Romulus se apartó lentamente. Su contrincante no era ningún novato, pensó medio aturdido. En esos momentos la sangre le caía por la frente y le entraba en los ojos, lo cual le dificultaba la visión. El peltasta lisiado embistió hacia delante otra vez con el cuchillo, pero no llegó a herir a Romulus. No le supuso ningún alivio. En un abrir y cerrar de ojos, otro guerrero póntico se lanzaría a ocupar el lugar del peltasta. Tenía que ponerse en pie. Respirando con dificultad, Romulus se levantó, la espada y el
scutum
alzados. Su enemigo, que para entonces ya estaba desesperado, hizo un último intento de asestarle una puñalada en la pierna.
Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Romulus pisoteó con la sandalia con tachuelas el brazo estirado del peltasta. La aplastó contra el suelo y, cuando los huesos se rompieron al chocar contra una roca que sobresalía, se oyó un débil crujido. Con un grito de dolor fúnebre, el hombre soltó el puñal y el escudo y se quedó indefenso. Romulus dio un paso adelante y le asestó una cuchillada en el cuello, con la que sintió la hoja atravesando el cartílago de la tráquea. Los gritos del peltasta cesaron de forma abrupta y el cuerpo inició una serie de espasmos que lo condujeron a la muerte. Cuando extrajo la espada, la sangre roció por completo la parte delantera del
scutum
de Romulus.
Le quedaba conciencia suficiente para alzar la vista de inmediato. Romulus sabía que sus posibilidades de sobrevivir en los instantes siguientes dependían de la suerte y de la buena voluntad de los dioses. Conmocionado, no estaba en condiciones de luchar contra ningún contrincante avezado. Afortunadamente, el peltasta fornido que apareció dando un salto por encima del cadáver de su compañero estaba tan ansioso que tropezó y quedó despatarrado en un revoltijo de extremidades a los pies de Romulus. Le bastó con introducir la hoja en el lado derecho de la espalda, entre las costillas inferiores. «Es una buena forma de matar —le había dicho Brennus en una ocasión—. Deja al hombre fuera de combate inmediatamente. Además, es un golpe mortal. Le cortas el hígado, ¿sabes? La hemorragia que se produce mata muy rápido.» Romulus no había empleado esa táctica hasta entonces. Una vez más, lo embargó una sensación de agradecimiento por las estratagemas que había aprendido del enorme galo. Sin ellas, nunca habría sobrevivido durante sus primeros meses de gladiador, y los consejos de Brennus seguían resultándole útiles.
La voz de Petronius le llegó a través de una densa niebla mental.
—Si te quedas aquí parado entre ensoñaciones te matarán, muchacho.
Romulus miró a su alrededor.
—¿Cómo?
Petronius se quedó blanco al ver el casco partido y la cara ensangrentada de Romulus.
—¿Estás bien? —preguntó.
—No sé —farfulló Romulus—. La cabeza me duele horrores.
Petronius echó un vistazo al enemigo. Como era habitual, el fragor de la batalla había destrozado los dos lados de su parte de la fila. Era una ocasión de oro. Ambos grupos de combatientes aprovecharían la menor oportunidad para descansar antes de abalanzarse otra vez contra el enemigo.
—Rápido —musitó—. Vamos a quitarte el casco. Partido en dos no te sirve de nada.
Apretando los dientes, Romulus dejó que su amigo desabrochara el barboquejo y le retirara el metal abollado de la cabeza. Esperó nervioso mientras el otro le inspeccionaba el tajo con no demasiada suavidad. Era difícil no gritar de dolor, pero lo consiguió sin saber muy bien cómo.
—Es una herida superficial —dictaminó Petronius. Se desató una tira de tela empapada de sudor de la muñeca derecha y la ató a la cabeza de Romulus dando dos vueltas—. Tendrás que conformarte con esto hasta que el médico te haga una cura.
Romulus se limpió la sangre de los ojos y se echó a reír ante lo absurdo de la idea. Había tantos
thureophoroi
y peltastas atacándolos en esos momentos que la idea de recibir tratamiento para su herida resultaba ridícula. Los superaban en número en una proporción de más de diez a uno y daba igual lo que sucediera detrás de ellos. El estrépito de los cascos de los caballos era tan elevado que la caballería póntica debía de estar cargando contra la retaguardia. Los capadocios prestaban escasa atención a los desventurados legionarios del flanco derecho. No transcurriría mucho tiempo hasta que esa sección de la fila cediera el paso por completo. El final se avecinaba.
Petronius captó el significado de su desolación. Sonrió de oreja a oreja.
—Estamos jodidos.
—Eso diría yo —respondió Romulus—. De todos modos, mira. —Señaló.
Petronius no lo captó de inmediato. Entonces lo vio.
—El
aquila
sigue en nuestras manos —bramó orgulloso.
