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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

Camino a Roma (3 page)

BOOK: Camino a Roma
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—¡César! —bramó un veterano de pelo entrecano—. ¡César!

Todos se sumaron al grito, incluso Romulus.

Tarquinius también gritó.

César dejó que sus hombres le aclamaran durante unos instantes y luego les instó otra vez a dirigirse hacia los trirremes.

Casi lo consiguieron. Intimidadas por el contraataque de los romanos y las palabras audaces de César, las tropas egipcias dejaron de avanzar durante veinte segundos. El extremo del muelle pronto estuvo a tiro de piedra. Guiados por marineros, más centenares de legionarios habían embarcado y varios barcos bajos habían zarpado del puerto. Las tres bancadas de cada uno de ellos se hundían en el agua, desplazándolos hacia aguas más profundas. Al final, enfurecidos porque el adversario escapaba, los oficiales enemigos actuaron. Exhortando a sus hombres a que acabaran lo que habían empezado, avanzaron seguidos de una masa de soldados descontentos que amenazaban con una sola cosa: aniquilación.

—¡Desplegaos! —ordenó César—. Formad una fila delante de los trirremes.

Los hombres se aprestaron a obedecer.

Todo era demasiado lento, pensó Romulus con cierto terror. Las maniobras de ese tipo no podían hacerse bien con la hueste enemiga cercándolos a treinta pasos de distancia.

Tarquinius alzó la mirada al cielo estrellado en busca de alguna señal. ¿En qué dirección soplaba el viento? ¿Iba a cambiar? Necesitaba saberlo, pero no disponía de más tiempo.

Al cabo de un instante, los egipcios les alcanzaron. Atacar a una fuerza que estaba a punto de retirarse era una de las mejores formas de ganar una batalla, y lo intuyeron rápidamente. Las lanzas salieron disparadas y dieron el sangriento beso de la muerte a los legionarios que se giraban para correr. Los
gladii
que empuñaban los antiguos soldados de Gabinius atravesaron las anillas mermadas de la cota de malla o las vulnerables axilas; les arrancaron los escudos de las manos. Los cascos de bronce acabaron convertidos en piezas de metal torcido, y los hombres, con el cráneo abierto. Por encima de sus cabezas se oía el silbido de cientos de flechas y de las piedras lanzadas. A Romulus se le encogió el corazón al ver los pedruscos letales. Cuando estuvieran al alcance de los honderos enemigos, el número de bajas aumentaría de forma espectacular.

En esos momentos, el temor deformaba las facciones de la mayoría de los legionarios. Otros lanzaban miradas aterrorizadas al cielo y rezaban en voz alta. Los gritos de guerra de César eran inútiles. Básicamente, no bastaban para contener a los egipcios. La lucha se convirtió en un esfuerzo desesperado por no doblegarse del todo. De todos modos, Romulus seguía dando estocadas y provocando cortes aquí y allá, aguantando el tipo. Con una agilidad poco propia de su edad, Tarquinius hacía lo mismo. El soldado que se había colocado a la izquierda de Romulus también era un luchador avezado. Juntos formaban un trío demoledor, aunque de poco servía dada la gravedad de la situación.

A medida que las líneas romanas retrocedían, más hombres morían, lo cual debilitaba el muro de escudos. Al final éste se desintegró, y los nubios hicieron mella en el enemigo. Los centuriones, con sus capas rojas y petos característicos dorados, fueron el primer objetivo, de manera que sus muertes desanimaron aún más a los soldados. Pese a los denodados esfuerzos de César, la batalla enseguida se convertiría en una derrota aplastante. Al intuirlo, el general se retiró hacia el muelle. El temor enseguida embargó a sus cohortes. Algunos hombres eran derribados y pisoteados mientras sus camaradas corrían hacia la supuesta seguridad ofrecida por los trirremes. Otros caían al agua oscura desde el muelle, y el peso de la armadura los hundía en un abrir y cerrar de ojos.

