Durante los dos días siguientes, la gente permaneció muy cerca de sus tiendas. Bailando con Lobos y En Pie con el Puño en Alto no vieron casi a nadie.
Pájaro Guía hizo todo lo que pudo por la cara de Bailando con Lobos, disminuyendo la hinchazón y tratando de acelerar su recuperación con hierbas curativas. Sin embargo, nada pudo hacerse con el frágil y agrietado hueso de la mandíbula, al que tuvieron que dejar que se curara por sí solo.
Pero Bailando con Lobos no se mostró nada preocupado por su herida. Un tema mucho más preocupante rondaba por su cabeza, y al reflexionar sobre él no se mostró inclinado a ver a nadie.
Sólo habló con En Pie con el Puño en Alto, pero no dijo gran cosa. Se pasó la mayor parte del tiempo encerrado en su tienda, como hombre enfermo que era. Ella se quedó con él, preguntándose qué estaría mal, pero decidida a esperar que fuera él quien lo dijera, y sabía que eso ocurriría tarde o temprano.
La ventisca había iniciado su tercer día cuando Bailando con Lobos salió a dar un largo y solitario paseo. Cuando regresó, le dijo a En Pie con el Puño en Alto que se sentara y le comunicó su decisión irreversible.
Entonces, ella se apartó de su lado y permaneció sentada durante casi una hora, con la cabeza inclinada en una silenciosa actitud contemplativa.
—¿Es así como tiene que ser? —preguntó finalmente con los ojos brillantes por la tristeza.
Bailando con Lobos también estaba triste.
—Sí —contestó con serenidad.
Ella suspiró con pena, luchando por contener las lágrimas.
—Entonces, que sea así.
Bailando con Lobos solicitó que se convocara un consejo. Deseaba hablar con Diez Osos. También solicitó la presencia de Pájaro Guía, Cabello al Viento, Ternero de Piedra y cualquier otro que debiera asistir en opinión de Diez Osos.
Se reunieron a la noche siguiente. La ventisca aminoraba su fuerza y todo el mundo parecía sentirse muy animado. Comieron y bebieron a su estilo, pasando por la vivida serie de preliminares, contando animadas historias sobre la lucha en el río y el rescate de Bailando con Lobos.
El esperó con buen humor a que todo esto pasara. Se sentía feliz de estar en compañía de sus amigos.
Pero finalmente, cuando la conversación empezó a desvanecerse, aprovechó el primer silencio que se produjo para llenarlo.
—Quiero deciros qué hay en mi mente —dijo.
Y fue entonces cuando empezó oficialmente el consejo.
Los hombres sabían que se iban a decir cosas importantes y se mostraron muy atentos. Diez Osos volvió su mejor oído hacia el interlocutor, no queriendo perderse una sola palabra de lo que dijera.
—No estoy entre vosotros desde hace mucho tiempo, pero en el fondo de mi corazón siento que he estado toda mi vida. Me siento orgulloso de ser un comanche. Y siempre me sentiré orgulloso de serlo. Amo el estilo de vida comanche y os quiero a cada uno de vosotros como si fuéramos de la misma sangre. En mi corazón y en mi espíritu siempre estaré con vosotros. Así que debéis saber que es muy duro para mí deciros que debo marcharme.
Surgieron exclamaciones de asombro, sintiéndose cada uno de ellos furioso por la incredulidad. Cabello al Viento se levantó de un salto y fue de un lado a otro, moviendo las manos con gestos de burla ante una idea tan estúpida.
Bailando con Lobos permaneció sentado y quieto mientras duró esta demostración de enojo.
Se quedó mirando fijamente el fuego de la hoguera, con las manos serenamente entrelazadas sobre su regazo.
Diez Osos levantó finalmente una mano y les dijo a los hombres que dejaran de hablar. El interior de la tienda volvió a quedar en silencio.
Sin embargo, Cabello al Viento seguía de pie, moviéndose inquieto, y Diez Osos tuvo que ladrarle:
—Ven y siéntate, Cabello al Viento. Nuestro hermano no ha terminado.
Cabello al Viento obedeció, sin dejar de gruñir y, una vez que se hubo sentado, Bailando con Lobos continuó.
—Matar a esos soldados en el río fue una buena cosa. Me permitió ser libre y mi corazón se llenó de alegría al ver que mis hermanos acudían a ayudarme.
»No me importó matar a esos hombres. Me alegré de hacerlo.
»Pero no conocéis la mente blanca como yo la conozco. Los soldados creen que soy uno de ellos que se ha vuelto malo. Creen que les he traicionado. Ante sus ojos, yo soy un traidor porque he elegido vivir entre vosotros. No me importa si tienen razón o andan equivocados, pero lo cierto es que eso es lo que creen.
»Los hombres blancos son capaces de cazar a un traidor incluso mucho tiempo después de haber dejado de perseguir a otros hombres. Para ellos, un traidor es lo peor en que puede convertirse un soldado. Así que me perseguirán hasta que me encuentren. No abandonarán la caza.