Los hombres volvieron la cabeza, ansiosos por recoger cualquier migaja de esperanza. El símbolo de la Vigésima Octava, a su derecha relativamente cerca, estaba levantado en el aire. Sujetando el estandarte del
aquilifer
moribundo, un legionario normal y corriente daba gritos de ánimo a todos para que no se rindiesen. Varios guerreros pónticos intentaban alcanzarle, ansiosos por obtener la gloria de arrebatar un águila romana a sus enemigos. Ninguno de ellos lo consiguió. Los compañeros del soldado tenían los brazos ensangrentados hasta el codo por la defensa acérrima del estandarte. Embistiendo y dando estocadas como posesos, cortaban a todo aquel que se interpusiera en su camino.
—Aún no podemos rendirnos —instó Romulus—. ¿Verdad que no, chicos?
—Marte nunca nos lo perdonaría —anunció un legionario bajito, con un tajo en el brazo derecho que presentaba mal aspecto—. Las puertas del Elíseo sólo se abren para quien se lo merece.
—Tiene razón —gritó Petronius—. ¿Qué dirían los camaradas que han entrado antes que nosotros? ¿Que nos rendimos cuando el
aquila
seguía en nuestras manos?
Romulus observó cómo la luz del sol se reflejaba en las alas extendidas del águila y en el rayo dorado que sujetaba entre las garras. El recuerdo de Brennus muriéndose en la orilla del río Hidaspo le desgarraba el corazón. Él y Tarquinius habían huido del campo de batalla en una ocasión mientras el águila seguía en el aire. Nunca más.
—¡Al ataque! —bramó Romulus mientras notaba en el cráneo unas punzadas de dolor palpitante y agudo—. ¡Por Roma y por la victoria! —Alzó el
scutum
y corrió como un loco hacia el enemigo, que seguía avanzando.
Petronius estaba un paso por detrás.
—¡Roma
Victrixl
! —gritó.
Envalentonados gracias a las palabras de los dos hombres, los soldados que tenían cerca les siguieron.
Los guerreros pónticos no se dejaron amedrentar por unos cuantos romanos locos abocados al suicidio cuando la derrota era inminente. Tenían tantas ganas como los legionarios de terminar, y bramaron gritos de batalla roncos además de acelerar el paso.
Romulus fue a por el único hombre que distinguía con claridad teniendo en cuenta que veía borroso: un peltasta gigantesco armado con un escudo revestido de bronce con el rostro de un demonio pintado en él. Los ojos rasgados y la boca risueña de la criatura parecían atraerle con la promesa de un traslado rápido al Elíseo. Sin duda, el hombre que lo portaba parecía imbatible, un monstruo contra el que no estaba en condiciones de luchar. «Que así sea —pensó Romulus con aire desafiante—. No me avergonzaré cuando vuelva a reunirme con Brennus. Voy a morir enfrentándome al enemigo y defendiendo el águila con todas mis fuerzas.»
Diez pasos le separaban de la muerte. Luego cinco.
El peltasta gigantón alzó la
rhomphaia
con expectación.
Romulus oyó un sonido que nunca le había parecido más oportuno. Eran las
bucinae
, anunciando la carga. Tocaron una y otra vez las notas que todos los legionarios reconocían.
César había llegado.
El ruido supuso suficiente distracción para los guerreros enemigos, que vacilaron preguntándose qué harían los refuerzos romanos. El gigantón que Romulus tenía delante miró hacia el flanco derecho, que había estado viniéndose abajo antes del feroz ataque de los capadocios. Adoptó una expresión de sorpresa y Romulus se atrevió a echar un vistazo. Para su sorpresa, vio a la Sexta Legión liderando la carga para respaldar a la sección caída. Diezmada por los años de guerra en la Galia, y más recientemente la campaña de Egipto, contaba con novecientos hombres como mucho. Sin embargo, ahí estaban, corriendo hacia la infantería póntica como si fueran diez veces más numerosos.
Lo hacían porque creían en César.
Una férrea determinación volvió a apoderarse de Romulus. Miró fijamente al enorme peltasta en un intento por calibrar su mejor opción. Herido, sin casco y mucho menos corpulento que el otro, necesitaba encontrarle alguna flaqueza. No veía ninguna. La bilis se le agolpó en la garganta al dar los últimos pasos, con el
scutum
en alto y el
gladius
preparado. A pesar de la llegada del resto del ejército, la muerte iba a llevárselo de todos modos.
Romulus se sorprendió sobremanera cuando una piedra del tamaño de un puño pasó silbando junto a su oreja y alcanzó al peltasta entre los ojos. Le partió el cráneo como una pieza de fruta madura y lo hizo caer entre los soldados de atrás como si fuera un muñeco. Al caer, la materia gris salió disparada y manchó a los hombres de ambos lados. El horror y la conmoción se reflejaron en sus rostros. La piedra había impactado tan rápido que daba la impresión de que Romulus había matado a su enorme compañero de forma milagrosa.
