Tarquinius inclinó la cabeza al paso de Cleopatra, pero tenía los sentidos alerta. Irradiaba una sensación de júbilo: el orgullo de su embarazo. «¡Qué bien se lo ha montado! —pensó—. Nada más y nada menos que un hombre como Julio César.» Por supuesto, su jugada no era ninguna sorpresa. La familia real egipcia, apenas una sombra de lo que había sido, llevaba varios años dependiendo del poder militar de Roma. Ganándose primero el afecto de César y luego quedándose embarazada de él, Cleopatra había mostrado como mínimo el deseo de seguir gobernando su país. Su joven hermano Ptolomeo había resultado muerto en una de las batallas recientes y su hermana Arsinoe había sido hecha prisionera, por lo que no tenía rivales directos.
En la energía que la circundaba había algo más. Tarquinius cerró los ojos para esforzarse al máximo en discernir de qué se trataba. La conmoción que le causó hizo que las piernas le flaquearan. Si bien Cleopatra pasaría varios años en Roma, no gobernaría al lado de César. Su hijo moriría joven. De forma violenta, además. Asesinado por orden de… un delgado joven noble al que Tarquinius no reconocía. ¿Por qué? El arúspice veía que este hombre quería a César, a pesar de ser el autor del asesinato de su hijo. Lo cual significaba que tampoco profesaría un gran amor por Romulus. «Roma es la clave de todo esto —pensó el arúspice—. ¿Debo regresar allí?»
—¡Tú! —exclamó uno de los legionarios. Un veterano de piel oscura con barba incipiente pero densa miraba enfurecido a Tarquinius por su aspecto andrajoso—. ¿Qué te trae por aquí?
El arúspice se dio cuenta demasiado tarde de que había estado murmurando para sí.
—Estoy estudiando la antigua civilización asiría, señor —respondió servilmente, tendiendo el rollo para demostrárselo.
El soldado entrecerró los ojos.
A Tarquinius se le paró el corazón. Preocupado por Romulus y asombrado por la pregunta, había respondido en un latín fluido en vez de en griego, lo cual era más habitual. No era un crimen, pero teniendo en cuenta que la mayoría de los estudiosos de la biblioteca eran griegos, resultaba un tanto inusual.
Al legionario también se lo pareció.
—¿Eres italiano? —preguntó, acercándosele unos pasos. Bajó el
pilum
hasta que el extremo piramidal de hierro apuntó directamente al esternón de Tarquinius—. ¡Contéstame!
El arúspice no tenía ningunas ganas de empezar a justificar quién era y por qué no estaba en el ejército.
—Soy de Grecia —mintió—. Pero he pasado varios años en Italia de tutor. El latín es como una segunda lengua para mí.
—¿Tutor? —El hombre adoptó una expresión maliciosa y señaló con el extremo del
pilum
la mejilla izquierda con cicatrices y hundida de Tarquinius—. Ya me explicarás entonces de dónde han salido esas heridas.
—Los piratas de Cilicia saquearon el pueblo donde vivía —repuso mientras pensaba a toda velocidad—. Me torturaron antes de venderme como esclavo en Rodas. Al final huí y llegué hasta aquí, donde me gano la vida como escribano desde entonces.
El veterano se planteó sus palabras durante unos instantes. Hasta que Pompeyo los había machacado hacía veinte años, los sanguinarios cilicios habían sido el azote de todo el Mediterráneo. En una ocasión, incluso habían osado saquear Ostia, el puerto de Roma, por lo que habían puesto en peligro la llegada de grano a la capital.
El legionario había oído la historia de boca de su padre y quedaba claro que aquel hombre patético tenía edad suficiente para haber estado allí en aquella época.
Oyeron la voz alzada de Cleopatra, que regresaba por el pasillo. Aristófanes había encontrado los textos que necesitaba. El soldado desvió su atención y Tarquinius exhaló un largo suspiro de alivio.