»Y cuando me encuentren a mí, os encontrarán a vosotros. Querrán ahorcarme y desearán imponeros a vosotros la misma clase de castigo. Quizá lleguen a castigaros aunque yo haya muerto. No lo sé.
»Si sólo fuera por nosotros, podría quedarme, pero se trata de algo más que de nosotros, hombres. Se trata de vuestras esposas y vuestros hijos y todos vuestros amigos. Porque será todo el pueblo el que saldrá perjudicado.
»Ellos no podrán encontrarme entre vosotros. Eso es todo. Y ésa es la razón por la que tengo que marcharme. Se lo he dicho así a En Pie con el Puño en Alto y los dos nos marcharemos juntos.
Nadie se movió durante un buen rato. Todos sabían que él tenía razón, pero nadie sabía qué decir.
—¿A dónde iréis? —preguntó finalmente Pájaro Guía.
—No lo sé. Lejos. Lejos de este territorio.
Se produjo un largo silencio que casi se llegó a hacer insoportable cuando Diez Osos carraspeó ligeramente.
—Has hablado bien, Bailando con Lobos. Tu nombre estará vivo en los corazones de nuestro pueblo mientras haya comanches. Nosotros nos ocuparemos de que se mantenga vivo. ¿Cuándo os marcharéis?
—Cuando deje de nevar —contestó Bailando con Lobos con suavidad.
—La nieve dejará de caer mañana —dijo Diez Osos—. Ahora, debemos irnos a dormir.
Diez Osos era un hombre extraordinario.
Había superado con mucho la media de longevidad habitual en las llanuras, y con cada estación de su vida que lograba dejar atrás el anciano había ido acumulando una cantidad considerable de conocimiento. Este conocimiento había ido en aumento hasta que finalmente se hundió hacia dentro, sobre sí mismo, y, ya en el ocaso de su vida, Diez Osos había alcanzado la cumbre: se había convertido en un hombre de sabiduría.
Los viejos ojos empezaron a fallar, pero en la semioscuridad veían con una claridad que nadie podía igualar, ni siquiera Pájaro Guía. Su oído era apagado pero, de algún modo, los sonidos que importaban nunca dejaban de llegar a él. Y últimamente había empezado a suceder una cosa de lo más extraordinario. Sin necesidad de basarse en los sentidos que ahora comenzaban a fallarle, Diez Osos había empezado a «sentir» realmente la vida de las personas. Desde que era un muchacho había estado investido con una sagacidad especial, pero esto era algo mucho más que eso. Esto era ver con todo su ser y, en lugar de sentirse viejo y gastado, Diez Osos se sentía vigorizado por aquel poder extraño y misterioso que ahora tenía.
Pero el poder que había tardado tanto tiempo en llegar y que parecía tan infalible, se había roto. Durante dos días enteros después del consejo con Bailando con Lobos, el jefe permaneció sentado en su tienda, fumando, preguntándose qué había salido mal.
«Mañana dejará de nevar».
No había medido sus palabras. Le habían surgido sin pensarlo, y aparecieron en su lengua como si las hubiera colocado allí el propio Gran Espíritu.
Pero no dejó de nevar. Al contrario, la tormenta adquirió mayor virulencia. Al cabo de dos días los montones de nieve eran altos contra las pieles de las tiendas.
Y su altura aumentaba a cada hora que pasaba. Diez Osos podía percibirlos ir aumentando contra las paredes de su propia tienda.
Su apetito se desvaneció y el anciano lo ignoró todo, excepto su pipa y la hoguera encendida. Se pasaba todos los minutos que permanecía despierto observando fijamente las llamas que se movían en el centro de su hogar. Suplicó al Gran Espíritu que tuviera piedad de un anciano y le permitiera un último retazo de comprensión, pero todo fue en vano.
Finalmente, Diez Osos empezó a pensar en los errores de cálculo como en una señal. Empezó a pensar que se trataba de una llamada para poner fin a su vida. Sólo cuando se hubo resignado por completo a la idea y hubo empezado a ensayar su canción de muerte, sucedió algo fantástico.
La anciana que había sido su esposa durante tantos años le vio levantarse de pronto de donde estaba sentado, junto al fuego, envolverse en una manta y empezar a salir de la tienda. Ella le preguntó a dónde iba, pero Diez Osos no le respondió.
En realidad, no la había escuchado. Sólo escuchaba una voz que había entrado en su cabeza. Y aquella voz pronunciaba una sola frase. Diez Osos se limitaba a obedecerla.
La voz decía: «Ve a la tienda de Bailando con Lobos».
Sin preocuparse por el esfuerzo, Diez Osos se esforzó por avanzar entre los montones de nieve. Al llegar a la tienda, situada en un extremo del campamento, vaciló antes de llamar.
No se veía a nadie. La nieve caía en grandes copos, húmedos y pesados. Mientras esperaba, Diez Osos creyó que podía escuchar la nieve, creyó que era capaz de escuchar cada uno de los copos que caían sobre la tierra. El sonido era celestial y allí de pie, bajo el frío, tuvo la sensación de que su cabeza empezaba a girar. Por unos momentos, creyó incluso que había cruzado el umbral del más allá.
