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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (33 page)

BOOK: Bailando con lobos
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—Está muerto.

Ésa era una posibilidad que nunca se le había ocurrido considerar.

—¿Cuándo murió?

Ternero de Piedra levantó la mirada del trabajo que estaba haciendo.

—No es amable hablar de los muertos —dijo—. Pero tú eres nuevo, así que te lo diré. Fue alrededor de la luna cereza, en la primavera. Ella estaba de duelo el día en que tú la encontraste y la trajiste de vuelta.

Bailando con Lobos no hizo más preguntas, aunque Ternero de Piedra le ofreció por cuenta propia algunos hechos más. Mencionó la posición relativamente elevada del hombre muerto y la ausencia de hijos en su matrimonio con En Pie con el Puño en Alto.

Necesitado de digerir lo que acababa de escuchar, Bailando con Lobos le dio las gracias a su informante y se alejó.

Ternero de Piedra se preguntó inútilmente si estaría sucediendo algo entre aquellas dos personas y, finalmente, tras decidir que aquello no era asunto suyo, volvió a enfrascarse en su trabajo.

Bailando con Lobos hizo lo único con lo que podía contar para aclararse un poco la cabeza. Encontró a «Cisco» en la manada de caballos y salió cabalgando del poblado. Sabía que ella le estaría esperando en la tienda de Pájaro Guía, pero la cabeza le daba tantas vueltas con lo que se le acababa de decir que en estos momentos no podía ni pensar en presentarse ante ella.

Se dirigió río abajo y al cabo de un par de kilómetros decidió recorrer todo el trayecto hasta Fort Sedgewick. No había estado allí desde hacía casi dos semanas y ahora sintió el impulso de ir, como si, de alguna forma extraña, aquel lugar fuera capaz de decirle algo.

Incluso desde la distancia pudo darse cuenta de que las tormentas de finales del verano habían terminado por separar el toldo de la mayoría de los palos que lo sostenían, e incluso la propia lona aparecía desgarrada en varios puntos. Lo que quedaba se bamboleaba a impulsos de la brisa, como la destrozada vela principal de un barco fantasma.

«Dos calcetines» esperaba cerca del risco y él le arrojó el trozo de carne seca que había llevado consigo para comer algo. Ahora no tenía hambre.

Los ratones se desparramaron en todas direcciones cuando entró en el estropeado barracón de avituallamiento. Habían destruido lo único que él había dejado atrás, un saco de arpillera con galletas de molde.

En la cabaña de paja que había sido su hogar, se tumbó durante unos minutos en el jergón y se quedó mirando fijamente las deterioradas paredes.

Tomó el estropeado reloj de bolsillo de su padre que todavía colgaba de una clavija, con la intención de guardárselo en el bolsillo de los pantalones. Pero se lo quedó mirando durante unos pocos segundos y volvió a dejarlo donde estaba.

Su padre había muerto hacía seis años. ¿O eran siete? Su madre había muerto mucho antes. Podía recordar los detalles de su vida con ellos, pero las personas…, las personas parecía como si hubiesen desaparecido hacía cien años.

Descubrió el diario que había dejado sobre una de las sillas de campamento y lo tomó. Le resultó extraño volver a leer algunas de sus anotaciones. También parecían cosas antiguas y desaparecidas hacía tiempo, como algo perteneciente a una vida pasada.

A veces, se reía al releer cosas que había escrito, pero, en su conjunto, se sintió conmovido. Su vida había transcurrido, y una parte de ella había quedado registrada en aquellas páginas. Ahora, el diario sólo era una curiosidad y no tenía nada que decirle sobre su futuro. Pero resultaba interesante mirar hacia atrás y ver lo lejos que había llegado.

Cuando llegó al final había algunas páginas en blanco y tuvo entonces la caprichosa idea de que sería oportuno introducir una última anotación, algo quizá inteligente y misterioso.