Rodeada por sus guardas, la reina apareció con las mejillas encendidas por la emoción. Aristófanes la seguía a toda prisa con los brazos llenos de rollos bien prietos que dejaban tras de sí una fina capa de polvo. Los eruditos iban los últimos y ahora se les veía claramente petrificados. Habida cuenta de que habían encontrado los textos correspondientes, toda la atención de Cleopatra iba a caer sobre ellos en breve.
Por otro lado, Aristófanes estaba jubiloso. Cuando vio a Tarquinius se le iluminó el semblante.
—A ver si adivinas lo que he encontrado, amigo etrusco —le dijo en latín—. El texto sobre Nínive que dejaste de buscar hace semanas.
Muy lentamente, la mirada de Tarquinius se desplazó hacia el legionario moreno.
—¿Etrusco? —gruñó el soldado, girándose hacia el arúspice—. ¡Cabrón mentiroso! Probablemente seas un agente republicano, ¿no?
Aristófanes se dio cuenta demasiado tarde de que había metido la pata. Se quedó boquiabierto cuando Tarquinius dejó caer el rollo que sostenía y salió corriendo a toda velocidad.
—¡Espía! —gritó el legionario a sus camaradas—. ¡Espía!
Tarquinius corría como si lo persiguieran Cerbero y todos los demonios del Hades, pero los hombres armados hasta los dientes eran más jóvenes y atléticos que él. A pesar de la ventaja inicial, tenía pocas posibilidades de llegar a la entrada principal, y mucho menos a la calle. Maldijo el descuido que había tenido al hablar en latín. El miedo lo embargó mientras recorría los jardines, atrayendo las miradas de sorpresa de los esclavos que cuidaban de la vegetación. Su supuesta condición de escribano no se sostenía de ninguna manera, por lo que los legionarios lo tomarían realmente por espía.
Su historia verdadera resultaba demasiado increíble; aparte de tener que mantener en secreto su condición de adivino. Lo cual implicaba que todo aquello sólo podía acabar de una manera: morir torturado. El arúspice frunció los labios con amargura. Resultaba que la recuperación de su don había sido una jugarreta de los dioses, ideada para hacerle saber que no podía hacer nada más para ayudar a Romulus, cuya vida había destrozado.
Entonces, a unos quince pasos quizá, Tarquinius vio una puerta abierta en la pared. Detrás de ella había un escribano de aspecto aterrorizado, que le hacía señas con desesperación. Si la traspasaba, existía la remota posibilidad de que el portal estuviera cerrado antes de que los legionarios vieran por dónde había ido.
Moviendo brazos y piernas hasta que le pareció que el corazón le iba a estallar, Tarquinius esprintó hacia la puerta.
El Ponto: norte de Asia Menor
Que un soldado raso diera órdenes a gritos se consideraba un delito grave, pero Romulus sabía que si nadie las daba, él y los hombres que lo rodeaban morirían. El trío de cuadrigas iba a machacar la zona de la fila en la que estaba. Echó la cabeza hacia atrás y bramó:
—¡Apuntad cerca! ¡Lanzad los
pila
!
Los legionarios que lo rodeaban respondieron a la orden de inmediato. Hacerlo era mejor que quedarse mirándole los ojos a la muerte. Embistieron por encima de los
scuta
, lanzaron las jabalinas al unísono. Docenas de astas de madera volaron hacia los carros enemigos. Era difícil fallar a bocajarro. Los extremos de metal afilado atravesaron las armaduras de los caballos; se les clavaron en el pecho, cuello y lomo mientras otras atravesaban a dos aurigas, que cayeron hacia atrás en el duro suelo. Tambaleándose y corcoveando de dolor, los corceles heridos estaban descontrolados. De todos modos, habían cobrado tal impulso que siguieron avanzando. Un auriga y su equipo, que corría ligeramente por detrás de los demás, quedó ileso. Gritando con todas sus fuerzas, zarandeó las riendas para alentar a sus caballos a seguir adelante.
