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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (2 page)

BOOK: Bailando con lobos
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Tampoco vieron a ningún indio y Timmons no encontró ninguna explicación para eso. Dijo que no tardarían en ver a alguno y que, de todos modos, era mucho mejor no verse acosados por los ladrones.

Al séptimo día, Dunbar apenas si escuchaba ya lo que le decía Timmons.

Mientras recorrían los últimos kilómetros, no hacía más que pensar en llegar a su destino.

El capitán Cargill se metió los dedos dentro de la boca, tanteando, con la mirada fija y la atención concentrada. Tuvo un destello de comprensión, seguido inmediatamente por un fruncimiento del ceño.

«Se me ha vuelto a aflojar otro —pensó—. Maldita sea».

Con una expresión de desconsuelo, el capitán miró primero hacia una pared y luego hacia otra de su húmedo y malsano acuartelamiento. Allí no había absolutamente nada que ver. Era como una celda.

«El acuartelamiento —pensó con sarcasmo—. El maldito acuartelamiento». Ya hacía más de un mes que todo el mundo utilizaba esa misma expresión, incluso el propio capitán, que la empleaba desvergonzadamente, delante de sus hombres. Y ellos lo hacían delante de él. Pero no se trataba de una cuestión interna, de una broma ligera entre camaradas. No, se trataba de una verdadera maldición.

Y era una mala época.

El capitán Cargill se apartó la mano de la boca. Permaneció sentado, a solas, en la penumbra de su maldito acuartelamiento y escuchó. En el exterior, todo estaba en silencio, un silencio que a Cargill hacía que se le encogiera el corazón. En circunstancias normales desde el exterior llegarían los sonidos de sus hombres cumpliendo con sus deberes habituales. Pero ya hacía muchos días que no había deberes que cumplir. Hasta las tareas más sencillas se habían ido dejando de cumplir. Y el capitán no podía hacer nada al respecto. Eso era lo que más le dolía. Mientras escuchaba el terrible silencio del lugar, sabía que ya no podría esperar durante mucho más tiempo. Hoy mismo tendría que emprender la acción que tanto había estado temiendo. Aunque eso representara una desgracia. O la ruina de su carrera. O algo aún peor.

Apartó de su mente aquel «algo aún peor» y se levantó pesadamente. Al avanzar hacia la puerta, manoseó un instante uno de los botones sueltos de su guerrera. El botón se desprendió del hilo y cayó, rebotando sobre el suelo. No se molestó en recogerlo. No tenía nada con que volverlo a coser.

Al salir a la brillante luz del sol, el capitán Cargill se permitió imaginar por última vez que allí, en el patio, pudiera haber un carro recién llegado de Fort Hays.

Pero no había ningún carro. Sólo este lugar tenebroso, esta úlcera en la tierra que no se merecía ni nombre.

Fort Sedgewick.

De pie ante el umbral de su sombría celda, el capitán Cargill contempló lo que le rodeaba. No llevaba sombrero, ni se había lavado y se dedicó a hacer inventario por última vez.

No había caballos en el escuálido corral que hacía no mucho tiempo había albergado a cincuenta. En el transcurso de dos meses y medio, los caballos habían sido robados, sustituidos y vueltos a robar. Los comanches se los habían llevado todos.

Su mirada se desplazó hacia el barracón de aprovisionamiento, al otro lado del patio. Aparte de su maldito acuartelamiento, era la única otra estructura que aún se mantenía en pie en Fort Sedgewick. Todo había sido un condenado trabajo desde el principio. Nadie sabía cómo construir con hierba seca, y dos semanas después de haberlo terminado, una buena parte del techo se desmoronó. Una de las paredes estaba tan combada que casi parecía imposible que aún se mantuviera en pie. Seguro que no tardaría en desmoronarse.

«No importa», pensó el capitán Cargill reprimiendo un bostezo.

El barracón de aprovisionamiento estaba vacío. Y llevaba así la mayor parte del mes. Habían estado manteniéndose de los pocos restos que quedaban y de lo que eran capaces de cazar en la pradera: conejos y perdices. Había llegado a desear tanto el regreso de los búfalos. Incluso ahora se le hizo la boca agua sólo de pensar en un filete de búfalo. Cargill apretó los labios y reprimió una repentina tensión en los ojos.

No había nada que comer.

Caminó los cincuenta metros de terreno pelado, hasta el borde del risco donde se había construido Ford Sedgewick, y contempló fijamente la tranquila corriente que serpenteaba sin ruido allá abajo, a cien pasos de distancia. Una capa de basura heterogénea cubría sus orillas, y aunque el viento no soplara en aquella dirección, un rancio olor a desperdicios humanos llegó hasta las narices del capitán. Restos y desperdicios que seguían pudriéndose allá abajo.

