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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

Camino a Roma (39 page)

BOOK: Camino a Roma
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Esa noche no era una de ésas. Brutus llevaba fuera todo el día y no parecía que fuera a volver. Había pasado todo el día recordando entristecida a Docilosa y se había retirado temprano con la esperanza de encontrar alivio en el sueño. Pero hasta eso se le resistía, pensó con amargura. Su método preferido de quedarse quieta, respirar hondo e intentar dejar la mente en blanco no había servido de nada. Habían transcurrido varias horas y seguía totalmente despierta.

Por consiguiente, el golpe característico de la poterna al cerrarse le resultó de lo más desagradable. A aquellas horas, seguro que era Brutus. Fabiola se dio la vuelta rápidamente para ponerse de cara a la pared y bajó el ritmo de la respiración. Brutus tardó un poco en aparecer, lo cual le hizo pensar que tenía trabajo por acabar. No era raro que pasara varias horas estudiando con detenimiento documentos en su despacho. «Bien —pensó—. Estará demasiado cansado para hablar.»

En cuanto oyó que toqueteaba el pestillo, Fabiola se percató de que su suposición había sido equivocada. Un fuerte juramento seguido de un eructo confirmó sus sospechas. Brutus estaba bebido. Aquello ya era de por sí extraordinario, porque era un hombre mesurado. A Fabiola la embargó una profunda sensación de pánico y notó un sudor frío en la frente. Apenas tuvo tiempo de enjugárselo y adoptar la postura anterior antes de que Brutus entrara en la habitación. «Júpiter y Mitra que estáis en el cielo —rezó en silencio—. Haced que se caiga en la cama y se desvanezca. Por favor.»

No tuvo tanta suerte. Se produjo una larga pausa durante la cual Fabiola oyó a Brutus respirando pesadamente y farfullando para sí. A continuación, se acercó a ella para ver si estaba dormida. Fabiola mantuvo los ojos bien cerrados y, al cabo de unos instantes en suspenso, él se apartó. Acto seguido, se sentó en la cama con un gemido. Sin intentar en ningún momento quitarse las
caligae
y la ropa, permaneció en la misma postura durante una eternidad. Fabiola no se atrevió a hacer nada que no fuera seguir fingiendo que dormía como un tronco. Pronto calculó que había transcurrido casi un cuarto de hora. «Debe de haberse quedado dormido», pensó.

—¿Fabiola?

Fabiola consiguió no sobresaltarse. «Qué ha estado haciendo —se preguntó asustada—. ¿Ha estado ahí sentado mirándome?»

—Fabiola. —Esta vez lo dijo más alto.

«Ojalá quiera sexo, Júpiter —suplicó Fabiola—. Te lo ruego.»

Se inclinó hacia ella y la agarró por el hombro.

—¡Despierta!

—¿Cómo? —murmuró ella—. ¿Brutus? —Se dio la vuelta y lo miró con la expresión coqueta y adormecida que sabía que a él le gustaba. Él no le devolvió la sonrisa y a Fabiola se le cayó el alma a los pies. De todos modos, no se dio por vencida—. Ven aquí —murmuró tendiéndole los brazos.

Él la apartó.

—¿Por qué lo hiciste?

Fabiola se dijo que quizá Brutus se refiriera a otra cosa.

—¿El qué, cariño? —preguntó, esforzándose al máximo por parecer confundida.

Él la miró enfadado.

—No te hagas la loca.

Fabiola se avergonzó y bajó la mirada. Le daba miedo hablar.

—Podría soportar lo de la infidelidad —espetó—. Al fin y al cabo, eres humana y te he dejado sola mucho tiempo. Pero ¿con ese tío? No soporto a Antonio, y lo sabes.

Aunque a Fabiola se le habían llenado los ojos de lágrimas, lo miró a la cara.

—Lo siento —musitó.

—¿Entonces es verdad?

Ella asintió entristecida.

