La segunda medida afectó al capitán Cargill. Fue elevado al más completo estatus de héroe, recibiendo, en rápida sucesión, la Medalla al Valor y su ascenso a mayor. En la cantina de oficiales se organizó una «cena de la victoria» en su nombre. Y fue durante esta cena, entre las copas tomadas al final, cuando Cargill se enteró por un amigo de la pequeña y curiosa historia que más había dado que hablar entre todos los presentes en el fuerte antes de su triunfante llegada.
El viejo mayor Fambrough, un administrador de nivel medio con un deslucido expediente, se había vuelto completamente loco. Una tarde, en medio de la parada de la tropa, había empezado a balbucear de forma incoherente acerca de su reino, pidiendo una y otra vez su corona. Pocos días antes, el pobre hombre había sido enviado hacia el este.
Mientras el capitán escuchaba los detalles de este extraño acontecimiento, él, desde luego, tampoco tenía ni la menor idea de que la triste partida del mayor Fambrough se había llevado consigo todo rastro del teniente Dunbar. Oficialmente, el joven oficial sólo existía en los vacíos recovecos del agrietado cerebro del mayor Fambrough.
Cargill también se enteró de que, irónicamente, el mismo infortunado mayor había despachado por fin un carro lleno de provisiones con destino a Fort Sedgewick. Probablemente, se habrían cruzado con él en el camino de regreso. El capitán Cargill y su amigo lanzaron una buena risotada al imaginarse la llegada del conductor a aquel lugar horrible para preguntarse qué demonios habría sucedido. Llegaron incluso a especular, sin la menor sombra de humor, sobre qué habría hecho el conductor en cuestión, y llegaron a la conclusión de que, de haber sido listo, habría continuado hacia el oeste, para vender las provisiones en los distintos puestos comerciales situados a lo largo del camino. A altas horas de la noche, Cargill regresó a su alojamiento, medio borracho, y su cabeza descansó sobre la almohada con el maravilloso pensamiento de que, ahora, Fort Sedgewick no era más que un recuerdo.
Así pues, resultó que sólo quedó en la tierra una única persona con una idea acerca del paradero, e incluso la existencia del teniente Dunbar.
Y esa persona era un civil, conductor de carretas, que bien poco importaba a nadie.
Timmons.
El único signo de vida era el trozo de lona desgarrada que ondeaba suavemente ante la puerta del barracón de avituallamiento, medio desmoronado. Se había levantado la brisa de últimas horas de la tarde, pero lo único que se movía eran los restos de la lona.
De no haber sido por las letras toscamente talladas sobre una de las vigas de la última residencia del capitán Cargill, el teniente Dunbar no habría podido creer que éste pudiera haber sido el lugar. Pero allí lo decía claramente: «Fort Sedgewick».
Los hombres se quedaron sentados en silencio sobre el pescante del carro, mirando a su alrededor, contemplando las escasas ruinas que habían resultado ser su destino final.
Finalmente, el teniente Dunbar descendió y cruzó precavidamente el umbral de la puerta de Cargill. Reapareció segundos más tarde y se quedó mirando a Timmons, que seguía sentado en el pescante.
—No es lo que se llamaría una preocupación actual —dijo Timmons.
El teniente no dijo nada. Se dirigió al barracón de avituallamiento, apartó la lona y se asomó. No había nada que ver y un instante después regresó al carro. Timmons se le quedó mirando y empezó a mover la cabeza.
—De todos modos, podemos descargar —dijo el teniente con naturalidad.
—¿Para qué, teniente?
—Pues porque hemos llegado.
—Aquí no hay nada —dijo Timmons removiéndose inquieto en su asiento.
El teniente Dunbar se volvió y observó lo que ya era su puesto.
—No, por el momento no.
Un silencio se extendió entre ellos, un silencio que llevaba en sí mismo la tensión de una distante frialdad. Los brazos le colgaban a Dunbar a lo largo de los costados, mientras que Timmons manoseaba las riendas. Escupió hacia el otro lado del carro.
—Todo el mundo se ha marchado… o ha sido muerto —miró con dureza al teniente, como si no quisiera tener nada que ver con aquella locura—. Nosotros también podríamos dar la vuelta e iniciar el regreso.
Pero el teniente Dunbar no tenía la menor intención de regresar a ninguna parte. Lo que había ocurrido en Fort Sedgewick era algo que había que descubrir. Quizá todo el mundo se había marchado, o quizá había sido muerto. Quizá hubiera supervivientes, a sólo una hora de distancia, esforzándose por llegar al fuerte.
Y había una razón mucho más profunda para quedarse, algo que iba más allá de su agudo sentido del deber. Hay momentos en que una persona desea tanto algo, que el precio o las condiciones que tenga que pagar por ello dejan de ser obstáculos. Y lo que más había querido el teniente Dunbar había sido estar en la frontera. Y ahora estaba aquí. El aspecto que tuviera Fort Sedgewick o cuáles fueran las circunstancias, eso era algo que no le importaba. En el fondo de su corazón ya había tomado su decisión.