—¡No lo conseguiremos! —gritó Tarquinius.

Romulus miró por encima del hombro. Sólo se podía subir a bordo de un determinado número de barcos a la vez y, teniendo en cuenta que los legionarios amedrentados no estaban dispuestos a esperar, los que más cerca estaban corrían el peligro de llevar sobrecarga.

—¡Imbéciles! —dijo—. Se hundirán. —No quiso dejarse vencer por el pánico—. ¿Qué podemos hacer?

—Nadar —repuso el arúspice—. Al Pharos.

Romulus se estremeció al recordar otra ocasión en la que habían huido a nado. Entonces Brennus se había quedado rezagado a orillas del río Hidaspo y había muerto solo. Él nunca había llegado a despojarse de la vergüenza de haber abandonado a su amigo, pero se obligó a ser práctico. Aquello había ocurrido en el pasado, y esto era el presente, pensó.

—¿Vienes? —preguntó al legionario que tenía a su izquierda.

Se produjo un asentimiento seco.

Como si fueran uno, se abrieron paso a empujones entre los soldados confundidos y aterrorizados que los rodeaban. En la confusión reinante, resultaba bastante fácil escapar de la maltrecha formación romana y dirigirse hacia la orilla. Tuvieron que avanzar con sumo cuidado. Resbaladizas por la sangre, las grandes losas de piedra estaban repletas de pedazos de cuerpos y equipamiento desechado. En cuanto dejaron atrás los almacenes en llamas, el trío avanzó en la penumbra. Por suerte, la zona estaba vacía. La lucha se había confinado a la zona de los trirremes, y a los comandantes egipcios no se les había ocurrido enviar soldados al oeste por el muelle para evitar huidas.

Su descuido poco importaba, pensó Romulus, volviendo la vista atrás hacia la matanza. El pánico desbocado había sustituido a la valentía anterior en los hombres de César. Desacatando las órdenes de sus oficiales, luchaban para huir. Señaló al segundo trirreme en el muelle.

—Ése va a hundirse.

El legionario se llevó una mano a los ojos y soltó un juramento.

—¡César va en él! —exclamó—. ¡Ojalá los putos egipcios acaben condenados en el Hades!

Romulus entrecerró los ojos hacia la luz, y por fin vio al general entre el gentío. A pesar de los gritos del trierarca —el capitán— y sus marinos, cada vez subían más soldados a bordo.

—¿Quién nos dirigirá si naufraga? —exclamó su compañero.

—Ya te preocuparás de él más tarde. Antes tenemos que asegurarnos de sobrevivir —replicó con sequedad Romulus, que se lo quitó todo excepto la andrajosa túnica militar. Enseguida volvió a ceñirse el cinturón, conservando así el
gladius
envainado y el
pugio
, el puñal que hacía las veces de arma y utensilio.

Tarquinius hizo lo mismo.

El legionario miró al uno y luego al otro. Acto seguido, mascullando imprecaciones terribles, los imitó.

—No soy muy buen nadador que digamos —confesó.

Romulus sonrió.

—Puedes agarrarte a mí.

—Un hombre tiene que saber cómo se llama quien va a salvarle el pellejo. Yo me llamo Faventius Petronius —dijo, tendiéndole el brazo derecho.

—Romulus. —Se sujetaron por el antebrazo—. Él se llama Tarquinius.

No había tiempo para más formalidades. Romulus se tiró al agua de pie y el arúspice fue detrás. Petronius se encogió de hombros y lo siguió. Estaban tan lejos de la batalla que los tres chapuzones pasaron inadvertidos. Entonces Tarquinius avanzó en diagonal hacia el puerto. Necesitaban un poco de luz para ver por dónde iban, pero tenían que mantenerse lo bastante alejados para evitar los proyectiles enemigos. Romulus, que llevaba a Petronius agarrado como una lapa, iba el último.