Pero cuando levantó la mirada para pensar, dirigiéndola hacia la pared desnuda que tenía enfrente, sólo la vio a ella. Vio las pantorrillas musculosas que sobresalían de la falda de su vestido cotidiano de gamo. Vio las largas y hermosas manos sobresaliendo graciosamente de sus mangas. Vio la curva suelta de sus pechos por debajo del corpiño. Vio los altos pómulos y las cejas pobladas y expresivas, y aquellos ojos eternos y la mata de cabello enmarañado de color cereza.

Pensó en sus repentinos accesos de rabia y en la luz que rodeara su rostro en el cobertizo. Pensó en su modestia, dignidad y dolor.

Y todo lo que vio y todo lo que pensó, lo adoró.

Cuando su mirada volvió a posarse en la página en blanco, abierta sobre su regazo, supo qué tenía que escribir. Y se alegró sobremanera al ver cómo cobraba vida, convirtiéndose en palabras.

Finales del verano de 1863 Amo a En Pie con el Puño en Alto.

Bailando con Lobos

Cerró el diario y lo dejó cuidadosamente en el centro de la cama, pensando caprichosamente que lo dejaría allí para que la posteridad se preguntara cuál era su enigma.

Al salir al exterior le alivió ver que «Dos calcetines» había desaparecido. Sabiendo que no volvería a verlo, rezó una oración por su abuelo, el lobo, deseándole una buena vida para todos los años que le quedaran.

Luego, saltó sobre el robusto lomo de «Cisco», lanzó un grito de despedida en comanche y se alejó de allí al galope tendido.

Cuando miró por encima del hombro hacia Fort Sedgewick, sólo vio tras él la infinita extensión de la pradera abierta.

Ella esperó durante casi una hora antes de que una de las esposas de Pájaro Guía preguntara:

—¿Dónde está Bailando con Lobos?

La espera había sido muy dura. Cada minuto había estado lleno de pensamientos de él. Cuando se le hizo la pregunta, ella trató de construir la respuesta con un tono de voz que enmascarase lo que sentía.

—Oh, sí…, Bailando con Lobos. No, no sé dónde está.

Sólo entonces salió a preguntar por él. Alguien le había visto marcharse temprano, cabalgando hacia el sur, y supuso correctamente que se había dirigido hacia el fuerte del hombre blanco.

No queriendo saber por qué se había marchado, se dedicó a terminar las alforjas en las que había estado trabajando, intentando eliminar las distracciones del campamento para poder enfocar toda su atención sobre él.

Pero no fue suficiente.

Ella deseaba estar a solas con él, aunque sólo fuera en sus pensamientos, y después del almuerzo tomó el camino principal que bajaba hacia el río. Habitualmente, siempre se producía una tregua después del almuerzo, y le agradó descubrir que no había nadie a la orilla del río. Se quitó los mocasines, se subió a un espeso tronco que sobresalía como si fuera un muelle y, sentándose sobre él, hundió los pies en la refrescante corriente.

Sólo corría un atisbo de brisa, pero era suficiente para acabar con el calor del día. Se puso una mano sobre cada muslo, relajó los hombros y se quedó mirando el agua que se movía lentamente, con los ojos semicerrados.

Si él viniera a por ella ahora. Si la mirara con aquellos ojos suyos tan fuertes, y emitiera su risa tan divertida y le dijera que se marchaban. Ella se iría con él en seguida, sin que importara a dónde.

De pronto, recordó su primer encuentro, con la misma claridad como si hubiera sido ayer. El regreso a caballo, medio inconsciente, con su sangre manchándole. Recordó la seguridad que había experimentado en ese momento, el brazo de él rodeándole la espalda, su rostro, apretado contra la tela de la guerrera de un olor tan extraño para ella.