Las primeras dos cuadrigas chocaron contra las filas romanas abarrotadas. Romulus observó horrorizado cómo los corceles heridos chocaban contra el muro de escudos cercano, tirando todavía de los carros con las mortíferas cuchillas giratorias. Algunos hombres que se hallaban en su trayectoria fueron aplastados contra los soldados de atrás, mientras otros eran derribados y pisoteados. Sin embargo, los legionarios que estaban un poco más hacia el exterior corrieron la peor suerte. Entonces fue cuando las armas tipo guadaña entraron en acción. Los hombres proferían gritos de terror al ser alcanzados y la sangre salía disparada en todas direcciones cuando les cercenaban las extremidades sin contemplaciones.
Romulus consiguió centrarse en la última cuadriga. Se le pusieron los ojos como platos. Estaba a menos de diez pasos de distancia. Los caballos iban a alcanzar a los soldados que estaban dos o tres sitios más allá de Petronius, situado a su derecha. Eran monturas del ejército y estaban adiestradas para pisotear hombres. A Romulus se le pusieron los nudillos blancos en el asta del
pilum
que le quedaba, que le parecía totalmente inútil. Las cuchillas de su lado iban a alcanzarlos a Petronius y a él.
Los legionarios profirieron gritos de terror. Unos cuantos lanzaron
pila
, pero apuntaron mal y acabaron pasando por encima de la cuadriga que se les estaba echando encima. El pánico más absoluto amenazaba con paralizar a Romulus y notó que se le revolvía el estómago. Tenía los músculos entumecidos. «Ésta es la sensación que se tiene cuando uno ve aproximarse la muerte», pensó.
—¡Cuerpo a tierra! —gritó Petronius—. ¡Ahora mismo!
Romulus obedeció. No era el momento de preocuparse de los hombres que tenía detrás. Arrojó el
scutum
hacia delante y se tumbó en el suelo pedregoso. Oyó que Petronius, a su lado, hacía lo mismo. Algunos hombres los imitaron, mientras que otros, presas del pánico, se giraron para huir. Era demasiado tarde para eso. Romulus se encogió; el lateral del casco se le clavó en la mejilla. El dolor le ayudó a centrarse. «Mitra —rezó con desespero—. No permitas que mi vida acabe así: cortado por la mitad por un dichoso carro falcado.» Bajo la oreja, la tierra reverberaba con el retumbo de los cascos martilleantes. Le entró aún más miedo.
Con un horrible chirrido, Romulus oyó que una guadaña y otra pasaban por encima de su cuerpo. Se oyeron gritos de agonía por todas partes cuando los legionarios que tenía detrás recibieron la mayor parte del impacto de la cuadriga. Petronius yacía inmóvil a su lado, y a Romulus se le secó la boca. «Debe de estar muerto —pensó, sintiendo un profundo dolor—. Petronius me ha salvado la vida dando su vida por la mía, al igual que Brennus.» Al cabo de un instante, la cuadriga había desaparecido. Romulus movió los dedos con incredulidad. Seguía teniéndolos todos y el corazón le dio un vuelco, primero de alegría y luego de remordimiento por estar vivo a diferencia de Petronius.
Alguien le dio un fuerte empujón.
—Esto debería compensar el hecho de que me salvaras el pellejo en Alejandría. —El penacho de crines del casco de Petronius había quedado totalmente cortado, pero el veterano, que no había resultado herido, sonreía bajo el mismo.
Romulus dio un grito de alegría.
—¡Creía que estabas muerto!
—Fortuna puede ser una vieja zorra caprichosa —declaró Petronius entre risas—, pero hoy está de buenas conmigo.