—Pero no quería hacerte daño.

—¿Ah, no? —Hizo una mueca—. Imagínate entonces cómo me he sentido cuando ha alardeado de vuestras proezas en mi cara. ¡Delante de docenas de hombres! —Su rostro sonrojado por el vino se le retorció de vergüenza y dolor—. He hecho caso omiso de los cotilleos callejeros por considerarlos rumores maliciosos hasta ahora, pero no hay mucho que decir cuando el jefe de Caballería revela en público que soy un cornudo.

Al final, Fabiola dejó escapar un sollozo.

—Lo siento mucho, Brutus —lloró—. Perdóname, por favor.

Él le dedicó una mirada de desprecio.

—¿Para que vuelvas a hacerlo en cuanto me dé la espalda?

—Por supuesto que no —protestó ella—. No haría una cosa así.

Su respuesta llegó de inmediato.

—Quien ha sido puta, lo sigue siendo.

Fabiola se sonrojó y bajó la cabeza. Maldijo en su interior su comportamiento temerario con Antonio. Todos sus planes de futuro estaban a punto de irse a pique. Sin el respaldo de Brutus, no era nadie. Si él quisiera, podía quitarle la propiedad del Lupanar y reclamar el dinero que quedaba.

Brutus percibió sus temores y adoptó una expresión de desdén.

—Puedes quedarte con el dichoso burdel. Y también con el dinero. No lo quiero.

Fabiola le dedicó una mirada de agradecimiento.

—Recogeré mis cosas. Me marcharé al amanecer —dijo.

—Muy bien. No regreses. No quiero volver a verte. —Se levantó con paso inseguro y salió tambaleándose de la habitación. No miró atrás.

En los abismos de la desesperación, Fabiola se hundió en la cama.

¿Qué había hecho?

Por suerte, la información que le habían proporcionado sobre Caecilius, el propietario del latifundio, era correcta. Fingiendo ser un comerciante que se había criado en la zona, fue recibido en la acogedora cocina de la villa por el amable mayordomo, también veterano. Sentados frente a una bandeja de comida y un vaso de
acetum
, el arúspice pudo confirmar que su padre y su madre habían muerto: Sergius, antes de que Caecilius comprara la finca, y Fulvia, dos años después.

—¿Eran parientes vuestros? —preguntó el mayordomo.

Tarquinius adoptó una expresión de indiferencia.

—Eran tíos míos.

Apuró el vaso y el otro se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Al final Fulvia no servía para gran cosa. Pobre mujer. Algunos la habrían puesto de patitas en la calle, pero Caecilius no es de ésos. «Ha trabajado aquí mucho tiempo —dijo—, y tampoco es que coma mucho.»

—Le doy las gracias —dijo Tarquinius, realmente conmovido—. Me gustaría presentarle mis respetos.

—Debería estar de vuelta al atardecer —dijo el mayordomo—. Podréis decírselo mientras cenáis.

—Excelente. —Tarquinius sonrió—. ¿Alguien sabe dónde están enterrados mis parientes? —preguntó como de pasada—. Estaría bien visitar las tumbas.

El mayordomo se quedó pensativo unos instantes.

—El vílico es quien tiene más posibilidades de saberlo —repuso—. Ha pasado aquí casi treinta años.

Tarquinius disimuló la sorpresa.

—Se llama Dexter —dijo el otro—. Otro ex soldado. Según muchos, una caricatura de lo que fue; pero sigue siendo capaz de mantener a raya a los esclavos. Lo encontraréis en el patio o en los campos que rodean la casa.

El arúspice le dio las gracias con un murmullo y fue en busca de Dexter: el hombre que le había avisado de los planes que Caelius tenía para Olenus. Encontró al vílico cojeando arriba y abajo del extremo de un campo grande, vociferando órdenes a los esclavos que arrancaban del trigo malas hierbas de un palmo de alto. Seguía resultando una figura imponente. Las heridas que había sufrido en las legiones lo hacían ir más lento, pero tenía la espalda recta y los ojos brillantes.