Ahora comprendía lo que eso significaba. Comprendía que lo que sentía ahora, era lo mismo que había sentido entonces. En aquel entonces sólo había sido una semilla, enterrada y fuera de la vista, y ella no había sabido qué significaba. Pero el Gran Espíritu sí lo sabía. El Gran Espíritu había dejado que la semilla creciera y, con todo su Gran Misterio, la había estimulado hacia la vida, a lo largo de todo el camino.

Aquella sensación que tuvo, aquella sensación de seguridad… Ahora sabía que no se trataba de la seguridad que se puede sentir ante un enemigo, o una tormenta, o una herida. No se trataba de nada físico. Era una seguridad que había percibido en su corazón, que había estado allí durante todo el tiempo.

Pensó que había sucedido lo más raro que podía ocurrir en esta vida. El Gran Espíritu los había juntado.

Estaba pensando en la maravilla de cómo había sucedido todo cuando escuchó un suave chapoteo en el agua, a pocos pasos de distancia.

Él estaba acuclillado sobre un pequeño claro, vertiéndose agua en el rostro, con una actitud tranquila, sin prisas. Entonces la miró y sin molestarse en limpiarse el agua que le goteaba por la cara, le sonrió como un muchacho.

—Hola —le dijo—. Estuve en el fuerte.

Lo dijo como si ambos hubieran estado juntos toda su vida. Ella le replicó del mismo modo.

—Lo sé.

—¿Podemos hablar un rato?

—Sí —contestó ella—. Lo esperaba.

Unas voces sonaron en la distancia, cerca del principio del camino que conducía hasta allí.

—¿A dónde podemos ir? —preguntó él.

—Conozco un sitio.

Ella se levantó con rapidez y seguida muy cerca por Bailando con Lobos le condujo hacia el viejo camino lateral que había tomado el día en que Pájaro Guía le pidió que recordara la lengua blanca.

Caminaron en silencio, rodeados por el sonido de las suaves pisadas de sus pasos, el susurro de los sauces y el canto de los pájaros que llenaban las ramas.

Sus corazones latían con la sospecha de lo que estaba a punto de suceder y el suspense de dónde y cuándo tendría lugar.

El claro aislado donde ella había recordado el pasado se abrió por fin ante ellos. Todavía en silencio, se sentaron con las piernas cruzadas delante del gran chopo, frente al río.

No pudieron hablar. Todos los sonidos parecieron detenerse. Todo quedó sumido en la quietud.

En Pie con el Puño en Alto bajó la cabeza y vio un desgarrón en la tela de la pernera de los pantalones. Él tenía una mano posada allí, a media altura del muslo. —Se te ha roto —susurró ella dejando que sus dedos tocaran ligeramente el desgarrón.

Una vez que su mano estuvo allí ya no pudo moverla. Los pequeños dedos permanecieron juntos, inmóviles.

Como guiadas por una fuerza exterior, sus cabezas se acercaron suavemente. Sus dedos se entrelazaron. El contacto fue extático, como el propio sexo. Ninguno de los dos podría haber reconstruido la secuencia de cómo sucedió, pero lo cierto fue que un momento más tarde estaban compartiendo un beso.

No fue un beso apasionado, sino sólo un roce y luego una leve presión de los labios.

Pero eso bastó para sellar el amor entre ambos.

Juntaron las mejillas, y se pusieron a soñar, con la nariz de cada uno llena con el olor del otro. En su sueño, hicieron el amor y cuando hubieron terminado y quedaron tumbados en el suelo, el uno junto al otro, bajo el gran chopo, Bailando con Lobos la miró a los ojos y vio lágrimas en ellos.

Esperó un largo rato, pero ella no quiso hablar.

—Cuéntame —susurró él por fin.

—Soy feliz —dijo ella—. Soy feliz porque el Gran Espíritu me ha permitido vivir esto.

—Yo comparto el mismo sentimiento —asintió él con sus propios ojos húmedos. Ella se apretó mucho contra su cuerpo y empezó a llorar. Y él la sostuvo entre sus brazos, ya sin temor, al ver la alegría que se extendía por su rostro.

