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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (26 page)

BOOK: Bailando con lobos
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Aquella palabra inglesa tan bien pronunciada sonó de una forma tan extraña que el teniente Dunbar se echó a reír y En Pie con el Puño en Alto se llevó una mano a la boca, como una muchacha que acabara de decir alguna tontería.

Ésa fue una broma entre ellos. Tanto ella como el teniente sabían que la palabra le había surgido como una especie de eructo inadvertido. Reflexivamente, miraron a Pájaro Guía y a los demás. No obstante, los rostros de los indios aparecían inexpresivos y cuando las miradas del oficial de caballería y de la mujer que era dos personas volvieron a encontrarse, en ambas bailoteaba la risa de algo interior que sólo ellos podían compartir. No había forma alguna de explicárselo adecuadamente a los demás. No era lo bastante divertido como para tomarse la molestia.

El teniente Dunbar no conservó el otro poni. En lugar de eso, lo condujo a la tienda de Diez Osos y, sin saberlo, aún elevó más su estatus. La tradición comanche dice que los ricos debían extender su riqueza entre los menos afortunados. Pero Dunbar le dio la vuelta a eso, y el anciano se quedó con la idea de que el hombre blanco era alguien realmente extraordinario.

Aquella noche, mientras estaba sentado ante la hoguera de Pájaro Guía, escuchando una conversación que no comprendía, el teniente Dunbar vio a En Pie con el Puño en Alto. Se hallaba acuclillada a pocos pasos de él, y le estaba mirando. Tenía la cabeza ligeramente ladeada y la mirada de sus ojos parecía perdida en la curiosidad. Antes de que pudiera apartarla hacia otro lado, él señaló con la cabeza en dirección a la conversación de los guerreros, puso una expresión oficial y se llevó una mano hacia la comisura de la boca.

—Correcto —susurró en voz alta.

Ella se apartó con rapidez pero, al hacerlo, él escuchó el sonido claro de una risita.

Quedarse más tiempo allí habría sido inútil. Tenían toda la carne que eran capaces de transportar. Poco después del amanecer ya estaba todo recogido y preparado y la columna se puso en marcha a media mañana. Con todas las parihuelas repletas de carne, el viaje de regreso les llevó el doble de tiempo, y cuando llegaron a Fort Sedgewick ya estaba oscureciendo.

Una de las parihuelas, cargada con unos cuantos cientos de kilos de tasajos de carne, fue arrastrada pendiente arriba y descargada en el barracón de avituallamiento. A ello siguió una cierta agitación de despedidas y la caravana continuó su marcha corriente arriba, hacia el campamento permanente, mientras el teniente se quedaba contemplando su partida desde la entrada de su cabaña de paja.

Sin premeditación alguna, sus ojos taladraron la semioscuridad que rodeaba la larga y ruidosa columna, en un intento por distinguir a En Pie con el Puño en Alto. Pero no pudo encontrarla.

Los sentimientos del teniente relacionados con su vuelta eran encontrados. Consideraba el fuerte como su hogar y eso era tranquilizador. Era bueno poder quitarse las botas, tumbarse en el jergón y desperezarse sin que nadie lo observara. Con los ojos semicerrados, contempló el débil parpadeo de la lámpara y deambuló perezosamente por los tranquilos alrededores de la cabaña. Todo estaba en su lugar, y él se sentía del mismo modo.

Sin embargo, apenas transcurrieron unos minutos más cuando se dio cuenta de que el pie derecho se le movía lleno de una energía sin objetivo.

«¿Qué estás haciendo? —se preguntó a sí mismo obligando al pie a quedarse quieto—. No estarás nervioso, ¿verdad?».

Apenas un minuto más tarde descubrió que los dedos de la mano derecha tamborileaban con impaciencia sobre su pecho.

No es que estuviera nervioso. Estaba aburrido. Aburrido y solo.

En el pasado habría tomado sus útiles de fumar, se habría liado un cigarrillo y se habría puesto a trabajar, echando humo. Pero ahora ya no le quedaba tabaco.

«Igual puedo echarle un vistazo al río», pensó. Así pues, volvió a ponerse las botas y salió al exterior.

Se detuvo, pensando en el peto de hueso que ya era tan precioso para él. Lo había dejado colgando sobre la silla de montar del ejército que se había traído desde el barracón de avituallamiento. Regresó al interior con la única intención de echarle un vistazo.

Incluso a la débil luz de la lámpara despedía un brillo resplandeciente. El teniente Dunbar pasó los dedos sobre los huesos. Eran como de cristal. Al tomarlo en la mano, se produjo un sólido repiqueteo, al chocar el hueso contra el hueso. Le gustaba el tacto frío y duro sobre su pecho desnudo.

El «vistazo al río» se transformó en un largo paseo. La luna volvía a ser casi llena y no necesitó linterna mientras caminaba con tranquilidad a lo largo de la escarpadura desde la que se dominaba la corriente.

Se tomó su tiempo, deteniéndose a menudo para contemplar el río, o una rama que se inclinaba bajo la brisa, o un conejo que mordisqueaba una mata. Todo a su alrededor parecía despreocuparse de su presencia.