Tarquinius se dio cuenta de que lo estaba repasando con la mirada en cuanto apareció. Le daba igual. El único delito que había cometido al desaparecer había sido incumplir las condiciones de su trabajo a largo plazo. Algo poco relevante un cuarto de siglo más tarde.

—Hola —saludó—. El mayordomo me ha dicho que te encontraría por aquí fuera.

Dexter gruñó de enfado.

—¿Eres amigo suyo?

—No —respondió el arúspice—. Me crié en esta zona.

El vílico se lo quedó mirando con el ceño fruncido.

Tarquinius esperó pues sentía curiosidad por ver si Dexter le reconocía.

—No te recuerdo —reconoció—. Pero tenemos más o menos la misma edad.

—Soy más joven —corrigió el arúspice. El pelo encanecido y las cicatrices siempre le hacían aparentar más edad—. Me llamo Tarquinius.

Al final, una mirada de reconocimiento cruzó el rostro de Dexter.

—Por Marte que está en los cielos —dijo con un suspiro—. No pensé que volvería a verte. Me debes un poco de carne fresca, ¿verdad?

Tarquinius no pudo evitar sonreír.

—Tienes buena memoria.

—Algunas cosas todavía me funcionan —respondió el vílico con el ceño fruncido. Lanzó una breve mirada a los esclavos para comprobar que trabajaban como era debido—. ¿Por qué huiste y dejaste al viejo después de que te advirtiera?

Tarquinius exhaló un suspiro.

—Él lo quiso así.

A Dexter no le sorprendió.

—No te consideraba un cobarde. —Adoptó una expresión astuta—. ¿Qué hiciste con sus pertenencias?

Tarquinius se había preparado para aquella pregunta y se mantuvo impasible. En muchas ocasiones, Caelius había hecho partícipe de sus planes al vílico, su capataz. Había traicionado a Olenus para robarle la espada de Tarquino, el último rey etrusco de Roma, y el hígado de bronce, un ejemplar para que los arúspices aprendieran su arte.

—¿Craso se llevó una decepción? —preguntó en vez de responder—. Resulta que su ayuda le habría ido bien.

—Malditos ojos los tuyos —gruñó Dexter—. ¿Qué pasó con las cosas?

—Cuando llegué arriba, ya no estaban —dijo Tarquinius con tristeza—. Olenus no quiso decirme dónde encontrarlas.

Se miraron el uno al otro sin mediar palabra.

El vílico fue el primero que apartó la mirada, desconcertado por los pozos negros y sin fondo que Tarquinius tenía por ojos.

—Ahora da igual —masculló con inquietud—. Tanto Caelius como Craso hace mucho que están muertos.

—Es cierto —repuso el arúspice—. Deben de estar en el sitio que se merecen.

Intercambiaron otra larga mirada.

Dexter rompió el silencio.

—¿Qué te trae por aquí?

—Me gustaría visitar la tumba de mis padres. El mayordomo me dijo que te preguntara dónde están.

Dexter tosió nervioso.

—Los trabajadores sólo tienen un indicador de madera. Después de tanto tiempo ya no suele quedar nada.

—De todos modos, pensé que quizá recuerdes dónde los enterraron —dijo Tarquinius con voz melosa.

—Quizá.

Tarquinius se hizo a un lado y dejó abierto el paso del camino de vuelta a la villa y el cementerio que había más allá.

Inquieto, Dexter vociferó una orden a los esclavos y luego tomó el camino que ascendía por la colina. Al llegar al cuadrángulo improvisado que servía de cementerio para esclavos y trabajadores, Tarquinius se llevó una grata sorpresa cuando el vílico lo acompañó directamente a un lugar orientado hacia Falerii. Probablemente no había sido una decisión deliberada de quienes habían cavado las tumbas; de todos modos, eso le satisfizo.

