—¿Está usted dispuesto a cooperar, sí o no?
—Ustedes no tienen nada que hacer aquí, eso es todo lo que tengo que decir.
—Entonces, no nos queda otro remedio que ponerlo bajo arresto. Puede quedarse aquí sentado y reflexionar en su situación. Si decide cooperar, llame al sargento Murphy, y mantendremos una conversación.
Y, tras decir esto, el teniente y el mayor salieron del barracón de avituallamiento. El sargento Murphy destacó a dos hombres para que permanecieran de guardia ante la puerta, y Bailando con Lobos se quedó a solas.
Pájaro Guía retrasó las cosas todo lo que pudo, pero el campamento de Diez Osos inició la larga marcha a primeras horas de la tarde, dirigiéndose hacia el sudoeste, a través de las llanuras.
En Pie con el Puño en Alto insistió en esperar a su esposo y se puso histérica cuando la obligaron a marcharse con ellos. Las esposas de Pájaro Guía tuvieron que mostrarse duras con ella antes de que recuperara la compostura.
Pero En Pie con el Puño en Alto no era la única comanche en sentirse preocupada. Todos estaban preocupados. Se convocó un consejo de última hora antes de emprender la marcha y tres jóvenes, montados en ponis rápidos fueron enviados a explorar el fuerte del hombre blanco, en busca de Bailando con Lobos. Bailando con Lobos ya llevaba allí sentado desde hacía tres horas, luchando contra el dolor de su cara maltrecha, cuando le dijo a uno de los guardias que tenía que hacer sus necesidades.
Al salir para dirigirse hacia el risco, caminando entre los dos soldados, sintió verdadera repulsión por aquellos hombres y su campamento. No le gustaba cómo olían. El sonido de sus voces le parecía duro en sus oídos. Hasta la forma en que se movían le parecía tosca y desmañada.
Orinó por encima del risco y los dos soldados empezaron a acompañarle de regreso al barracón. Estaba pensando en escaparse, cuando un carro cargado con madera y tres soldados llegó con estrépito al campamento y se detuvo cerca.
Uno de los hombres que iba sentado en el pescante llamó a un amigo que se había quedado en el campamento, y Bailando con Lobos vio a un soldado alto acercarse despacio al carro. Los hombres del pescante se miraron y se sonrieron los unos a los otros mientras el alto se acercaba.
—Mira lo que te hemos traído, Burns —dijo entonces uno de ellos.
Los hombres del carro tomaron algo y lo arrojaron al aire, sobre el costado. El hombre alto, que estaba debajo, pegó un salto hacia atrás, atemorizado, cuando el cuerpo de «Dos calcetines» cayó con un ruido sordo a sus pies.
Los hombres se apearon del carro, burlándose del alto, que había retrocedido ante el lobo muerto. Uno de los que habían ido a buscar madera dijo:
—Es bastante grande, ¿verdad, Burns?
Dos de los leñadores levantaron a «Dos calcetines» del suelo, sosteniéndolo uno por la cabeza y el otro por las patas traseras. Luego, acompañados por las risas de todos los soldados presentes, empezaron a perseguir al hombre alto por todo el patio.
Bailando con Lobos salvó el espacio con tal rapidez, que nadie se movió hasta que llegó junto a los soldados que llevaban a «Dos calcetines». Con dos puñetazos cortos y rápidos tumbó sin sentido a uno de ellos.
Luego se lanzó contra el segundo hombre, haciéndole perder el equilibrio cuando trataba de huir. Una vez en el suelo, rodeó la garganta del hombre con sus dos manos. El rostro de aquel hombre empezó a ponerse púrpura y Bailando con Lobos vio que sus ojos empezaban a ponerse vidriosos cuando algo le golpeó con fuerza en la parte posterior de la cabeza y una cortina de oscuridad volvió a caer sobre él.
Eran las últimas horas de la tarde cuando recuperó la conciencia. La cabeza le palpitaba tanto que al principio ni siquiera lo notó. Tan sólo escuchó un ligero tintineo al moverse. Sólo después percibió el metal frío. Le habían encadenado las manos. Movió los pies. También llevaban cadenas.
Cuando el mayor y el teniente regresaron para hacerle más preguntas les contestó con una mirada mortal y les lanzó una larga sarta de insultos en comanche. Cada vez que le preguntaban algo, él contestaba en comanche. Finalmente, se cansaron de él y lo dejaron en paz.
Algo más tarde, aquella misma noche, el sargento corpulento colocó un cuenco de gachas ante él.
Con los pies encadenados, Bailando con Lobos le dio una fuerte patada al cuenco, derramando su contenido.
Los exploradores de Pájaro Guía trajeron la terrible noticia hacia la medianoche. Habían contado más de sesenta soldados fuertemente armados en el fuerte del hombre blanco. Habían visto el caballo de color canela muerto en la ladera. Y justo antes del anochecer habían visto a Bailando con Lobos que era conducido junto al risco que daba al río, con la manos y los pies encadenados.