Se sintió invisible. Y fue una sensación que le gustó.

Después de casi una hora se dio media vuelta e inició el camino de regreso a casa. Si hubiera habido alguien allí, habría visto que el teniente no era precisamente invisible, a pesar de toda la ligereza de su paso y de toda la atención puesta en lo que le rodeaba.

Tampoco lo fue en los momentos en que se detuvo para contemplar la luna. En esas ocasiones levantó la cabeza, volvió todo su cuerpo hacia aquella luz mágica, y el peto de hueso resplandeció con su blanco más reluciente, como una estrella terrenal.

Al día siguiente sucedió algo extraño.

Se pasó la mañana y parte de la tarde tratando de trabajar: volviendo a clasificar lo que le quedaba de los suministros, quemando algunas cosas inútiles, encontrando una forma adecuada de almacenar la carne y haciendo algunas anotaciones en el diario.

Todo eso lo hizo sin mucho entusiasmo. Pensó en apuntalar de nuevo el corral, pero decidió que eso no sería más que buscarse un trabajo que hacer para sí mismo. Y ya había trabajado para sí mismo. Hacía que se sintiera sin rumbo. Cuando el sol ya había descendido bastante, se encontró deseando dar otro paseo por la pradera. Había sido un día abrasador. El sudor causado por el cumplimiento de sus tareas le había empapado los pantalones, produciéndole un calor pegajoso en la parte superior de los muslos. No vio razón alguna para seguir soportando aquella incomodidad durante su paseo. Así pues, Dunbar echó a caminar por la pradera sin su ropa, confiando en encontrarse con «Dos calcetines».

Dejando el río, avanzó a través de la inmensa pradera cubierta de hierba, que se ondulaba en todas direcciones casi con vida propia.

La hierba había alcanzado su mayor altura y en algunos lugares le llegaba casi hasta la cadera. Por encima, el cielo aparecía cubierto de nubes algodonosas y blancas que se destacaban contra un azul puro como si fueran recortables.

Sobre una ligera elevación situada a poco más de un kilómetro del fuerte, se tumbó entre la hierba alta. Disponiendo así de un para vientos por todos los lados, se empapó con el último calor del sol y se quedó contemplando soñadoramente las nubes que se movían con lentitud.

Al cabo de un rato se giró para que el sol le diera en la espalda. Al moverse sobre la hierba una repentina sensación se apoderó de él, algo que no había conocido desde hacía tanto tiempo que ya ni siquiera estaba seguro de saber lo que sentía.

La hierba se agitó a su alrededor cuando la brisa se movió a través de ella. El sol le acariciaba la espalda como una manta de calor seco. La sensación fue aumentando y Dunbar se rindió ante ella.

Se llevó la mano hacia abajo y, al hacerlo, dejó de pensar. Nada guio su acción, ni visiones, ni palabras, ni recuerdos. Estaba sintiendo, nada más.

Cuando recuperó de nuevo la conciencia de lo que le rodeaba levantó la mirada al cielo y vio la tierra girando en el movimiento de las nubes. Rodó sobre su espalda, se colocó los brazos a lo largo de los costados, como un cadáver, y flotó durante un rato en su cama de hierba y tierra.

Luego cerró los ojos y dormitó media hora.

Aquella noche se revolvió inquieto en la cama, con la mente revoloteando de un tema a otro, como si estuviera comprobando una larga sucesión de estancias, a la búsqueda de una donde descansar. Pero cada una de ellas estaba cerrada o le parecía inhospitalaria, hasta que llegó al espacio al que sabía, desde el fondo de su mente, que tenía que llegar.

Y ese espacio estaba lleno de indios.

La idea le-pareció tan adecuada, que consideró efectuar el viaje al campamento de Diez Osos aquella misma noche. Pero eso hubiera parecido demasiado impetuoso. «Me levantaré temprano —pensó—. Quizá esta vez me quede un par de días».

Se despertó, expectante, antes del amanecer, pero hizo esfuerzos por no levantarse en seguida, resistiéndose a la idea de acudir precipitadamente al poblado. Quería ir sin expectativas, y se quedó en la cama hasta que hubo amanecido.

Cuando lo tuvo todo preparado, excepto la camisa, la tomó y deslizó un brazo por una manga. Entonces, se detuvo de pronto y miró por la ventana de la cabaña para calibrar el tiempo que hacía. En la estancia ya se sentía calor y probablemente haría más calor en el exterior.

«Hoy será un día de mucho calor», pensó, quitándose la manga que acababa de ponerse.

El peto de hueso colgaba ahora de una clavija y al extender la mano para cogerlo, se dio cuenta de que, en realidad, había deseado ponérselo, independientemente del tiempo que hiciera.

De todos modos, por si acaso, guardó la camisa en una mochila.

«Dos calcetines» le esperaba en el exterior.

Al ver al teniente Dunbar salir por la puerta, retrocedió dos o tres pasos, giró en un círculo, se desplazó unos pocos pasos de costado y finalmente se tendió en el suelo, jadeando como un cachorro.

