Era casi como si cada hombre intentara acabar la guerra civil por sí solo, pensó Romulus mientras veía cómo sus compañeros abatían a todo enemigo con el que se cruzaran. Daba igual que intentara luchar, huir o rendirse. Heridos, ilesos o desarmados, los mataban de todas formas. Más de un oficial cesáreo que intentó intervenir acabó muerto, y Atilius tuvo la sensatez de dejar que sus legionarios hicieran lo que quisieran. Aunque Romulus conocía los motivos de sus compañeros —estaban hartos de pompeyanos vencidos a quienes César había perdonado y que renegaban de su palabra y se reincorporaban a la lucha—, no era capaz de matar a hombres indefensos. Después de la carga inicial, cuando había abatido a varios soldados pompeyanos, Romulus se limitó a correr al lado de Sabinus y los demás haciendo poco más que observar cómo la batalla se convertía en una aplastante derrota. Sus compañeros estaban tan poseídos por el frenesí de la batalla que ni siquiera se dieron cuenta.
Quizás ése fuera el motivo por el que Romulus vio al elefante antes que nadie.
Aterradas por la cantidad de jabalinas y flechas que lanzaron los legionarios y las tropas de proyectiles de César, casi todas las bestias grandes se habían dado la vuelta y huido. Por lo que veía Romulus, todavía no se habían parado. Salvo aquel elefante. Con numerosos
pila
clavados en la piel gruesa y curtida, como alfileres en un cojín, el elefante se había dado media vuelta y cargaba por entre sus propios soldados que se batían en retirada en dirección a las líneas de César.
Hacia la Vigésima Octava.
Barritando de dolor e ira, aplastaba a los hombres que se interponían en su camino como si fueran ramitas. Hacía rato que su cuidador había desaparecido, probablemente abatido por una lanza o flecha, por lo que el elefante arrasaba con lo que le venía en gana. Totalmente fuera de sí, iba matando a todo el que se interponía en su camino. Romulus se dio cuenta de que la reacción de los pompeyanos al verlo venir variaba. A algunos les entraba el pánico y corrían hacia los cesarianos, quitando de en medio desesperadamente a sus compañeros. Otros conseguían mantener la calma y le lanzaban los
pila
a los ojos o a la trompa para intentar interceptarlo. Otro grupo se quedó paralizado sin saber qué hacer frente a tamaño leviatán. Todas aquellas estrategias tenían un éxito relativo y a Romulus el corazón le latía a toda prisa mientras se planteaba qué hacer.
El elefante atravesó la última fila de soldados pompeyanos y fue directo al centro de la Vigésima Octava, que estaba justo detrás. Los hombres salían disparados hacia el cielo al ser golpeados por la trompa balanceante. Otros eran pisoteados en la arena y unos pocos desgraciados murieron corneados. Los legionarios intentaban apuñalar al animal en vano con los
gladii
, deseando tener las hachas de las cohortes preparadas especialmente para ello. Romulus se acordó de Tarquinius y su mortífera hacha doble. En ese mismo instante, se acordó también de Brennus. El viejo sentimiento de culpa se reventó como el pus del centro de un absceso, por lo que Romulus se desmoralizó. Independientemente de la esperanza que tuviera de regresar a Roma, ¿cómo había podido dejar morir de ese modo a su hermano de sangre?
Fue como si el elefante percibiera su angustia mental. Levantó a un soldado que gritaba con un colmillo y lo arrojó por los aires antes de fijarse en Romulus y sus compañeros con sus ojillos de cerdo. Balanceaba la trompa a derecha e izquierda como un mayal e iba directamente a por ellos. Para entonces los legionarios estaban tan asustados del gran animal que le abrieron paso. A empujones y codazos, los hombres se apartaban de su camino. Cuanto antes escapara por entre sus líneas, mejor.
Romulus no se movió. Se volvió para plantar cara al elefante.
—Venga —gritó Sabinus—. Vamos.
Romulus lanzó su
scutum
a un lado a modo de respuesta. Miró su
gladius
deseando que tuviera la misma longitud que la espada larga de Brennus. De todos modos, tendría que conformarse con lo que tenía. ¿Quién era él para huir del castigo de los dioses? Por eso el elefante lo embestía directamente: era lo que tocaba.
—Muy bien —musitó Romulus mientras daba un paso adelante. No tenía ni idea de qué hacer cuando el animal le alcanzara, pero iba a morir enfrentándose a él como un hombre. «Se acabó el huir», pensó, mientras el recuerdo agónico del último grito de guerra de Brennus le desgarraba el corazón.
Los barritos del animal le inundaron los oídos, ensordecedores a esa distancia. Romulus se dio cuenta vagamente de que no estaba solo. Lanzó una mirada a su derecha y se le cayó el alma a los pies al ver ahí a Sabinus, con la espada y el escudo preparados.
—Sal de ahí —gritó—. Es mi destino.
—¡Idiota! Ahora no pienso dejarte —replicó Sabinus—. Imagínate los insultos que me caerían por abandonarte en estos momentos.