La mirada del capitán se deslizó por la suave pendiente de la escarpadura en el momento en que dos de los hombres aparecieron en los aproximadamente veinte agujeros para dormir excavados en la pared, como si fueran picadas de viruela. La pareja de hombres mugrientos se quedó de pie, parpadeando bajo el resplandor del sol. Miraron con gesto hosco hacia donde estaba el capitán, pero no hicieron el menor gesto de saludo. Tampoco lo hizo Cargill. Los soldados volvieron a meterse en sus agujeros, como si el hecho de ver a su comandante les hubiera obligado a ello, dejando al capitán nuevamente a solas en lo más alto del risco. Pensó en la pequeña delegación que sus hombres le habían enviado al cobertizo hacía ocho días. Su petición había sido razonable. De hecho, había sido necesaria. Pero el capitán había decidido en contra de lo evidente. Él aún seguía confiando en la llegada de un carro. Tenía la sensación de que su deber consistía en confiar en la llegada de un carro.

Durante los ocho días transcurridos desde entonces, nadie había hablado con él, ni siquiera una sola palabra. A excepción de las salidas de la tarde para ir de caza, los hombres habían permanecido metidos en sus agujeros, sin comunicarse, dejándose ver muy raras veces.

El capitán Cargill inició el regreso hacia su maldito acuartelamiento, pero se detuvo a mitad de camino. Se quedó de pie en medio del patio, mirándose las punteras de las botas peladas. Tras unos momentos de reflexión, murmuró: «Ahora», y se dio media vuelta para volver por donde había venido. Había algo más de nervio cuando llegó al borde del risco.

Tuvo que llamar tres veces al cabo Guest antes de que percibiera un movimiento delante de uno de los agujeros. Por allí apareció un conjunto de hombros huesudos envueltos en una guerrera sin mangas, y luego un rostro horrible miró hacia la loma. El soldado se vio repentinamente paralizado por un ataque de tos, y Cargill esperó a que desapareciera antes de hablar.

—Reúna a los hombres delante de mi maldito acuartelamiento dentro de cinco minutos. Todo el mundo, incluso los no aptos para el servicio.

El soldado se llevó lentamente las puntas de los dedos al costado de la cabeza y luego desapareció, regresando a su agujero.

Veinte minutos más tarde los hombres de Fort Sedgewick se habían reunido sobre el espacio plano y abierto situado delante del horrible barracón de Cargill. En lugar de soldados, parecían más bien un grupo de prisioneros torturados.

Había dieciocho. Sólo quedaban dieciocho del grupo original de cincuenta y ocho hombres. Treinta y tres de ellos habían bajado la pendiente, arrostrando los peligros que pudieran esperarles en la pradera. Cargill había enviado una patrulla montada de siete hombres en persecución del grupo más numeroso de desertores. Quizá habían muerto, o quizá habían terminado por desertar ellos también. Lo cierto es que nunca regresaron.

Ahora sólo quedaban dieciocho hombres en estado lamentable.

El capitán Cargill se aclaró la garganta.

—Me siento orgulloso de todos ustedes por haberse quedado —empezó a decir. El pequeño grupo de zombis continuó en silencio—. Recojan sus armas y todo aquello que quieran llevarse de aquí. En cuanto estén preparados iniciaremos la marcha de regreso a Fort Hays.

Los dieciocho hombres empezaron a moverse antes incluso de que hubiera terminado de hablar, dirigiéndose como borrachos hacia los agujeros donde dormían, en la pendiente de la escarpadura, como si temieran que el capitán pudiera cambiar de idea si no se daban prisa.

Todo estuvo preparado en menos de quince minutos. El capitán Cargill y su fantasmagórico grupo de hombres bajaron la pendiente con rapidez, tambaleantes, hasta llegar a la pradera, e iniciaron el camino hacia el este para recorrer los doscientos kilómetros que los separaban de Fort Hays.

Una vez que se hubieron marchado, la quietud que cayó sobre el fracasado monumento armado en que se había convertido Fort Sedgewick fue de lo más completa. Cinco minutos más tarde, un lobo solitario apareció en la orilla de la corriente y se detuvo para husmear la brisa que soplaba hacia él. Se alejó, como si hubiera decidido abandonar, él también, aquel lugar muerto.

Y así fue como se completó el abandono del puesto más avanzado del ejército, la punta de lanza de un gran plan para impulsar la civilización hacia el corazón más profundo de la frontera. El ejército lo consideraría como un simple revés, como un retraso en la expansión que probablemente tendría que esperar a que la guerra civil hubiera seguido su curso, hasta que se pudieran reunir los recursos adecuados para avituallar toda una cadena de fuertes. Regresarían, desde luego, pero, por el momento, la historia de Fort Sedgewick se había detenido de una forma más bien desalentadora. De ese modo, estuvo preparado para empezar el capítulo perdido en la historia de Fort Sedgewick, y el único que quizá pudiera pretender alcanzar la gloria.

El nuevo día se inició casi con avidez para el teniente Dunbar. Ya estaba pensando en Fort Sedgewick en cuanto parpadeó, despertándose, mirando con los ojos semicerrados las grietas en la madera del piso del carro, a medio metro por encima de su cabeza. Se preguntó cómo estaría el capitán Cargill y los hombres que había en aquel lugar, y cómo sería su primera patrulla, y un montón de cosas más que cruzaron excitadamente por su mente.