Así que sus ojos no vacilaron ni un ápice cuando habló, y su tono de voz sonó uniforme y desapasionado.
—Éste es el puesto al que he sido designado, y ésas son las provisiones del puesto.
Volvieron a mirarse el uno al otro. Una sonrisa apareció en la boca de Timmons. Finalmente, se echó a reír.
—¿Está usted loco, muchacho?
Timmons dijo esto sabiendo que el teniente era un novato, que probablemente nunca había entrado en combate, que tampoco había estado nunca en el Oeste, y que ni siquiera había vivido lo suficiente como para saber algo. «¿Está usted loco, muchacho?». Las palabras habían surgido como si procedieran de un padre sacado fuera de quicio.
Estaba equivocado.
El teniente Dunbar no era un novato. Era suave y sumiso, y a veces hasta dulce. Pero en modo alguno era un novato.
Había visto el combate durante casi toda su vida. Y había tenido éxito en el combate porque poseía una cualidad muy rara. Dunbar tenía un sentido innato, una especie de sexto sentido que siempre le indicaba cuándo había llegado el momento de ser duro. Y cada vez que llegaba ese momento crítico, algo intangible parecía pegarle una patada en la psique, y el teniente Dunbar se convertía entonces en una máquina letal e imparable que no se detenía hasta haber alcanzado su objetivo. Cuando se trataba de empujar, el teniente era siempre el primero en hacerlo. Y quienes replicaban al empujón, lamentaban haberlo hecho.
Ahora, las palabras «¿Está usted loco, muchacho?» pusieron en marcha el mecanismo de la máquina, y la sonrisa de Timmons empezó a desvanecerse lentamente mientras observaba cómo se ennegrecían los ojos del teniente Dunbar. Un momento más tarde, vio cómo se elevaba la mano derecha del teniente, lenta y deliberadamente. Vio cómo la palma de la mano de Dunbar se posaba ligeramente sobre la culata del gran revólver de la Marina que llevaba colgado de la cadera. Y vio cómo el dedo índice del teniente se deslizaba suavemente alrededor del gatillo. —Levante el culo de esa carreta y ayúdeme a descargar.
El tono de estas palabras tuvo un efecto muy profundo sobre Timmons. Ese tono le indicó que la muerte acababa de aparecer de repente en escena. Y se trataba de su propia muerte.
Timmons ni siquiera parpadeó, ni se atrevió a contestar. Casi con un solo movimiento, ató las riendas al freno de la carreta, saltó del pescante, se dirigió rápidamente hacia la parte trasera de la carreta, abrió la lona de un tirón, y sacó del vehículo el primer paquete sobre el que pudo echar las manos.
Apilaron todo lo que pudieron en el medio desmoronado barracón de avituallamiento y el resto en el antiguo acuartelamiento de Cargill.
Diciendo que la luna saldría aquella noche y que quería ganar tiempo, Timmons se marchó antes de que se hiciera de noche.
El teniente Dunbar se sentó en el suelo, lio un cigarrillo y se quedó contemplando la carreta, que iba haciéndose cada vez más pequeña en la distancia. El sol se puso casi al mismo tiempo que la carreta desapareció en el horizonte, y él permaneció en la penumbra durante largo rato, contento de tener el silencio por toda compañía. Al cabo de una hora, empezó a sentirse agarrotado, así que se levantó y entró en la cabaña del capitán Cargill.
Repentinamente cansado, se dejó caer sin desnudarse sobre el pequeño camastro que había preparado entre los suministros, y apoyó la cabeza.
Aquella noche, sus orejas fueron muy grandes. Tardó en quedarse dormido. Cada pequeño ruido que se producía en la oscuridad exigía una explicación que Dunbar no siempre podía encontrar. Esta situación continuó durante largo rato y poco a poco fue agotando al teniente Dunbar. Estaba cansado y se sentía muy inquieto; esa combinación abrió del todo la puerta a un visitante que no fue bien recibido. A través de la puerta del insomnio del teniente Dunbar penetró la duda. Una duda que le desafió con dureza aquella primera noche, que le susurró cosas horribles en los oídos. Había sido un estúpido. Se había equivocado en todo. No valía para nada. Era lo mismo que estuviese muerto. Aquella noche, la duda le llevó incluso al borde de las lágrimas. El teniente Dunbar trató de tranquilizarse con pensamientos amables. Lo intentó hasta bien avanzada la noche, y ya en las primeras horas de la madrugada logró alejar la duda de su mente, a patadas, y se quedó durmiendo.
Se habían detenido.
Eran seis.