Romulus no tuvo tiempo de responder. El elefante estaba a tan sólo unos pasos de distancia. Alzó el
gladius
y se abalanzó sobre él. Para su sorpresa, le ignoró por completo. Esquivándolo a la perfección, siguió adelante y lo derribó al pasar por su lado. Sin respiración, Romulus cayó hacia atrás. Observó horrorizado cómo el elefante agarraba a Sabinus con la trompa y lo levantaba por los aires. Sabinus gritaba de miedo. Con los dos brazos pegados a los costados, estaba indefenso como un bebé acurrucado.
—¡Tenías que cogerme a mí! —chilló Romulus.
Ajeno a sus palabras, el elefante balanceó a Sabinus arriba y abajo barritando furioso.
Romulus se levantó de un salto. Por suerte, no había soltado la espada. Sin pensárselo dos veces, corrió hacia el impresionante animal. El tajo que le hizo en la pata delantera le arrancó un fiero chillido; pero el animal no soltó a Sabinus, sino que giró la cabeza hacia Romulus, obligándolo a apartarse so pena de ser aplastado por el enorme peso de su cráneo huesudo. A continuación vino una embestida feroz con los colmillos y Romulus se arrastró todavía más allá, intentando no perder el equilibrio en el terreno lleno de cadáveres y armas. Fue inútil. Al elefante no le hacían nada las armas normales. Pronto lo mataría. Entonces atisbo el rostro de Sabinus, contraído de puro miedo, cuando el elefante pasó corriendo por su lado. A Romulus lo llenó de energía ver el sufrimiento de su compañero. No podía rendirse sin más.
Alzó el
gladius,
y corrió mientras la trompa volvía a pasarle por el lado. Se acercó al animal mucho más de lo que parecía recomendable y Romulus lo atacó con la espada de hierro. Le hizo un buen corte en la trompa y el animal barritó de dolor. La sangre salió disparada por el aire mientras iba a por Romulus embistiéndole con la cabeza y los colmillos. Sin embargo, Romulus notó que sentía cierto recelo mientras mantenía a Sabinus levantado con la trompa. Animado, dio un salto y le rebanó un trozo de piel de la parte inferior de la trompa. El animal profirió otro ensordecedor barrito de angustia. A Romulus le llovió más sangre encima y lo dejó empapado de pies a cabeza. Para sorpresa suya, el animal se quedó quieto y bajó la trompa herida. Sabinus gimió de miedo, pero Romulus redobló sus esfuerzos. ¡Tenía una posibilidad! Fue atacándole a uno y otro lado con el
gladius
sin analizar qué hacía el animal. No paraba de mover el brazo y le asestó dos, cuatro, seis cortes. A pesar de que en sus oídos resonaba el ruido atronador del dolor del animal, no cedió ni un solo segundo.
Romulus nunca había agradecido tanto el tiempo que había dedicado a afilar la hoja doble. La cuchilla solía estar lo bastante afilada como para afeitarse los pelos del antebrazo, pero ahora demostraba ser mucho más útil. Sabinus cayó al suelo en un charco de sangre arterial y el elefante retrocedió. Completamente consumido por la agonía de sus heridas, dio media vuelta y se largó por donde había venido.
Romulus cogió a Sabinus, que tenía la cara blanca como la tierra de batán que se usa en las togas.
—¿Estás herido? —preguntó.
Enmudecido por el miedo, Sabinus negó con la cabeza.
Romulus le ayudó a levantarse sonriendo como un tonto.
—Ya pasó —murmuró—. Ahora ya estás a salvo.
Sabinus recuperó la voz, aunque le temblaba.
—No me cabe duda de que debes de gozar del favor de los dioses —susurró—. ¿Cómo si no ibas a herir a una bestia como ésa?
De repente, Romulus se dio cuenta de la inmensidad de su hazaña. Ahuyentando al elefante con solo un
gladius
, se planteó qué habría podido hacer Brennus —que era mucho más fuerte que él— con una espada larga. El alivio que Romulus había sentido al salvar a Sabinus quedó enterrado por una nueva oleada de amargura y sentimiento de culpa.
¿Acaso Brennus seguía con vida?
Cerca de Ostia, finales de verano del 46 a. C.
La brisa se tornó más intensa e hinchó la vela mayor del trirreme, que le ayudó a ganar velocidad, haciéndole surcar el agua y levantando una buena ola en la proa. Sin embargo, el ritmo del tambor martilleante en la cubierta de remos no varió. Las tres bancadas de cada lado seguían moviéndose al unísono a la velocidad normal: a la mitad de velocidad del ritmo cardíaco de un hombre. Si bien era un trabajo elegante a la vista, resultaba extenuante para los remeros y los dejaba acalorados. Romulus, de pie cerca de la proa vestido tan sólo con la túnica con cinturón y las
caligae
, dio gracias una vez más por no haber tenido que servir nunca en la armada. Aunque los remeros eran hombres libres, a él le parecía que su trabajo era mucho peor que el de legionario. Además de ser físicamente más exigente que marchar y luchar como se esperaba de los soldados, el trabajo de remero incluía la muy posible opción de ahogarse. Los trirremes eran navíos excelentes en la calma relativa de las aguas cercanas a la costa, pero eran un auténtico peligro cuando hacía mal tiempo o en mar abierto. Romulus seguía recordando los numerosos barcos perdidos durante el viaje a Asia Menor con el ejército de Craso. La flota de César tampoco había quedado indemne.