Dunbar ladeó la cabeza, mirándolo con extrañeza.

—¿Qué te ocurre?

El lobo levantó la cabeza al escuchar la voz del teniente. Su mirada fue tan intensa que Dunbar no pudo evitar una risita.

—¿Quieres venir conmigo?

«Dos calcetines» se puso en pie inmediatamente y lo miró con fijeza, sin mover un solo músculo, a la expectativa.

—Vámonos entonces.

Pájaro Guía se despertó pensando en «Jun», allí solo, en el fuerte del hombre blanco.

«Jun». Qué nombre más extraño. Trató de pensar en lo que podría significar. Joven Jinete, quizá. O Jinete Rápido. Probablemente, tendría algo que ver con cabalgar.

Era bueno haber terminado con la primera caza de la temporada. Una vez que aparecieron los búfalos se había solucionado el problema de la comida; eso significaba que él podía volver a ocuparse con mayor regularidad de su proyecto más querido. Decidió reanudarlo ese mismo día.

El chamán acudió a las tiendas de dos cercanos consejeros, y les preguntó si deseaban cabalgar hasta allí con él. Le sorprendió comprobar la avidez con que se mostraron de acuerdo, pero él se limitó a considerarlo como una buena señal. Ahora, ya nadie tenía miedo. De hecho, la gente parecía sentirse a gusto con el soldado blanco. En las conversaciones que había escuchado durante los últimos días llegó a encontrar incluso expresiones de cariño hacia él.

Pájaro Guía salió a caballo del campamento sintiéndose especialmente bien acerca del día que le esperaba. Todo había salido bien con las primeras fases de su plan. El cultivo de la relación se había completado y ahora podía dedicarse al verdadero asunto que le preocupaba: investigar a la raza blanca.

El teniente Dunbar se imaginó que habría avanzado unos seis kilómetros. Había esperado que el lobo hubiese desaparecido ya después de los tres primeros kilómetros, pero no empezó a sentirse asombrado hasta que llevaron recorridos cinco. Ahora, a los seis, se sentía realmente atónito.

Entraron en una estrecha depresión cubierta de hierba, que serpenteaba entre dos ligeras laderas, y el lobo seguía acompañándoles. Hasta entonces nunca les había seguido tan lejos.

El teniente se apoyó en el lomo de «Cisco» y se volvió a mirar a «Dos calcetines». Tal y como era su costumbre, el lobo también se había detenido. Cuando «Cisco» bajó la cabeza para mordisquear la hierba, Dunbar bajó del caballo y caminó hacia donde estaba «Dos calcetines», pensando que el animal se vería obligado a retirarse. Pero la cabeza y las orejas enhiestas sobre la hierba no se movieron y cuando el teniente se detuvo por fin apenas si estaba a un metro de distancia del animal.

El lobo ladeó la cabeza, a la expectativa pero, por lo demás, permaneció inmóvil cuando Dunbar se acuclilló.

—No creo que te den la bienvenida allí donde me dirijo —dijo en voz alta, como si estuviera charlando con un vecino de toda confianza. Levantó la vista hacia el sol—. Hoy hará mucho calor. ¿Por qué no regresas a casa?

El lobo le escuchó con atención, pero siguió sin moverse. El teniente se incorporó. —Vamos, «Dos calcetines» —dijo con cierta irritación—. Vete a casa.

Hizo con las manos un movimiento para ahuyentarlo, y «Dos calcetines» se escabulló hacia un lado.

Volvió a ahuyentarlo y el lobo dio un salto, pero era evidente que no tenía la menor intención de marcharse a su guarida.

—Muy bien —dijo Dunbar con énfasis—, pues no vayas a casa si no quieres. Pero quédate. Quédate justo aquí, donde estás ahora.

Y reforzó el sentido de sus palabras con un movimiento del dedo antes de dar media vuelta. Apenas había completado el giro cuando escuchó el aullido. No fue un aullido a pleno pulmón, sino bajo, quejoso y claro.

Un solo aullido.

El teniente giró la cabeza y allí estaba «Dos calcetines», con el hocico levantado, los ojos enfocados sobre Dunbar, gimiendo como un niño que estuviera haciendo pucheros.

Para cualquier observador objetivo, aquello habría sido una representación notable pero para el teniente, que lo conocía tan bien, aquello ya fue el colmo.

—¡Que te vayas a casa! —rugió Dunbar lanzándose a la carga hacia «Dos calcetines».

El lobo agachó las orejas y retrocedió, alejándose un poco con el rabo entre las piernas, como un hijo que ha presionado demasiado a su padre.

Al mismo tiempo, el teniente Dunbar echó a correr en la dirección opuesta, pensando que montaría en «Cisco», se lanzaría a todo galope y burlaría a «Dos calcetines».

Avanzaba corriendo por entre la hierba, pensando sólo en su plan, cuando el lobo se plantó saltando feliz a su lado.

—¡Que te vayas a casa! —volvió a espetar girando de repente hacia su perseguidor.

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