El resto de los proyectiles surcaron el aire en aquel momento. Mientras la Vigésima Octava había estado luchando para sobrevivir, las
ballistae
se habían preparado al otro lado de las murallas del campamento. Arriesgándose a perder a algunos de sus hombres, César había ordenado a los artilleros que apuntaran a la parte delantera de las filas abarrotadas del enemigo. Era una táctica arriesgada, que compensaba con creces. Como disparaban desde menos de doscientos pasos de distancia, el efecto de las veinticuatro catapultas resultaba letal. Cada una de las piedras mató o mutiló a un hombre, y muchas ganaron suficiente velocidad para escindirse o rebotar hacia delante, con lo cual hirieron a muchos más. Se oyeron lamentos de consternación entre las atónitas tropas pónticas.
Romulus apenas daba crédito a su suerte. Se había convencido de que su muerte era inminente, pero la llegada inesperada de César había disipado tal noción. Con energía renovada, Romulus saltó por encima del cadáver del peltasta y le estampó el tachón del escudo en la cara a un guerrero de nariz aguileña. Notó bajo los dedos el crujido audible del cartílago al romperse y el hombre se desplomó soltando berridos. Romulus lo pisoteó para rematarlo mientras se disponía a enfrentarse a su siguiente enemigo.
Petronius, a su izquierda, había matado a uno de los compañeros del peltasta grandullón y se había liado a golpes con otro. Al otro lado de Romulus un legionario alto de ojos azul acerado hacía trizas a un
thureophoros
de aspecto aturdido.
Espoleado por el instinto, Romulus se internó en la masa de guerreros confusos. Al cabo de unos segundos, aterrizó la siguiente lluvia de piedras de las
ballistae
. Esta vez, sin embargo, iban dirigidas al centro del ejército póntico. Conscientes de que los refuerzos romanos habían llegado, aunque eran incapaces de hacer nada al respecto, los soldados enemigos se sentían impotentes bajo tan mortífera lluvia. El pánico se apoderó de ellos y empezaron a mirar por encima del hombro.
Romulus pudo leer el mismo sentimiento en el rostro de los peltastas y
thureophoroi
que tenía delante. Hacía apenas unos instantes, habían estado a punto de aniquilar a la Vigésima Octava. Ahora las tornas habían cambiado. Había que aprovechar la oportunidad.
—Vamos —gritó—. ¡Estos hijos de puta van a dispersarse y echar a correr!
Al oír ese grito, los legionarios que estaban cerca redoblaron sus esfuerzos. Detrás de ellos, aunque no lo veían, la caballería póntica se había separado para evitar que los rodearan por detrás. Pudiendo entonces atacar al núcleo principal del enemigo, los centuriones hicieron dar media vuelta a sus hombres maltrechos y los condujeron colina abajo hacia la contienda.
Iban seguidos muy de cerca por tres legiones más, lideradas por César en persona.
La imagen fue demasiado para la infantería póntica. Se quedó paralizada. Entonces, a lo largo de todas las filas, los legionarios de aspecto adusto chocaron contra ellos. Con renovada confianza, los romanos aprovecharon la ventaja que suponía estar en una posición más elevada para atacar al enemigo como arietes individuales, y derribaron por completo a muchos guerreros. Hasta los capadocios, que tan cerca habían estado de ganar la batalla, fueron sorprendidos por la virulencia del ataque de la Sexta.
La valentía de los soldados del ejército póntico se evaporó y fue reemplazada por el terror.
Romulus vio el cambio de actitud. Aquél era el momento en que la derrota se convertía en victoria. La euforia sustituyó todo su temor y el dolor que tenía en la cabeza pasó a un segundo plano. «Basta con un segundo», pensó. Encantado, Romulus observó cómo los peltastas y
thureophoroi
presas del pánico giraban sobre sus talones y echaban a correr. Soltaron armas y escudos y se abrieron paso a empujones con el ahínco que provoca el miedo absoluto. Lo único que querían era evitar las espadas vengadoras de los legionarios de César.
Sin embargo, no iba a haber clemencia. Había pocas cosas más fáciles en la batalla que perseguir a un contrincante que huye colina abajo. Bastaba con no dejar de perseguirlo. Miles de hombres intentaban escapar a la vez y la posibilidad de reagruparlos era mínima. «¿Quién va a quedarse a luchar cuando ninguno de sus compañeros lo hace?», pensó Romulus. No obstante, el intento primigenio de los soldados pónticos fue su perdición. Matarlos entonces resultaba tan fácil como hacer caer limones de un árbol. Disciplinados como ninguno, los legionarios siguieron a sus adversarios y los mataron a cientos.
Abatieron a los guerreros enemigos atacándoles por la espalda desprotegida o hiriéndoles en las piernas. Los que los seguían dieron muerte a los heridos clavándoles los
gladii
. Sin embargo, ni siquiera tanta eficacia fue la responsable de todas las muertes. Muchos hombres cayeron por la ladera empinada al tropezar con matojos o soltárseles una tira de la sandalia. No tuvieron ocasión de levantarse. Los demás peltastas y
thureophoroi
se limitaron a pisotearlos contra el terreno polvoriento. Estaban tan aterrorizados que habían dejado atrás la sensatez y el buen juicio. Lo único que podían hacer los soldados pónticos era correr.