Sin embargo, todo aquello pertenecía al pasado. El verano tocaba a su fin y los diez trirremes casi habían llegado a Ostia, el puerto de Roma. Romulus no cabía en sí de gozo. Regresaba a casa ¡y como ciudadano! No se lo acababa de creer, pero había tenido tiempo de asimilarlo durante el viaje desde África. Echar un vistazo a las dos
phalerae
de oro que tenía en su petate también ayudaba, al fin y al cabo sólo los ciudadanos estaban autorizados a recibir tales condecoraciones. Había recibido la segunda después de salvar a Sabinus del elefante. Romulus sonrió al recordar lo que César había dicho al prenderle la condecoración en el pecho.
—¿Intentas ganar la guerra tú solito, compañero?
Por supuesto, no había sido obra exclusivamente de Romulus, pero la campaña de África había terminado en un día gracias a la victoria obtenida en Thapsus. Tras varios meses de operaciones victoriosas, César regresaba a la capital para celebrar sus conquistas no con una, sino con cuatro marchas triunfales. En un golpe propagandístico sin igual, iba a celebrarse un desfile por cada una de sus campañas en la Galia, Egipto, Asia Menor y África. El Senado, agradecido, había declarado cuarenta días de reconocimiento público por la última victoria del dictador, dando a entender que había derrotado al rey numidio, no a Escipión y a un elevado número de republicanos prominentes. Tampoco se mencionó para nada el primer éxito de César sobre otros romanos: Farsalia, donde sus legiones habían vapuleado al doble de soldados que estaban bajo el mando de Pompeyo.
Romulus observaba emocionado la costa que discurría a lo largo de estribor, asombrado todavía de que él y Sabinus acompañasen a César de vuelta a Italia. Pero ahí estaban, junto con una centuria especial de legionarios. Después de Thapsus, se había pedido a los legados de las diez legiones que eligieran a ocho soldados. Los ochenta hombres formarían parte de la guardia de honor de César por sus triunfos y eran posiciones del más alto rango. En el ejército había una competencia feroz por obtener uno de esos puestos. Como oficiales curtidos por la batalla y bregados en el frente, los centuriones y centuriones jefe eran los mejor situados para emitir juicios y por eso los legados habían dejado el asunto en sus manos.
Numerosos hombres habían presenciado el increíble rescate de Sabinus y, por supuesto, Romulus y él habían participado con anterioridad en el ataque a Petreyo. Por consiguiente, Atilius hizo todo lo posible por conseguir que los incluyeran como representantes de la Vigésima Octava. Su obstinación fue recompensada y junto con otros cuatro legionarios, un
optio
y un
signifer
, los dos amigos recibieron la orden de subir a los barcos que transportaban a César a Italia. Mientras tanto, la mayoría del ejército embarcaba con rumbo a Hispania donde, supuestamente, los dos hijos de Pompeyo estaban reclutando a un ejército muy numeroso entre las tribus descontentas.
Allí era adónde se dirigiría la guardia de honor después de las marchas triunfales. César les había informado personalmente de ello antes de que zarparan de África. Así pues, sería una visita corta a Italia, con poco tiempo libre para buscar a Fabiola o a Gemellus. Romulus intentó no amargarse por ello. Ahí estaba Sabinus, que ni siquiera vería a su familia, jugando a los dados en cubierta con otros tres. Las historias de sus compañeros eran parecidas. Pocos hombres, por no decir ninguno, habían visto a sus familias en los últimos años. «¿Por qué iba yo a ser distinto?», pensó Romulus. Al atisbar la capa roja de César en la cubierta del primer trirreme, pensó con aire culpable en el inmenso honor que suponía estar allí. ¿Qué derecho tenía él a esperar algo que no fuera la nueva campaña militar cuando terminaran las celebraciones? No era más que un mero legionario y, como tal, tenía que obedecer órdenes hasta el día en que, si sobrevivía, su servicio llegara a su fin.
Romulus sabía que su descontento se debía a algo más que al mero deseo de dejar las legiones. El sentimiento de culpa que sentía por su hazaña contra el elefante le dominaba por completo. Hacía ya meses, pero el tema seguía obsesionándole a diario. La constatación de que no sólo era capaz de salir ileso de un encontronazo con tamaño animal sino de salvar también a Sabinus le corroía por dentro como un parásito maligno. Nunca podría demostrarlo, pero Brennus podía haber hecho en la India lo mismo que él, Romulus, en Thapsus. «Ojalá Tarquinius estuviera aquí —pensaba—. Quizá fuera capaz de extraer algo de información del viento o de las nubes. Con una pista le bastaría. Pero a saber dónde estaba el arúspice.» Exhaló un suspiro, pues desde Margiana no tenía ganas de intentarlo. Hacía mucho tiempo que Tarquinius había desaparecido, lo cual significaba que debía vivir con la duda sobre Brennus. Aquello era peor que pensar que su amigo grandullón estaba muerto.