La tribu emprendió inmediatamente una acción de evasión. Recogieron sus cosas y continuaron camino por la noche, en pequeños grupos de una docena o menos, tomando direcciones diferentes. Volverían a encontrarse varios días más tarde en el campamento de invierno.
Diez Osos supo que no podría contenerlos, así que ni siquiera lo intentó. Una fuerza compuesta por veinte guerreros, con Pájaro Guía, Ternero de Piedra y Cabello al Viento entre ellos, abandonó la columna una hora más tarde, prometiendo no entablar combate con el enemigo a menos que pudieran estar seguros del éxito.
El mayor Hatch tomó su decisión aquella misma noche, a última hora. No quería verse molestado con el espinoso problema de tener a un salvaje, medio indio y medio blanco, sentado delante de su nariz. El mayor no era precisamente un pensador visionario y desde el principio se había sentido desconcertado y temeroso ante este prisionero tan exótico.
En ningún momento se le ocurrió pensar que hubiera podido utilizar a Bailando con Lobos como herramienta de negociación, con gran ventaja por su parte. Lo único que deseaba era desembarazarse de él. Su presencia ya había desequilibrado su mando.
Así pues, enviarlo a Fort Hays le pareció una idea brillante. Como prisionero valdría mucho más para el mayor estando allí que no aquí. La captura de un renegado le situaría ante una muy buena posición ante sus superiores. El ejército hablaría de este prisionero, y si se hablaba del prisionero, el nombre del oficial que lo había capturado surgiría con la misma frecuencia.
El mayor apagó la luz de la lámpara y se tapó con la manta, emitiendo un bostezo de autosatisfacción. Pensó que todo iba a salir estupendamente. La campaña no habría podido conocer un mejor inicio.
Llegaron a buscar al prisionero a primeras horas de la mañana.
El sargento Murphy hizo que dos de sus hombres pusieran en pie a Bailando con Lobos y le preguntó al mayor:
—¿Debemos ponerle un uniforme, señor, adecentarlo un poco?
—Pues claro que no —contestó éste con tono penetrante—. Y ahora súbanlo al carro.
Seis hombres fueron destacados para escoltar al prisionero: dos irían a caballo en la vanguardia, otros dos a caballo en la retaguardia, uno conduciría el carro, y el otro se encargaría de vigilar al prisionero.
Emprendieron la marcha hacia el este, a través de la pradera que él tanto amaba. Pero en esta luminosa mañana de octubre no había ningún amor en el corazón de Bailando con Lobos. No dijo nada a quienes le habían apresado, prefiriendo bambolearse en el fondo del carro, escuchando el continuo tintineo de sus cadenas, mientras su mente consideraba las posibilidades.
No había forma alguna de arrollar a la escolta. Quizá pudiera matar a uno de ellos, o incluso a dos. Pero después de eso los demás lo matarían a él. De todos modos, pensó en intentarlo. Morir luchando contra aquellos hombres no le pareció algo tan malo. Sería mucho mejor que terminar en alguna prisión distante.
Cada vez que pensaba en ella se le agrietaba el corazón. Cuando su rostro empezó a formarse en su cabeza como una imagen, hizo esfuerzos denodados por pensar en otra cosa. Y eso era algo que se veía obligado a hacer cada pocos minutos. Era la peor clase de agonía posible.
Dudaba mucho de que alguien acudiera a buscarle. Sabía que algunos desearían hacerlo, pero no podía imaginarse que Diez Osos pudiera comprometer la seguridad de todo su pueblo en beneficio de un solo hombre. Ni siquiera el propio Bailando con Lobos haría eso.
Por otro lado, estaba seguro de que habrían enviado exploradores y que a estas alturas ya conocerían lo desesperado de su situación. Si habían permanecido por los alrededores el tiempo suficiente como para verle salir del fuerte en el carro, acompañado sólo por seis hombres para escoltarlo, quizá hubiera una oportunidad. A medida que fue transcurriendo la mañana Bailando con Lobos se aferró a esta idea, que consideraba como su única esperanza. Cada vez que el carro aminoraba la marcha para subir una ligera pendiente o para bajarla, casi contenía la respiración, anhelando escuchar el silbido de una flecha o el tronar de un rifle.
Pero al mediodía aún no había escuchado nada de eso.
Se habían alejado del río desde hacía tiempo, pero ahora volvían a acercarse. Al buscar un lugar por donde vadearlo, siguieron su curso durante casi medio kilómetro antes de que los soldados de vanguardia encontraran un cruce muy transitado por los búfalos.
En aquella parte, el río no era muy ancho, pero los matorrales que lo rodeaban eran bastante espesos, lo suficiente como para preparar una emboscada. Mientras el carro traqueteaba bajando hacia el río, Bailando con Lobos mantuvo los ojos y las orejas bien abiertos.
