precipitadamente, dispuesto a gritar las palabras.

Pero al volverse, la culata de un rifle le golpeó con fuerza en la cara y todo quedó negro.

Olió a estiércol. Tenía el rostro apretado contra un suelo de tierra. Escuchó el sonido de unas voces apagadas, y comprendió con toda claridad un conjunto de palabras.

—Sargento Murphy… viene también.

Bailando con Lobos giró el rostro y en él apareció una mueca de dolor cuando su mandíbula rota se puso en contacto con el suelo de tierra apisonada.

Se tocó el lugar herido con un dedo y se encogió de nuevo cuando el dolor se le extendió por toda la parte lateral de la cabeza.

Trató de abrir los ojos, pero sólo pudo conseguirlo con uno de ellos. El otro estaba tan hinchado que ni siquiera podía abrirlo. Cuando la visión del único ojo abierto se aclaró lo suficiente reconoció el lugar donde se encontraba. Era el antiguo barracón de avituallamiento.

Alguien le dio una patada en el costado.

—Eh, tú, siéntate.

La punta de la bota le hizo rodar sobre la espalda y Bailando con Lobos se alejó del contacto, hasta que le detuvo la pared del fondo.

Una vez allí, quedó sentado mirando fijamente con su ojo sano, primero el rostro del barbudo sargento que estaba de pie sobre él, y luego los rostros curiosos de los soldados blancos arremolinados junto a la puerta.

De pronto, alguien gritó por detrás de ellos:

—Abrid paso al mayor Hatch.

Los rostros de la puerta desaparecieron de inmediato.

Dos oficiales entraron en el barracón de avituallamiento. Uno de ellos era un teniente joven, casi barbilampiño; el otro hombre, más viejo, llevaba unas largas patillas grises y un uniforme que no le venía bien. Los ojos del hombre más viejo eran pequeños. Observó en sus hombros las insignias del grado de mayor.

Los dos oficiales se lo quedaron mirando con expresión de repulsión.

—¿Qué es él, sargento? —preguntó el mayor, con un tono de voz rígido y receloso.

—No lo sé todavía, señor.

—¿Habla inglés?

—Tampoco lo sé, señor… Eh, tú…, ¿hablas inglés?

Bailando con Lobos se limitó a parpadear su ojo bueno.

—¿Hablar? —repitió el sargento llevándose los dedos a los labios—. ¿Hablar? Golpeó ligeramente con el pie las botas de montar negras del prisionero y Bailando con Lobos se sentó más erguido. No fue un movimiento nada amenazador por su parte pero, al hacerlo, observó que los dos oficiales retrocedían sobresaltados.

Le tenían miedo.

—¿Tú hablar? —repitió el sargento de nuevo.

—Hablo inglés —dijo Bailando con Lobos con tono de hastío—. Pero me duele al hablar… Uno de sus hombres me ha roto la mandíbula.

Los soldados quedaron conmocionados al escuchar aquellas palabras, pronunciadas con tanta perfección y por un momento se quedaron mirándolo en un atónito silencio.

Bailando con Lobos parecía blanco y parecía indio, y habría sido imposible decir cuál era la mitad real. Ahora, al menos, sabían que era blanco.

Durante el silencio, otros soldados se habían vuelto a reunir ante la puerta de entrada, y Bailando con Lobos habló dirigiéndose a ellos.

—Uno de esos estúpidos mató a mi caballo. El mayor ignoró este comentario.

—¿Quién es usted?

—Soy el primer teniente John J. Dunbar, del ejército de Estados Unidos.

—¿Y por qué va vestido como si fuera un indio?

Aunque hubiese querido, Bailando con Lobos no habría podido ni siquiera empezar a contestar aquella pregunta. Pero es que, además, no deseaba contestarla.

—Éste es mi puesto —dijo—. Llegué procedente de Fort Hays en el mes de abril, pero no había nadie aquí.

El mayor y el teniente sostuvieron una breve conversación, susurrándose el uno al otro al oído.

—¿Tiene usted pruebas de eso? —preguntó el teniente.

—Bajo la cama de esa otra cabaña hay una hoja de papel doblado con mis órdenes escritas en ella. Encima de la cama está mi diario. Les diré todo lo que necesiten saber.

