—Métete en casa —gritó Romulus enfurecido—. ¡O te castro a ti también!
El vecino se esfumó, aterrado por la amenaza de Romulus. En Roma pasaban cosas como ésa todos los días, y las autoridades no se molestaban en emplear a una fuerza para mantener el orden. ¿Quién era él para intervenir?
Romulus se puso a abrir de un corte la parte inferior de la túnica de Gemellus. Cual pedazo de carne en el tajo, el comerciante no hizo nada para impedírselo. Los movimientos de su pecho y los lastimeros sollozos eran lo único que indicaba que no se trataba de un trozo de ternera o cerdo. Le quitó el apestoso
licium
húmedo —la ropa interior— y dejó al descubierto sus partes sucias y marchitas. Romulus se echó a reír al verlo.
—No tienes mucho que perder, ¿eh? —se mofó—. Pero seguro que duele igual. —Se inclinó hacia delante, sujetó la bolsa encogida que le colgaba y tiró de ella para que el corte resultara más fácil.
Gemellus abrió la boca y empezó a gemir de nuevo.
Romulus tenía el
pugio
a escasos milímetros de distancia cuando algo hizo que se detuviera. Giró la cabeza y vio que el golfillo lo observaba con una expresión de terror absoluto. Se miraron a los ojos y Romulus se acordó de cuando él tenía su edad y veía cómo robaban y agredían a la gente en las calles de Roma. De repente, notó que entraba en razón y lo embargó una oleada de vergüenza. «¿Qué estoy haciendo? —pensó Romulus, mirando asqueado la carne flácida de Gemellus—. ¿Torturando a un anciano bajo la mirada de un niño? ¿En qué me he convertido?»
Romulus se limpió el puñal en la túnica de Gemellus y se levantó.
—No vale la pena —dijo, respirando pesadamente—. Vivir en este sitio de mierda es castigo suficiente.
Gemellus no respondió. Alternando las manos entre la mejilla sangrante y sus partes al aire, se quedó quieto mientras Romulus envainaba el
pugio.
—Vamos —dijo Romulus al golfillo, que se sintió aliviado—. Ya es hora de encontrar esa taberna y pagarte.
El muchacho resucitó al oír hablar de dinero.
—¿Tienes hambre? —preguntó Romulus, acompañándolo hasta la calle.
El chico asintió con fuerza.
—¿Sabes qué? —dijo Romulus, ansioso por demostrar que no era un matón de tres al cuarto—. Me has sido de gran ayuda. Te daré también algo de comida, además de los diez
sestertii
, ¿vale?
El golfillo desplegó una sonrisa radiante.
—Gracias, señor.
Romulus sonrió y le alborotó el pelo. Las comidas decentes también habían escaseado en su infancia.
Su pequeño guía le dedicó una sonrisa vacilante a cambio, pero la expresión le cambió enseguida al asustarse.
—¡Cuidado! —exclamó.
Cuando Romulus se disponía a volverse, ya era demasiado tarde. Algo pesado lo golpeó en la nuca y vio las estrellas. Le fallaron las rodillas y cayó al suelo, desde donde vio a Gemellus justo detrás de él. El comerciante seguía medio desnudo y con el rostro ensangrentado, y sostenía un enorme cascote en la mano.
—¡Cabroncete! —espetó—. Tenía que haberte crucificado al lado del nubio.
Despatarrado en el terreno tosco, Romulus intentó darse la vuelta o sacar el puñal, pero no podía. Se había quedado sin fuerzas y estaba a punto de perder el conocimiento. Cerró los ojos y sintió un gran alivio. Apenas era consciente de que el golfillo se había abalanzado sobre Gemellus gritándole que parara; sin embargo, el deslenguado comerciante lo apartó y se quedó tan tranquilo. Cuando el muchacho volvió a intentarlo, Gemellus le dio una bofetada con el dorso de la mano. El golfillo se dio por vencido y se puso a llorar. Al cabo de un rato, Romulus notó que alguien se cernía sobre él. Se colocó boca arriba a duras penas.
Gemellus alzó el cascote con expresión lasciva y triunfante.
—No sabes lo mucho que voy a disfrutar machacándote la cabeza —declaró. La sangre de las heridas le goteaba en la túnica a Romulus—. Lástima que tu hermana no esté aquí para mirar. Así podría follármela después.