«Ojalá pudiera alcanzar el barco de Fabiola», pensó. No obstante, hacía rato que había sido engullido por la noche, seguramente rumbo a Italia. El mismo destino que llevaba tanto tiempo intentando alcanzar. A pesar de lo apurado de su situación, Romulus no se daba por vencido. Tarquinius le había predicho una y otra vez que regresaría a Roma. Aquel sueño era el que le hacía seguir nadando. En cada brazada, Romulus se imaginaba llegando a casa y reencontrándose con Fabiola. Sería como alcanzar el Elíseo. Después tenía asuntos pendientes que atender. Según Tarquinius, su madre hacía ya tiempo que había muerto, pero aún tenía que ser vengada. La forma de hacerlo era matando al comerciante Gemellus, su anterior amo.

Una serie de chapoteos, acompañados de gritos y chillidos, devolvió a Romulus al presente. Montones de legionarios saltaban del trirreme más alejado, que se iba a pique bajo el peso de tantos hombres. Su suerte en el agua no fue mejor que a bordo. La mayoría fueron arrastrados al fondo por la armadura, mientras que los que sabían nadar fueron alcanzados por los honderos y arqueros enemigos que ya se habían apostado en el Heptastadion.

Romulus hizo una mueca en vista de la delicada situación, pero poco podía hacer él.

Petronius tenía la mirada clavada en el drama que se desarrollaba ante ellos. Al cabo de un instante, se sujetó con más fuerza.

—Tranquilo —espetó Romulus—. ¿Piensas estrangularme?

—Lo siento —se disculpó Petronius, soltándose un poco—. Pero ¡mira! ¡César está a punto de saltar del barco!

Romulus giró la cabeza. Distinguió la silueta ágil que había animado a los legionarios con anterioridad, iluminada desde atrás por el resplandor procedente de la zona oriental del puerto. Ya no intentaba controlar a sus hombres. César también se veía obligado a huir. Se despojó del casco con el penacho transversal, de la capa roja y luego del peto dorado. César, que se hallaba rodeado de un grupo de legionarios, esperó a que estuvieran todos listos. Entonces, agarrando un puñado de pergaminos, saltó al mar desde la barandilla lateral. Sus hombres se arrojaron al mar con él y enviaron chorros de agua al aire. Con el debido cordón de protección, César empezó a nadar hacia el Pharos, la mano levantada para evitar que los pergaminos se mojaran.

—¡Por Mitra!, tiene un par de huevos —comentó Romulus.

Petronius se rio por lo bajo.

—César no le teme a nada.

Una lluvia de flechas y piedras salpicó cerca, lo cual les recordó que no era bueno que se entretuvieran allí. Si bien la mayoría de los soldados egipcios seguían atacando a las cohortes que se habían quedado en el muelle, otros corrían hacia el Heptastadion. Desde allí podían enviar ráfagas a los legionarios que estaban en el agua sin posibilidad de contraataque.

A Romulus le aterraba la puntería de los honderos. La luz que se reflejaba en la plácida superficie del puerto no era demasiado brillante. Dado que se encontraban por debajo del nivel de los muelles, oscurecidos hasta cierto punto por el Heptastadion, había pensado que su viaje sería relativamente seguro. Pero no. Los honderos, que colocaban en sus armas piedras la mitad de grandes que los huevos de gallina, las hacían girar vertiginosamente alrededor de su cabeza una o dos veces antes de lanzarlas. Tal vez transcurrían dos o tres segundos entre la primera y la segunda ráfagas. Una tercera y una cuarta les seguían rápidamente. El aire enseguida se llenó de proyectiles; al caer formaban chorros y salpicaduras de agua. Romulus vio que numerosos legionarios recibían pedradas en la cabeza. Se estremeció al oír los últimos impactos. O mataban en el acto o dejaban inconsciente a la víctima, que luego se ahogaba. Eso si una flecha no les atravesaba antes la mejilla o el ojo.