Hoy debía llegar finalmente al puesto al que había sido destinado, cumpliendo de ese modo su largo sueño de servir en la frontera.

Apartó a un lado la manta y rodó sobre sí mismo, saliendo de debajo del carro. Temblando a la luz del amanecer, se puso las botas y dio unas fuertes pisadas, con impaciencia.

—Timmons —susurró, inclinándose debajo del carro.

El maloliente conductor dormía profundamente. El teniente lo empujó ligeramente con la punta de una bota.

—Timmons.

—¿Sí, qué? —balbuceó el hombre, medio incorporándose, alarmado.

—Pongámonos en marcha.

La columna del capitán Cargill había avanzado algo. Unos quince kilómetros a primeras horas de la tarde.

Sus ánimos también se habían levantado un tanto. Los hombres cantaban canciones orgullosas, surgidas de corazones alegres, mientras continuaban su esforzado avance a través de la pradera. Esos sonidos animaban tanto el ánimo del capitán Cargill como los de cualquier otro hombre. Y las canciones le infundían una gran resolución. El ejército podía colocarle delante de un pelotón de fusilamiento si así lo quería, y él habría seguido fumándose su último cigarrillo con una sonrisa. Había tomado la decisión correcta. Nadie podría convencerle de lo contrario.

Y mientras avanzaba a través de la hierba sintió recuperar una satisfacción perdida desde hacía tiempo. Era la satisfacción del mando. Volvía a pensar como un comandante. Deseaba una verdadera marcha, al mando de una columna de tropas a caballo.

«En estos momentos habría enviado exploradores por los flancos —musitó para sí mismo—. Los haría avanzar a un buen kilómetro de distancia hacia el norte y el sur».

Miró hacia el sur en el momento en que la idea de los exploradores de flanqueo cruzó por su mente.

Luego, apartó la mirada, sin llegar a saber que si en aquel preciso momento hubiera tenido un explorador de flanqueo un kilómetro hacia el sur, habrían podido encontrar algo.

Habrían descubierto a dos viajeros que se habían detenido en su camino para echar un vistazo a los restos quemados de una carreta que aparecía tumbada en una suave hondonada. Uno de ellos despedía un olor nauseabundo a su alrededor, mientras que el otro, un hombre joven y gravemente elegante, iba vestido de uniforme.

Pero como no había exploradores en los flancos, nada de eso se descubrió.

La columna del capitán Cargill continuó resueltamente su marcha, cantando mientras avanzaba hacia el este, en dirección a Fort Hays.

En cuanto al joven teniente y su compañero, después de haber hecho una breve pausa, regresaron a su carro y continuaron su camino en dirección a Fort Sedgewick.

Capítulo
2

Durante el segundo día de su viaje, los hombres del capitán Cargill mataron a un grueso búfalo de un pequeño rebaño de una docena de animales, e interrumpieron su marcha durante unas pocas horas para darse un banquete con la deliciosa carne, al estilo indio. Los hombres insistieron en asar un buen filete para su capitán, y los ojos del comandante se hincharon de alegría mientras hundía los dientes que le quedaban en la carne y dejaba que se deshiciera en su boca.

La buena suerte de la columna se mantuvo y hacia el mediodía del cuarto día se tropezaron con un gran grupo de vigilancia del ejército. El mayor al mando observó toda la veracidad del martirio por el que habían pasado los hombres de Cargill, el estado en que éstos se encontraban, y la simpatía que sintió hacia ellos fue instantánea.

Gracias al préstamo de media docena de caballos y de una carreta para los enfermos, la columna del capitán Cargill hizo muy buenos progresos, y llegó a Fort Hays cuatro días más tarde.

A veces sucede que aquellas cosas que más tememos son las que menos daño nos causan, y eso fue lo que sucedió con el capitán Cargill. No fue arrestado por haber abandonado Fort Sedgewick; nada de eso. Sus hombres, que apenas unos días antes habían estado peligrosamente cerca de insubordinarse contra él, contaron la historia de las privaciones pasadas en Fort Sedgewick, y ni uno solo de ellos dejó de señalar al capitán Cargill como un verdadero líder, en quien todos habían depositado la más completa confianza. Todos, como un solo hombre, testificaron que, sin el capitán Cargill no habrían conseguido sobrevivir.

El ejército de la frontera, cuyos recursos y moral estaban tan desgastados que se hallaban a punto de romperse, escuchó con alegría todo este testimonio. Inmediatamente, se tomaron dos medidas. El comandante del puesto comunicó toda la historia del abandono de Fort Sedgewick al general Tide, en el cuartel general regional de St. Louis, terminando su informe con la recomendación de que Fort Sedgewick fuera abandonado de forma permanente, al menos hasta que se indicara lo contrario. El general Tide admitió de buena gana esta sugerencia y pocos días después Fort Sedgewick dejó de estar relacionado con el gobierno de Estados Unidos, convirtiéndose en un lugar sin nombre.

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