Una rabia impotente embargó a Romulus al oír el insulto, pero no podía reaccionar. Se sentía como si le hubieran clavado infinidad de agujas en la nuca y veía doble. Alzó una mano con torpeza, pero parecía pertenecer a otra persona, al igual que el resto de sus extremidades. Incapaz de hacer nada más, Romulus se dejó caer otra vez. «Después de todo lo que he pasado —pensó con aire cansino—, voy a morir así. No tenía que haber pedido a Juba que me enseñara a manejar la espada.» Por lo menos, él seguiría con vida. El remordimiento que Romulus sentía por la muerte de su amigo le provocó una resignación absoluta. Observó pasivamente cómo Gemellus se disponía a golpearle con todas sus fuerzas.
Es mi castigo, pensó.
Sin embargo, en vez de machacarle la cabeza a Romulus como un huevo podrido, Gemellus se desplomó encima de él. El cascote cayó de entre sus dedos flojos con estruendo y él se quedó inerte. Confundido, Romulus se quedó ahí estirado durante un buen rato. Gemellus no volvió a moverse, por lo que al final Romulus intentó incorporarse. No era capaz de sacarse de encima el peso muerto del comerciante con los dedos débiles. Los esfuerzos del golfillo para tirar de él tampoco sirvieron de nada. Romulus cerró los ojos. De todos modos, lo único que quería era dormir.
Al cabo de un momento se oyó una voz sonora y profunda junto con la voz de pito del muchacho.
—Deja que te ayude.
Le resultaba familiar, pero Romulus no sabía por qué. Notó que el cuerpo de Gemellus se apartaba de él rodando. Se sorprendió al ver que el comerciante tenía la túnica empapada de sangre por la espalda. Desde el centro del círculo rojo le sobresalía el mango de hueso de un cuchillo. Si Gemellus no estaba muerto todavía, pronto lo estaría. Romulus notó un ligero alivio, en parte porque su ex amo había recibido su merecido y en parte porque no era él quien había hecho el trabajo sucio.
—Por todos los dioses, si eres tú —dijo la voz—. ¡Los dos corríais peligro!
Romulus alzó la vista. Flanqueado por el golfillo, Tarquinius se había inclinado encima de él. Se llevó una sorpresa mayúscula que sus sentidos abotargados intentaron asimilar.
—¿Qué estás haciendo aquí? —masculló con la lengua pesada.
Como de costumbre, el arúspice no respondió. Giró la cabeza de Romulus lentamente para inspeccionarle la herida y palpó por entre la maraña de pelo ensangrentado con dedos expertos.
La zona irradió un dolor agónico.
—¡Por Júpiter, cómo duele! —protestó Romulus.
—No te muevas.
Obedeció y aprovechó la oportunidad para centrarse en el arúspice, que iba enfundado en una capa. Aparte de la mejilla hundida y unas cuantas canas más, su amigo apenas había cambiado. «Sí —pensó Romulus, satisfecho ante su reacción instintiva—. Eso es precisamente: mi amigo. Le perdono lo que hizo.» Enseguida se sintió más ligero y sus labios esbozaron una sonrisa de satisfacción.
—¿Este cuchillo es tuyo?
El arúspice asintió.
—Gracias —musitó Romulus.
—Tenía mucha prisa. Vete a saber por qué miré por este callejón —reconoció Tarquinius, presionando el cráneo de Romulus en distintos puntos—. Doy gracias a todos los dioses por haber mirado.
—Me alegro de verte.
Tarquinius se paró un momento a mirarlo.
—¿Estás seguro?
Romulus asintió, aunque enseguida se arrepintió. Tenía la cabeza como el tambor de la cubierta de remos de un trirreme.
—Sí —susurró—. Te he echado de menos.
—Lo mismo digo. —El arúspice sonrió y pareció rejuvenecer. Se limpió los dedos ensangrentados en la tosca túnica—. La verdad es que Mitra y Fortuna te sonríen hoy. Creo que no te has roto nada. Con un día de descanso te bastará.
Las preguntas sin respuesta que Romulus guardaba desde hacía una eternidad empezaron a aflorar.
—¿Por qué desapareciste en Alejandría? ¿Quién cuidó de ti? —preguntó—. ¿Dónde has estado desde entonces?
—Más tarde —repuso Tarquinius con expresión preocupada. Se levantó.
—¿Te ves en condiciones de quedarte un rato solo? Este muchacho puede acompañarte al campamento.
Era muy raro ver preocupación en el rostro del arúspice.
—¿Qué ocurre? —preguntó Romulus—. ¿No puede esperar?