—Aquí. —Dexter señaló con la puntera de una de sus viejas
caligae
—. Los enterraron en el mismo agujero.

Lo hicieron para ahorrar espacio, pero Tarquinius seguía estando agradecido por lo que le parecía un pequeño gesto por parte de los dioses. Miró el pequeño trozo de tierra sin marcar y recordó a sus padres tal como eran en su juventud en la granja familiar. Sonrientes, vitales y orgullosos. Así era como quería recordarlos. Se entristeció al pensar en su muerte y en que no los había vuelto a ver con vida. Cerró los ojos y dejó que las imágenes le llenaran la cabeza durante un buen rato.

Dexter desplazaba inquieto el peso de un pie a otro, triste y sin saber muy bien qué decir.

Tarquinius pensó que sin duda sentiría el mismo pesar cuando subiera a la cueva y visitara el lugar donde estaba enterrado Olenus. ¿De qué había servido todo aquello?, se planteó con aire de cansancio. Después de tanto deambular, seguía siendo el último arúspice. Había averiguado muy poco sobre los etruscos. Había transmitido parte del conocimiento que Olenus le había inculcado a Romulus, pero si los dioses no despejaban el camino para que se reencontrasen y reconciliaran, todo habría sido en vano.

«No, no en vano —pensó Tarquinius, uniendo los retazos de su pensamiento. Tinia y Mitra sabían lo que se hacían y su voluntad era divina—. No me incumbe ponerlos en entredicho y ellos no me han olvidado. En Roma me necesitan. ¿Por qué, si no, me he visto arrastrado hasta el Lupanar? Fabiola parece estar a salvo, pero el peligro sin especificar y la tormenta sobre la ciudad deben de significar algo. Con un poco de suerte, en la cueva recibiré una señal.»

Con esta idea bien presente en la cabeza, el arúspice alzó la mirada hacia la ladera de la montaña. Si se daba prisa, tendría tiempo para visitarla y regresar sin problemas antes de que oscureciera. Luego, después de cenar con Caecilius, podía salir a hurtadillas para comprobar que la espada y el hígado seguían en el olivar donde los había enterrado.

Fue como si Dexter le leyera el pensamiento.

—Sabes perfectamente dónde están esos artilugios —farfulló de repente.

Tarquinius acarició la empuñadura del
gladius
con los dedos.

—Aunque lo supiera, ¿a quién se lo dirías?

Se observaron el uno al otro en silencio. Dexter había sido el azote de todos los esclavos de la finca durante años y había matado a hombres a palos en muchas ocasiones. La última vez que había visto a Tarquinius no le habría costado demasiado hacerlo. Ahora, el etrusco melenudo irradiaba un aire de seguridad mortífera. Era más que eso, pensó el vílico. El otro tenía algo en la mirada que parecía sacado del mismo Hades. Era como si Tarquinius le mirara el alma y le juzgase.

De repente, Dexter se sintió viejo y derrotado.

—A nadie —susurró.

El arúspice lo rozó al pasar de largo con una breve sonrisa de satisfacción.

Había llegado el momento de honrar a Olenus y, por enésima vez, pedirle orientación.

18 Padre e hijo

—¡Romulus!

Giró la cabeza para ver de dónde provenía la voz de Sabinus. Por increíble que pareciera, su compañero estaba a lomos de un caballo más allá del numidio más próximo. Romulus no tenía ni idea de cómo había llegado allí, pero nunca había estado tan contento. Apuñaló a otro jinete y consiguió quitar de en medio una montura tras otra. La última lanza de Sabinus abatió a otro guerrero y sembró el terror entre las filas enemigas. Había tantos númidas furiosos intentando ir a por Romulus que reinaba un caos absoluto; pese a ello, en cuestión de cuatro o cinco segundos se situó al lado de Sabinus. Espoleado por la adrenalina pura, se cogió al brazo que le tendía el legionario y se colocó de un salto detrás de él.

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