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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

Camino a Roma (2 page)

BOOK: Camino a Roma
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—¿Habéis participado en algún otro combate? —preguntó el legionario.

Antes de que Romulus tuviera tiempo de responder, el tachón de un escudo lo golpeó en la espalda.

—¡Adelante! —gritó el
optio
, empujándolos—. La línea de delante se está debilitando.

Empujando contra las filas delanteras, se aproximaron al enemigo arrastrando los pies. Docenas de
gladii
, espadas cortas romanas, se alzaron para entrar en acción. Los escudos se elevaron hasta que la única parte visible del rostro de los hombres fueron los ojos parpadeantes bajo el borde de los cascos. Se movían hombro con hombro, protegiéndose mutuamente. Tarquinius estaba a la derecha de Romulus, y el legionario parlanchín a su izquierda. Ambos eran tan responsables de su seguridad como él de la de ellos. Constituía una de las ventajas del muro de escudos. Aunque Romulus estuviese enfadado con Tarquinius, no consideraba que el arúspice fuera a incumplir su cometido.

No se había dado cuenta de lo mucho que habían diezmado sus filas. De repente, el soldado que tenía delante cayó de rodillas y un guerrero enemigo ocupó su lugar de un salto, lo cual pilló a Romulus por sorpresa. No llevaba armadura; sólo un casco frigio, un escudo ovalado y una tosca túnica. Una curiosa espada de hoja larga y curva era su única arma. Romulus pensó que se trataba de un peltasta tracio, lo cual volvió a sorprenderle.

Sin pensárselo dos veces, saltó hacia delante con la intención de estamparle el tachón del
scutum
en la cara. Erró el golpe y el tracio repelió el ataque con su propio escudo. Intercambiaron golpes durante unos instantes, intentando obtener una posición ventajosa. Era imposible, así que Romulus no pudo evitar envidiar la espada curva de su contrincante. Gracias a la forma que tenía, podía engancharse a la parte superior y los lados de su
scutum
y causar lesiones considerables. En cuestión de segundos, estuvo a punto de perder un ojo y ser herido en el brazo izquierdo.

Por su parte, Romulus le había hecho al tracio un corte superficial en el brazo con que empuñaba la espada. Esbozó una mueca de satisfacción. Aunque el corte no era grave, reducía su capacidad de lucha. La herida del peltasta rezumaba sangre, que le resbalaba hasta la empuñadura. El hombre soltó una maldición mientras se lanzaban estocadas y se herían mutuamente, pero ninguno logró superar el escudo del oponente. Romulus enseguida advirtió que el tracio hacía una mueca de dolor cada vez que levantaba el arma. Era una pequeña ventaja que no pensaba desaprovechar.

Adelantando la pierna izquierda y el
scutum
, Romulus lanzó un potente golpe en forma de arco que amenazó con decapitar a su rival. Al peltasta no le quedó más remedio que repelerlo o perder el lado derecho de la cara. Las dos hojas de hierro se encontraron y soltaron chispas. Romulus hizo bajar al otro hacia el suelo, y al oír que dejaba escapar un gemido comprendió que estaba perdido. Había llegado el momento de acabar con él, ahora que el dolor le resultaba insoportable. Aprovechando el impulso, Romulus embistió aplicando todo su peso al escudo.

Aquello fue demasiado para el peltasta, que cayó de espaldas, perdiendo el escudo. Romulus se agachó sobre él de inmediato, con el brazo derecho preparado para el golpe final. Intercambiaron una mirada breve, parecida a la que se dirigen el verdugo y su víctima. Romulus asestó con el
gladius
una rápida estocada hacia abajo y el tracio pasó a mejor vida.

Romulus se levantó y alzó el
scutum
justo a tiempo. Su enemigo ya había sido sustituido por un hombre melenudo y sin afeitar que vestía el uniforme militar romano. Otro de los hombres de Gabinius.

—Traidor —masculló Romulus—. ¿Ahora luchas contra los tuyos?

—Lucho por mi patria —contestó el soldado enemigo. Su respuesta en latín corroboró la teoría de Romulus—. ¿Qué coño haces tú aquí?

Romulus no supo qué responder.

—Seguir a César —gruñó—. El mejor general del mundo.

El comentario fue recibido con desprecio, y Romulus aprovechó la oportunidad. Embistió y clavó la espada por encima de la cota de malla del enemigo distraído hasta hundírsela en el cuello hasta el fondo. El hombre profirió un grito y cayó. Romulus atisbo brevemente las líneas enemigas. Se arrepintió de ello. Había soldados egipcios hasta donde alcanzaba la vista, y todos avanzaban con determinación.

—¿Cuántas cohortes tenemos aquí? —preguntó Romulus—. ¿Cuatro?

—Sí. —El legionario volvió a situarse a su lado. Debido al gran número de bajas, ahora formaban parte de la fila delantera. Junto con Tarquinius y los demás, se prepararon para recibir la siguiente acometida, una ola combinada de legionarios y nubios con armas ligeras.