Hicieron el amor durante toda la tarde, y mantuvieron largas conversaciones intermedias. Finalmente, cuando las sombras empezaron a caer sobre el claro, se sentaron, dándose cuenta de que si se quedaban mucho tiempo más allí los echarían de menos.

Estaban contemplando el centelleo del agua cuando él dijo:

—Hablé con Ternero de Piedra… Sé por qué te marchaste corriendo aquel día… El día que te pregunté si estabas casada.

Ella se levantó entonces y le tendió la mano, ayudándole a ponerse en pie.

—Pasé una buena vida con él. Se marchó de mi lado porque tú ibas a llegar. Así es como lo veo ahora.

Le indicó el camino para salir del claro e iniciaron el camino de regreso, cogidos mientras caminaban. Cuando se encontraban cerca del poblado, desde donde les llegó el sonido de unas débiles voces, se detuvieron a escuchar. El sendero principal estaba justo delante de ellos.

Después de darse un ligero apretón con las manos, los amantes se introdujeron intuitivamente entre los sauces, como si eso les ayudara a soportar la noche de separación que se avecinaba, volvieron a juntarse y se dieron un rápido beso de despedida.

A uno o dos pasos de distancia del sendero principal que conducía al poblado volvieron a detenerse y en el momento en que se abrazaron, ella le susurró junto a la oreja:

—Estoy en duelo y nuestro pueblo no lo aprobaría si se enteraran de nuestro amor. Debemos guardar nuestro amor con mucho cuidado, hasta que llegue el momento de que todos puedan verlo.

Él asintió con un gesto de comprensión. Se abrazaron brevemente y ella se deslizó por debajo de los matorrales para entrar en el sendero principal.

Bailando con Lobos esperó entre los sauces durante diez minutos y luego la siguió. Mientras subía el sendero que conducía al poblado, se alegró de estar a solas.

Se dirigió directamente a su tienda y se sentó en la cama, contemplando a través de la abertura lo que quedaba de luz diurna, soñando en la tarde que habían pasado juntos bajo el chopo.

Una vez que hubo oscurecido, se tendió sobre las mantas y sólo entonces se dio cuenta de lo exhausto que se sentía. Al rodar sobre sí mismo, descubrió en una de sus manos la fragancia de ella. Se quedó durmiendo confiando en que el olor durara toda la noche.

Capítulo
26

Los días siguientes fueron eufóricos para Bailando con Lobos y En Pie con el Puño en Alto.

Había sonrisas constantes alrededor de sus bocas, sus mejillas aparecían arreboladas por el amor, y fueran a donde fuesen, sus pies no parecían tocar el suelo.

En compañía de los demás se mostraban discretos, y llevaban cuidado de no mostrar ningún signo externo de afecto. Llevaron tanto cuidado de ocultar lo que sentían, que sus sesiones de aprendizaje del lenguaje se desarrollaron de un modo más profesional que nunca. Si se encontraban a solas en la tienda, corrían el riesgo de tomarse de las manos, haciendo el amor con el simple contacto de los dedos. Pero eso era todo lo lejos que se atrevían a llegar.

Intentaron encontrarse en secreto por lo menos una vez al día. Era algo que ambos deseaban. Y cuanto antes mejor. Pero la viudez de ella constituía un impedimento insuperable. En el estilo de vida comanche no existía ningún período de luto prescrito, y la liberación del mismo sólo podía proceder del padre de la mujer. Si no tenía padre, quien se hacía cargo de esa responsabilidad era el guerrero que se ocupara de ella. En el caso de En Pie con el Puño en Alto, sólo podía confiar en que fuera Pájaro Guía quien le diera la dispensa. Sólo él determinaría a partir de qué momento ya no sería una viuda. Y eso podía durar aún mucho tiempo.

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