Un cuervo gritó y al levantar la cabeza para buscar al ave, vio un hilillo de humo salir de uno de los agujeros de la tienda de Bailando con Lobos. Se quitó la nieve que cubría sus párpados y rascó en la piel de la tienda.
Cuando ésta se abrió, una gran oleada de calor surgió desde el interior, saliendo a su encuentro. Envolvió al anciano, lo absorbió y lo introdujo en el interior de la tienda como si se tratara de un ser vivo. Permaneció de pie en el centro de la estancia, y sintió que su cabeza empezaba a girar de nuevo. Ahora casi lo hacía con alivio para él, pues en el tiempo que tardó en pasar del exterior al interior, Diez Osos acababa de solucionar el misterio de su error.
El error no había sido suyo. Había sido cometido por otro y se había deslizado por delante sin que él lo viera. Diez Osos se había limitado a expresarlo cuando dijo: «Mañana dejará de nevar».
La nieve tenía razón. Antes que nada, él debería haber escuchado a la nieve. Diez Osos sonrió y sacudió ligeramente la cabeza. Qué sencillo era. ¿Cómo podía haberlo pasado por alto? «Aún tengo algunas cosas que aprender», pensó.
El hombre que había cometido el error estaba ahora de pie a su lado, pero Diez Osos no se sintió enojado con Bailando con Lobos. Se limitó a sonreír al observar la expresión de extrañeza que vio en el rostro del hombre.
Bailando con Lobos encontró la lengua suficiente como para decir.
—Por favor… siéntate ante mi fuego.
Una vez que Diez Osos se hubo instalado dirigió una breve mirada de inspección por todo el interior de la tienda, y eso le confirmó lo que su cabeza mareada le había dicho. Era un hogar feliz y bien ordenado. Él se abrió la manta, dejando que algo más del calor del fuego penetrara en su cuerpo.
—Es un fuego muy bonito —dijo con afabilidad—. Y a mi edad, un buen fuego es mejor que cualquier otra cosa.
En Pie con el Puño en Alto colocó un cuenco de comida cerca de cada uno de los dos hombres, y luego se retiró junto a su cama, al fondo de la tienda. Allí tomó en sus manos una labor de costura. Pero mantuvo un oído abierto a la conversación que se iba a producir.
Los hombres comieron en silencio durante unos pocos minutos. Diez Osos masticó su comida con lentitud. Finalmente, apartó su cuenco a un lado y carraspeó ligeramente.
—He estado pensando desde que hablaste en mi tienda. Me preguntaba lo desgraciado que se sentiría tu corazón y pensé que lo vería por mí mismo. —Miró de nuevo el interior de la tienda. Luego, se volvió a mirar directamente a Bailando con Lobos—. Este lugar no parece que sea muy desgraciado.
—Oh, no —balbuceó Bailando con Lobos—. Sí, somos felices aquí.
Diez Osos sonrió y asintió con un gesto de la cabeza.
—Así fue como pensé que sería.
Un silencio se hizo entre los hombres. Diez Osos se quedó contemplando fijamente las llamas y sus ojos se fueron cerrando gradualmente. Bailando con Lobos esperó con amabilidad, sin saber qué hacer. Quizá debiera preguntarle al anciano si quería tumbarse. Había estado caminando por la nieve. Pero ahora le pareció demasiado tarde para decir eso. Su importante huésped ya parecía estar dormitando.
Diez Osos se movió un poco y habló, y lo hizo de tal forma que pareció como si sus palabras hubieran sido pronunciadas en sueños.
—He estado pensando en lo que dijiste…, en lo que dijiste sobre tus razones para marcharte.
De pronto, sus ojos se abrieron del todo y a Bailando con Lobos le sorprendió la luminosidad que vio en ellos. Brillaban como estrellas.
—Puedes alejarte de nosotros en cualquier momento que así lo desees…, pero no por esas razones. Esas razones son equivocadas. Todos los bocapeludas del mundo podrían registrar nuestro campamento y ninguno de ellos encontraría a la persona que andan buscando, la persona que es como ellos y que se llama a sí mismo Loo Ten Nant. —Diez Osos extendió ligeramente las manos y su voz sonó alegre—. El llamado Loo Ten Nant no está aquí. En esta tienda sólo encontrarían a un guerrero comanche, a un buen guerrero comanche y a su esposa.
Bailando con Lobos dejó que aquellas palabras calaran hondo en su ánimo. Miró por encima del hombro hacia donde estaba En Pie con el Puño en Alto. Pudo ver una sonrisa en su rostro, pero ella no le miraba a él. No encontró nada que decir. Cuando volvió a mirar hacia adelante encontró a Diez Osos contemplando una pipa casi terminada que sobresalía de su caja. El anciano señaló con un dedo huesudo hacia el objeto de su interés.
—¿Estás haciendo una pipa, Bailando con Lobos?
—Sí.
Diez Osos extendió las manos y Bailando con Lobos le colocó la pipa en ellas. El anciano se la acercó al rostro y recorrió toda su longitud con la mirada.
—Esto puede ser una pipa bastante buena… ¿Qué tal se fuma en ella?