—Pero diezmadas…

Sus nuevos enemigos tenían la piel negra e iban cubiertos con taparrabos y tocados con una única pluma larga. Su armamento consistía en grandes escudos ovalados de piel y lanzas de hoja ancha. Algunos, sin duda los más ricos, llevaban cintas decoradas en el pelo y brazaletes de oro. Pero aquellos individuos también llevaban arcos y espadas cortas en los cinturones de tela. Por encima del hombro de cada uno asomaba una aljaba. Como conocían el alcance limitado de la jabalina romana, se pararon a cincuenta pasos de distancia y colocaron tranquilamente las flechas en las cuerdas. Sus camaradas esperaban con paciencia.

A Romulus le alivió ver que los nubios no empleaban armas compuestas, como los partos. El asta de ese tipo de armas penetraba en los
scuta
sin problemas. Aunque tampoco es que le sirviera de consuelo.

—¿Cómo de precaria es nuestra situación, exactamente? —preguntó.

—Con la quinta cohorte que protege los trirremes, sumamos unos mil quinientos hombres. —El legionario advirtió la sorpresa de Romulus—. ¿Qué esperabas? —gruñó—. Muchos de nosotros llevamos siete años luchando. Galia, Britania y otra vez Galia.

Romulus miró a Tarquinius con expresión sombría. Aquellos hombres eran veteranos curtidos, pero la superioridad numérica del enemigo era abrumadora. La única respuesta que recibió fue un encogimiento de hombros a modo de disculpa. Apretó los dientes. Estaban ahí porque Tarquinius había desoído su consejo, insistiendo en que fuera al muelle y a la biblioteca. En cualquier caso, había visto a Fabiola. Si moría en aquella escaramuza, lo haría sabiendo que su hermana estaba sana y salva.

La primera ráfaga de flechas nubias salió disparada al aire y silbó al caer en forma de grácil y mortífera lluvia.

—¡Arriba escudos! —gritaron los oficiales.

Al cabo de un instante, la avalancha de proyectiles enemigos golpeó los
scuta
alzados con el característico ruido seco. Para alivio de Romulus, casi ninguno tenía la fuerza suficiente para atravesarlos, así que pocos hombres resultaron heridos. De todos modos, se le aceleró el pulso al ver que los extremos de algunas flechas de piedra y hierro estaban embadurnados con una pasta densa y oscura. ¡Veneno! La última vez que había visto aquello se enfrentaban a los escitas en Margiana. Bastaba un rasguño del extremo de púas para que un hombre muriera gritando de agonía. Romulus se sintió aún más orgulloso del
scutum
que empuñaba.

Antes de que los nubios empezaran a trotar hacia las líneas de César, llegó otra ráfaga. Enseguida apuraron el paso porque iban ligeros de armamento, a diferencia de los legionarios tránsfugas. Profiriendo gritos de guerra feroces, los guerreros enemigos pronto ganaron velocidad. Les seguían los ex soldados de Gabinius, quienes asestarían el golpe mortal. Romulus apretó los dientes y deseó que Brennus siguiera con ellos. La formación enemiga tenía por lo menos diez filas de profundidad, mientras que ahora las líneas de César eran de apenas la mitad.

En el momento justo, las
bucinae
lanzaron una serie de pitidos cortos. La orden llegó a gritos desde atrás.

—¡Retiraos a los barcos! —La voz era tranquila y comedida, lo cual encajaba poco con lo desesperado de la situación.

—Es César —explicó el legionario con una sonrisa de orgullo—. Nunca se deja vencer por el pánico.

Entonces las líneas empezaron a desplazarse lateralmente, hacia el puerto occidental. La distancia era corta, pero no podían bajar la guardia ni un instante. Al ver el intento de huida, los nubios gritaron enfurecidos y se abalanzaron otra vez hacia ellos.

—No os detengáis —gritó el centurión que estaba más cerca de Romulus—. Paraos justo antes de que ataquen. Manteneos en formación y haced que se replieguen. Luego seguid adelante.

Romulus vio los trirremes, que ascendían a unos veinte. Había sitio para todos ellos, pero ¿adónde irían?

Como de costumbre, Tarquinius ofreció una respuesta.

—Al Pharos. —Señaló el faro—. Ahí, el Heptastadion no mide más que cincuenta o sesenta pasos de ancho.

Con confianza renovada, Romulus sonrió de oreja a oreja.

—Podemos defenderlo hasta el día del juicio final.

Sin embargo, todavía no habían llegado a los barcos y, al cabo de un instante, los nubios atacaron a la formación romana con tal fuerza que las filas delanteras tuvieron que retroceder varios pasos. Los gritos llenaron el aire nocturno y los soldados maldijeron la mala suerte que los dioses les habían deparado. Romulus vio cómo a un legionario que tenía a la izquierda le atravesaban la pantorrilla con una lanza y caía agitándose con violencia. Otro sufría el horror de tener la hoja de una espada hendida en una mejilla y asomándole por la otra. La sangre brotó a chorros de las heridas cuando le retiraron el arma. El soldado soltó el
scutum
y la espada y se llevó ambas manos a la cara destrozada al tiempo que profería un grito apagado y desgarrador. Romulus perdió de vista a los dos heridos cuando un sinnúmero de nubios cargó con violencia contra su sección.