Miraron detrás de ellos. La cuadriga que acababa de cercenar a varios hombres se había detenido por completo, la profundidad de la formación romana por fin agotaba su impulso. Como lobos hambrientos, los soldados más cercanos se abalanzaron hacia delante, desesperados por matar a hombres y animales. Los caballos fueron abatidos, apuñalados en el vientre o desjarretados. El desventurado auriga no era ningún cobarde. En vez de intentar rendirse, hizo ademán de coger la espada. Ni siquiera llegó a desenvainarla, porque cuatro o cinco legionarios que berreaban le clavaron los
gladii
en el cuello y en los brazos. Cuando retiraron las hojas, el cuerpo del auriga cayó de lado. Pero aún no habían acabado con él. Embargados todavía por el terror de lo que podían haberles hecho las cuchillas, uno de los soldados describió un movimiento descendente con la espada y decapitó al enemigo. La sangre le salpicó las piernas al inclinarse por encima de la cabeza. Le arrancó el casco, levantó en el aire el trofeo sangrante y profirió un primitivo grito de rabia que repitieron todos los allí presentes.
La cara del auriga seguía albergando una expresión de sorpresa.
A pesar de las numerosas bajas que habían provocado, las cuadrigas no habían roto la formación romana. Había grandes huecos donde los hombres habían caído: graves daños en el muro de escudos cuando la batalla no había hecho más que empezar. Aunque los huecos podían rellenarse con facilidad, el alivio de los legionarios duró poco. Otro sonido les llenó los oídos. Eran más caballos. Resonaron juramentos llenos de amargura.
Romulus y sus compañeros vieron a la caballería póntica por entre las filas de atrás, que estaban encaradas en la dirección contraria. Había cabalgado rodeando los flancos de la Vigésima Octava y estaba a punto de abalanzarse sobre la mal preparada retaguardia. Incluso en circunstancias propicias era prácticamente inaudito que la infantería detuviera una carga de caballos. En Farsalia, unos legionarios especialmente instruidos para ello lo habían conseguido clavando los
pila
en el rostro de los jinetes enemigos y obligándolos a huir presas del pánico. La Legión Olvidada también lo había logrado con unas lanzas largas forjadas de forma especial contra las que los caballos no podían hacer nada. Ninguna de las dos opciones era posible entonces y, plenamente conscientes de que sólo tenían las jabalinas para lanzar antes de que los hicieran picadillo, los soldados de atrás gritaron de miedo.
No eran los únicos hombres que tenían a la muerte mirándoles a la cara, pensó Romulus, recordando la infantería que corría detrás de las cuadrigas. Los centuriones que seguían vivos pensaban lo mismo.
—Girad en dirección contraria. Rehaced las filas —gritó el que estaba más cerca—. ¡Rápido, capullos inútiles!
Romulus giró de inmediato sobre sus talones. Deseó no haberlo hecho.
Blandiendo espadas y lanzas, los peltastas y
thureophoroi
se les acercaban rápidamente. Los gritos y chillidos de batalla se oían cada vez mejor. El muro de escudos romano seguía sumido en el caos y muchos legionarios se estremecían. El recuerdo de los parientes de aquellos aguerridos hombres en Alejandría seguía estando muy presente. Teniendo en cuenta que la caballería se acercaba por detrás y una horda de fiera infantería estaba a punto de atacar los huecos que quedaban en su fila, su condena parecía segura.
Romulus se sentía como un fragmento de metal situado en un yunque con el martillo del herrero alzado por encima de él. Cuando cayera, quedaría hecho añicos. Desesperado, alzó la vista hacia el cielo azul despejado. Como era habitual, no vio nada. Desde que había tenido una visión horrible de Roma cuando estaba en Margiana, Romulus apenas intentaba aprovechar la capacidad adivinatoria que Tarquinius le había enseñado. En las escasas ocasiones que lo había conseguido, los dioses parecían haberse reído de él y no le había revelado nada. «¡Malditos sean! —pensó Romulus—. De todos modos, ¿quién necesita adivinar nada en este momento? Hasta el más imbécil es capaz de darse cuenta de que vamos a morir.»