Los honderos y arqueros enemigos pronto necesitaron más objetivos. Gracias a la decisión de nadar mar adentro, el grupo de César seguía intacto, como ellos. Sin embargo, esa situación no iba a durar. Como en el Heptastadion no había tropas de César, los egipcios podían perseguirlos en paralelo, lanzándoles ráfagas de muerte con impunidad.

—¡Más rápido! —instó Tarquinius.

¡Chof, chof, chof! Un torrente de proyectiles y piedras cayó en el agua, ni a veinte pasos de distancia, por lo que a Romulus se le aceleró el pulso. En la nuca notaba la respiración de Petronius, cada vez más entrecortada. Los habían visto. Aceleró el ritmo de las brazadas intentando no mirar de lado.

—Esos honderos son capaces de alcanzar una paja a seiscientos pasos de distancia —masculló Petronius.

Las piedras caían cada vez más cerca. Romulus no pudo evitar mirar las siluetas bien delineadas de los enemigos, que volvían a cargar las hondas. Las risas resonaban en el ambiente cuando las tiras de cuero giraban de forma hipnótica alrededor de sus cabezas antes de volver a lanzar.

Afortunadamente, la isla por fin iba acercándose. César había aparecido en la costa y ya estaba vociferando órdenes, guiando a sus hombres para que defendieran su extremo del Heptastadion. Romulus exhaló un ligero suspiro de alivio. La seguridad resultaba cautivadora y, sin duda, habría un respiro en cuanto hicieran retroceder a los egipcios. Cuando eso ocurriera, obligaría a Tarquinius a contarle con pelos y señales la pelea acaecida en el exterior del burdel.

El arúspice, que seguía llevándoles la delantera, se giró para decir algo. Clavó su mirada en la de Romulus, con expresión dura y resuelta. A Tarquinius la voz se le quedó ahogada en la garganta, y ambos se limitaron a mirarse entre sí. El intercambio silencioso hablaba por sí solo y desencadenó una serie de sentimientos encontrados en el corazón de Romulus. «Le debo mucho —pensó—, pero por su culpa tuve que huir de Roma. De no ser por él, habría llevado otra vida.» Al recordar la sencilla espada de madera propiedad de Cotta, su ex entrenador del
ludus
, Romulus frunció el ceño. «A estas alturas, un
rudis
como aquél podría ser mío.»

Tarquinius se levantó. Había llegado al bajío.

Los honderos lanzaron gritos de frustración. Volvieron a cargar las armas y redoblaron esfuerzos para abatir al trío. Las piedras lanzadas de manera precipitada repiquetearon detrás de ellos sin causar daños.

Romulus pisó con las
caligae
y notó cómo sus pies chapoteaban en el barro. Petronius exhaló un gran suspiro de alivio. Dos brazadas más y él también haría pie. El veterano se soltó de Romulus y le dio una palmada en la espalda.

—Gracias, muchacho. Te debo una.

Romulus señaló la tropa de egipcios, que se agrupaba para realizar un ataque frontal completo a lo largo del Heptastadion.

—Tendrás un montón de oportunidades de devolverme el favor.

—¡Venid aquí! —gritó un centurión en ese preciso instante—. Todas las espadas cuentan.

—Mejor que le obedezcamos —aconsejó Tarquinius.

Fueron las últimas palabras que pronunciaría.

Con un zumbido hipnótico, una roca cortó el aire que había entre Romulus y Petronius. Dio de lleno en el lado izquierdo de la cara de Tarquinius y, por el sonido, quedó claro que le había roto el pómulo. Abrió la boca en un grito silencioso de agonía, giró la cabeza hacia un lado por la fuerza del impacto y cayó de espaldas al agua, que le llegaba a la cintura. Medio inconsciente como estaba, se hundió de inmediato.

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