Unas bocas rojas y furiosas proferían insultos en una lengua extranjera. Los escudos de piel chocaban contra los
scuta
y las hojas anchas de las lanzas se balanceaban adelante y atrás, buscando carne romana. Romulus percibió el intenso olor corporal de los guerreros negros. Mató rápidamente al primer hombre que tuvo a su alcance deslizando el
gladius
bajo el esternón con un solo movimiento fácil. Le costó lo mismo despachar al siguiente contrincante, que prácticamente se abalanzó sobre la espada de Romulus. El nubio murió antes de que él se hubiera dado cuenta.

A la derecha de Romulus, Tarquinius también se deshacía de otros guerreros con facilidad; sin embargo, a su izquierda, el legionario parlanchín no lo tenía tan fácil. Acosado por dos nubios corpulentos, tardó poco en tener una lanza clavada en el hombro derecho, lo cual lo dejó lisiado. No pudo hacer nada para evitar que uno de sus enemigos le bajara el escudo mientras el otro le apuñalaba en el cuello. Fue lo último que hizo el nubio. Romulus le cercenó la mano derecha, la que aguantaba la lanza, y con un izquierdazo le abrió la carne de la entrepierna al hombro. Un legionario de la fila de atrás se adelantó para llenar el hueco y juntos mataron al segundo guerrero.

Los muertos fueron sustituidos de inmediato.

«Necesitamos caballería —pensó Romulus mientras seguía luchando—. O algunas catapultas.» Una táctica distinta que ayudara a su causa, que se estaba complicando por momentos. Unos cuantos legionarios habían alcanzado los trirremes y se apelotonaban a bordo, pero la mayoría permanecían enzarzados en una batalla que no podían ganar. El pánico embargó el corazón de los hombres, que retrocedieron por instinto. Los centuriones les rugieron que se mantuvieran firmes, y los portaestandartes sacudieron los mástiles, en un intento de recuperar la confianza, aunque sin éxito. Cedieron más terreno. Al oler la sangre, el enemigo redobló esfuerzos.

A Romulus aquello no le gustaba. Veía que la situación se desbarataba rápidamente.

—¡No os detengáis! —gritó una voz desde atrás—. Mantened la formación. Animaos, camaradas. ¡César está aquí!

Romulus se aventuró a echar una mirada por encima del hombro.

Una silueta ágil con una pechera dorada y la capa roja de general se abría paso a empellones para reunirse con ellos. El casco con el penacho de crin era especialmente elaborado, con filigrana de oro y plata en la zona de las mejillas. César llevaba un
gladius
con el mango de marfil ornamentado y un
scutum
normal. Romulus apreció un rostro estrecho de pómulos marcados, nariz aguileña y ojos penetrantes y oscuros. Las facciones de César le recordaban a alguien, pero no tuvo tiempo de pararse a pensar. Sin embargo, la actitud reposada de César le infundió ánimos. Al igual que los centuriones, estaba dispuesto a poner su vida en juego y, allí donde estuviera César, los soldados no saldrían corriendo.

Sorprendido, Tarquinius miró del general a Romulus y viceversa.

Romulus no era consciente de ello.

La noticia se extendió como un reguero de pólvora entre los miembros de la tropa. El ambiente cambió de inmediato y el pánico se disipó como neblina matutina. Los legionarios, revitalizados, desobedecieron órdenes y avanzaron en tropel, lo cual pilló por sorpresa al enemigo. Enseguida recuperaron el terreno perdido y se produjo una breve tregua. La zona que separaba las líneas estaba llena de cuerpos ensangrentados, hombres que se retorcían y armas abandonadas, por lo que ambos bandos se contemplaban entre sí con recelo. Las nubes de aliento despedían vapor y el sudor caía a raudales por los forros de fieltro de los cascos de bronce.

Había llegado el momento de César.

—¿Recordáis la batalla contra los nervios, camaradas? —preguntó a voz en grito—. Les derrotamos, ¿verdad?

Los legionarios rugieron a modo de aprobación. Su victoria contra aquella valerosa tribu había sido una de las más reñidas en toda la campaña de la Galia.

—¿Y Alesia? —continuó César—. Teníamos a los galos encima nuestro como nubes de moscas. ¡Y, aun así, los derrotamos!

Se oyeron más vítores.

—Incluso en Farsalia, cuando nadie habría apostado por nosotros —añadió César con dramatismo, englobándolos a todos con los brazos—, vosotros, camaradas míos, obtuvisteis la victoria.

Romulus advirtió que el rostro de los hombres se llenaba de un orgullo verdadero, que su determinación salía fortalecida. César era uno de ellos. Un soldado. Romulus notó cómo el respeto hacia el general se acrecentaba en su interior. Era un líder extraordinario.

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