Se trataba de pawnees, la más terrible de todas las tribus. El cabello fuerte, las arrugas prematuras y un estado mental colectivo similar a la máquina en que podía llegar a convertirse ocasionalmente el teniente Dunbar. Pero en la forma como los pawnee veían las cosas no había nada de ocasional. Ellos veían las cosas con ojos nada sofisticados, sino despiadadamente eficientes; ojos que, una vez fijados en un objeto, decidían como el rayo si éste debía vivir o morir. Y si se había determinado que el objeto dejara de existir, el pawnee se ocupaba de su muerte con una precisión psicótica. Cuando había que tratar con la muerte, los pawnee eran automáticos, y todos los indios de las praderas les temían como a ninguna otra tribu.
Lo que había hecho que estos seis pawnee se detuvieran fue algo que habían visto.
Y ahora estaban sentados a lomos de sus escuálidos caballos, contemplando una serie de barrancas suaves. Un diminuto hilillo de humo se ensortijaba en el aire de la mañana, a poco menos de un kilómetro de distancia.
Desde su ventajosa posición, sobre una ligera elevación del terreno, podían ver el humo con claridad. Pero no podían ver la fuente de la que procedía, ya que esa fuente estaba oculta en la última de las barrancas. Y como no podían ver todo lo que deseaban ver, los hombres empezaron a hablar del humo y de lo que podía ser, haciéndolo en tonos bajos y guturales. Si se hubieran sentido más fuertes, habrían descendido inmediatamente, pero llevaban mucho tiempo fuera de casa, y todo ese tiempo había sido un desastre para ellos.
Habían empezado siendo un pequeño grupo de once que emprendió el camino hacia el sur para robar a los comanches, ricos en caballos. Después de cabalgar durante casi una semana, fueron sorprendidos por una fuerza más numerosa de kiowas en el momento de cruzar un río. Tuvieron mucha suerte de haber podido escapar sólo con un muerto y un hombre herido.
El herido resistió una semana, con un pulmón gravemente perforado, y la carga que representaba retrasó mucho la marcha de todo el grupo. Finalmente, cuando murió y los nueve pawnee que quedaban pudieron reanudar su búsqueda sin verse obstaculizados, no tuvieron nada más que mala suerte. Los grupos comanches andaban siempre un paso o dos por delante de los desventurados pawnee, y durante más de dos semanas no hicieron otra cosa que encontrar huellas frías. Finalmente, localizaron un gran campamento donde había muchos y buenos caballos y se alegraron al ver que se había levantado la nube negra que les había seguido durante tanto tiempo. Pero lo que no sabían los pawnee era que su suerte no había cambiado en modo alguno. De hecho, era precisamente la peor de las suertes la que había guiado sus pasos hasta aquel poblado, ya que aquel grupo de comanches había sido duramente golpeado unos pocos días antes por una fuerte partida de utes, que habían matado a varios buenos guerreros y se habían apoderado de treinta caballos.
Así que, ahora, todo el grupo comanche se encontraba alerta y con el ánimo vengativo. Los pawnee fueron descubiertos en cuanto empezaron a introducirse a escondidas en el poblado, y se vieron obligados a huir, seguidos muy de cerca por la mitad de los hombres del campamento, desorientados en medio de una oscuridad desconocida y sobre sus ponis cansados. Sólo en la retirada volvieron a encontrar la suerte, porque aquella noche debieron de haber muerto todos. Al final, sin embargo, sólo perdieron a otros tres guerreros.
Así que, ahora, los seis hombres descorazonados, sentados en este solitario altozano, con sus escuálidos ponis demasiado cansados para moverse bajo ellos, se preguntaron qué debían hacer con respecto a aquel pequeño hilillo de humo que se elevaba a poco menos de un kilómetro de distancia.
Debatir la conveniencia o no de efectuar un ataque era una costumbre muy india. Pero debatir durante más de media hora a causa de un simple hilillo de humo ya era otra cuestión, lo cual no hacía más que demostrar hasta qué punto se había hundido la confianza de estos pawnee en sí mismos. Los seis se dividieron: una parte era favorable a la idea de retirarse; la otra prefería investigar. Mientras se entretenían con esta discusión, sólo uno de los hombres, el más feroz de ellos, se mantuvo impertérrito desde el principio. Deseaba dirigirse de inmediato hacia el lugar de donde procedía el humo, y a medida que se iba dilatando la discusión, su ánimo se mostraba más y más hosco.
Después de treinta minutos se apartó de sus hermanos y empezó a bajar en silencio del altozano. Los otros cinco se le acercaron, preguntándole qué se proponía hacer.
El guerrero hosco les contestó cáusticamente diciéndoles que no parecían pawnee, y que él no cabalgaría en compañía de mujeres. Dijo que debían atarse los rabos entre las piernas y regresar a casa. Dijo que no eran pawnee, y que él preferiría morir antes que discutir con hombres que no eran hombres.
Y tras decir esto empezó a cabalgar hacia el lugar de donde procedía el humo.
Los otros le siguieron.