El sargento al mando de la patrulla le gritó al conductor, ordenándole que se detuviera antes de entrar en la corriente, y todos esperaron, mientras el propio sargento y otro hombre cruzaban a la otra orilla. Estuvieron registrando los matorrales durante un rato. Luego, el sargento hizo bocina con las manos y les gritó a los del carro que ya podían cruzar.
Bailando con Lobos apretó los puños con fuerza y se removió donde estaba, poniéndose casi en cuclillas. Pero desde allí no podía ver ni escuchar nada.
A pesar de todo, supo que estaban allí.
Empezó a moverse en cuanto escuchó el silbido de la primera flecha, y lo hizo con mucha mayor rapidez que el guardia de vigilancia en el interior del carro, que todavía trataba de preparar el rifle cuando Bailando con Lobos le pasó la cadena de las manos alrededor del cuello.
A su espalda sonaron disparos y tensó aún más la cadena, notando cómo cedía la carne del cuello del soldado.
Por el rabillo del ojo vio caer hacia adelante al sargento montado a caballo, con una flecha profundamente enterrada en la espalda. El conductor del carro había saltado de costado. Estaba en el agua, que le llegaba hasta la rodilla, disparando alocadamente un revólver.
Bailando con Lobos se lanzó sobre él y ambos forcejearon furiosamente durante un instante, en el agua, antes de que él pudiera liberarse. Luego, utilizando la cadena como un látigo manejado con ambas manos, golpeó la cabeza del soldado y el cuerpo de éste quedó fláccido, rodando lentamente en las aguas poco profundas. Bailando con Lobos aún le propinó unos golpes más, dejándolo sólo cuando vio que el agua enrojecía. Escuchó unos gritos corriente abajo. Bailando con Lobos miró a tiempo para ver al último de los soldados, que trataba de escapar. Tuvo que haber sido herido, porque se bamboleaba suelto sobre la silla.
Cabello al Viento se encontraba justo detrás del soldado condenado. Cuando los dos caballos estuvieron a la misma altura Bailando con Lobos escuchó el golpe seco de la maza de Cabello al Viento, que aplastó la cabeza del hombre.
Por detrás de él, todo estaba tranquilo y al volverse vio a los hombres de la retaguardia tendidos sobre el agua, muertos.
Algunos guerreros atravesaban sus cuerpos con lanzas, y se alegró mucho al ver que uno de ellos era Ternero de Piedra.
Una mano se posó entonces sobre su hombro y Bailando con Lobos se giró con rapidez para encontrarse con el rostro luminoso de Pájaro Guía.
—Qué gran combate —fanfarroneó el chamán—. Los hemos vencido con mucha facilidad, y sin que ninguno de los nuestros resultara herido.
—Yo me encargué de dos —replicó Bailando con Lobos. Luego, levantó al aire las manos encadenadas y añadió—: Con esto.
La partida de rescate no perdió el tiempo. Después de una búsqueda frenética encontraron las llaves de las cadenas de Bailando con Lobos, sobre el cuerpo del sargento muerto.
Luego, saltaron sobre sus ponis y se alejaron al galope, siguiendo un curso que rodeaba en muchos kilómetros hacia el sureste la posición de Fort Sedgewick.
Un par de centímetros de las primeras nieves cayó fortuitamente sobre la tribu de Diez Osos, cubriendo así sus huellas hacia el campamento de invierno.
Todos lo consiguieron con un ritmo excelente, y seis días más tarde los grupos divididos se habían reunido de nuevo a los pies del gran cañón que sería su hogar durante varios meses.
El lugar estaba impregnado de historia comanche y se le conocía adecuadamente como El Gran Espíritu Mora Aquí. El cañón tenía varios kilómetros de longitud, y casi dos de anchura en la mayoría de lugares, y en otros sus paredes verticales se elevaban a más de quinientos metros de altura. Solían pasar el invierno allí desde hacía mucho más tiempo de lo que nadie pudiera recordar, y era un lugar perfecto que les proporcionaba forraje y mucha agua para la gente y los caballos, y una amplia protección de las ventiscas que se desataban sobre ellos durante el invierno. También estaba lejos del alcance de sus enemigos.
Los miembros de otros poblados también pasaban aquí el invierno y había grandes muestras de regocijo cuando los viejos amigos y parientes volvían a verse por primera vez desde la primavera.
Sin embargo, una vez que se hubieron reunido, el poblado de Diez Osos se instaló y esperó, incapaz de descansar hasta que no se conociera el destino de la partida de rescate.
A media mañana del día posterior a su regreso, un explorador entró precipitadamente en el campamento con la noticia de que la partida de rescate regresaba. Dijo que Bailando con Lobos venía con ellos.
En Pie con el Puño en Alto echó a correr por el sendero antes que nadie. Lloraba mientras corría y cuando vio a los jinetes, cabalgando en fila india sobre el sendero alto, ella gritó su nombre.
Y no dejó de gritarlo hasta que estuvo a su lado.
Las primeras nieves fueron el preludio de una terrible ventisca que se desató aquella misma tarde.