Para Bailando con Lobos, todo había terminado. Dejó caer el lado bueno de la cabeza sobre una mano. Sentía el corazón roto. La tribu tendría que dejarle atrás, de eso estaba seguro. Para cuando él lograra haber aclarado todo aquel embrollo, si es que lo conseguía alguna vez, ya sería demasiado tarde para encontrarlos. «Cisco» había quedado allí tendido, muerto. Hubiera deseado echarse a llorar. Pero no se atrevió. Simplemente, hundió la cabeza, sujetándose el lado bueno.

La gente abandonó la habitación aunque él no levantó la mirada para comprobarlo. Transcurrieron unos pocos segundos y luego escuchó al sargento, que le susurró roncamente:

—Te volviste indio, ¿verdad?

Bailando con Lobos levantó la cabeza. El sargento estaba inclinado sobre él, con una mirada maliciosa.

—¿Verdad? —repitió.

Bailando con Lobos no se dignó contestarle. Volvió a hundir la cabeza sobre la mano, negándose a levantar la mirada hasta que el mayor y el teniente reaparecieron de nuevo.

Esta vez fue el teniente el que habló.

—¿Cuál es su nombre?

—Dunbar… D-u-n-b-a-r… John J.

—¿Son éstas sus órdenes?

En la mano sostenía una hoja amarillenta de papel. Bailando con Lobos tuvo que estrechar el único ojo sano para verla.

—Sí.

—El nombre que aparece aquí es Rumbar —dijo el teniente con gesto ceñudo—. La fecha está incluida a lápiz, mientras que el resto está escrito a tinta. La firma del oficial que la emitió aparece borrosa. No es legible. ¿Qué tiene usted que decir al respecto?

Bailando con Lobos percibió el recelo en el tono de voz del teniente. Empezó a comprender entonces que aquellas personas no le creían.

—Ésas son las órdenes que se me entregaron en Fort Hays —se limitó a contestar. El rostro del teniente se retorció. No parecía sentirse satisfecho—. Lea el diario —dijo entonces Bailando con Lobos.

—No hay ningún diario —replicó el joven oficial.

Bailando con Lobos le miró con atención. Debía de estar mintiendo.

Pero el teniente decía la verdad.

Uno de los miembros de la patrulla de vanguardia, que fue la primera en llegar a Fort Sedgewick, había encontrado el diario. Se trataba de un soldado raso analfabeto llamado Sheets, que se había metido el diario en la guerrera, pensando que le serviría como papel higiénico. Ahora, Sheets se enteró de que faltaba un diario, uno que había escrito el hombre blanco salvaje. Quizá debiera devolverlo.

Podrían recompensarle por ello. Pero al pensarlo de nuevo, a Sheets le preocupó más la posibilidad de que lo reprendieran, o algo peor. Le habían encerrado en más de un calabozo por hurtos pequeños. Así que el diario se quedó bajo la guerrera de su uniforme.

—Queremos que nos diga cuál es el significado de su aspecto —siguió diciendo el teniente, cuyo tono de voz sonaba ahora como el de un interrogador—. Si es usted quien dice ser, ¿por qué no lleva su uniforme?

Bailando con Lobos se removió inquieto, apoyado contra la pared del barracón de avituallamiento.

—¿Qué está haciendo aquí el ejército? —preguntó.

El mayor y el teniente volvieron a susurrar algo entre sí. Luego, el teniente volvió a hablar.

—Se nos ha encomendado la misión de recuperar propiedad robada, incluyendo a los prisioneros blancos hechos durante incursiones hostiles.

—No ha habido incursiones y no hay prisioneros blancos —mintió Bailando con Lobos.

—De eso nos aseguraremos nosotros mismos —replicó el teniente.

Los oficiales volvieron a susurrar entre sí y esta vez la conversación duró un rato antes de que el teniente se girara y se aclarara la garganta.

—Le daremos una oportunidad para demostrar su lealtad a su país. Si nos guía usted hasta los campamentos hostiles y nos sirve como intérprete, su conducta será reevaluada.

—¿Qué conducta?

—Su conducta traicionera.

Bailando con Lobos sonrió.

—¿Cree usted que soy un traidor? —preguntó. La voz del teniente se elevó enojada.

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