—No quería que te preocuparas —masculló Tarquinius—. Hay problemas en el Lupanar.
Sorprendido por el conocimiento del arúspice, Romulus se encogió de hombros.
—Ya lo sé. Casi me he visto involucrado. De todos modos, ¿qué más da? No es más que una banda de matones contra otra.
—Es mucho más que eso —repuso Tarquinius con voz queda.
Romulus se quedó mirándolo sin comprender.
—Fabiola regenta el Lupanar.
Le entraron ganas de abrazar al arúspice. ¿Ella estaba allí? ¿Había encontrado a su hermana?
—¿Estás seguro?
—Sí —replicó Tarquinius—. Está dentro, y los rufianes que atacan el establecimiento no pararán hasta matarla.
Romulus se quedó horrorizado.
—¿Cómo lo sabes?
—Les he oído hablar cuando han aparecido en la calle.
Romulus soltó una maldición. Ojalá hubiera llegado allí antes que los matones. Por lo menos entonces estaría allí dentro y podría defender el burdel. Se estrujó el cerebro para recordar a quién había visto en la calle. No había visto a nadie aparte de los matones, pero de todos modos Tarquinius era experto en pasar inadvertido.
—¿Qué estabas haciendo ahí?
Romulus tampoco había visto nunca al arúspice azorado.
—Vigilando a Fabiola.
—¿Por qué?
Entonces el rostro de Tarquinius dejó entrever vergüenza.
—Intentaba encontrarle el sentido a un sueño y compensar lo que te hice.
Romulus se puso en pie como pudo y le dio un fuerte abrazo.
—Gracias.
Reacio siempre al contacto físico, Tarquinius le dio una palmadita incómoda.
—No es momento para cumplidos —dijo.
Romulus retrocedió.
—¿Cuántos hijos de puta hay ahí?
—He contado veinte por lo menos, pero estaban llegando más.
Romulus pensó enseguida en sus compañeros. Una docena de legionarios veteranos sería equiparable a más del doble de esa bazofia. Entonces recordó que sus amigos iban vestidos de paisano y no llevaban espada. Además, a esas horas probablemente estuvieran todos borrachos. Sintió una oleada de pánico.
—¿Qué deberíamos hacer?
—Iba a ir a buscar ayuda —reveló Tarquinius—. Conozco a unos cuantos ex soldados que viven cerca de aquí. Seguidores de Mitra. No le tienen ningún aprecio a la chusma.
—Tráelos lo más rápido posible —dijo Romulus. Le hizo una seña al golfillo—. ¿Puedes llevarme otra vez al Lupanar? Te daré quince
sestertii.
El muchacho dio saltos de emoción.
—Por supuesto.
Tarquinius frunció el ceño.
—No estás en condiciones de pelear.
—Mi hermana me necesita —repuso Romulus con fiereza—. Ni Cerbero en persona me impediría hacer lo que esté en mi mano.
El arúspice no replicó. Se quitó la capa y se descolgó el hacha doble. La tenue luz del callejón ni siquiera apagaba el brillo de las cuchillas engrasadas.
—Toma esto.
—Gracias. —Romulus sujetó el mango gastado y extrajo fuerza de su solidez. Si era necesario, podía utilizarla como muleta camino del Lupanar.
Se cernieron sobre el cuerpo de Gemellus y se miraron el uno al otro durante un buen rato. ¡Tenían tanto que decirse!
—Vete —ordenó el arúspice—. Los muros del burdel son gruesos, pero han traído escaleras.
Romulus cerró los ojos e imaginó las consecuencias de que los matones cayeran por sorpresa desde el tejado.
—Que los dioses te otorguen velocidad. —Dejó que el golfillo fuera en cabeza y se dirigieron al Lupanar.
Tarquinius se marchó rápidamente en la dirección contraria, deseando con todas sus fuerzas que el retraso no hubiera costado demasiado caro a Fabiola.
Contándola a ella, a Fabiola le quedaban dieciséis personas capaces de pelear, pero sólo diez eran hombres contratados. El resto eran esclavos del servicio doméstico que, para entonces, estaban aterrados. Los demás no estaban tan afectados, aunque Fabiola no tenía ni idea de cómo iban a pelear cuando quedara claro que la derrota —y la muerte— eran inminentes. Les dio una charla preparatoria en la que prometió más dinero a los guardas y la manumisión a los esclavos si luchaban bien. Aquello pareció levantar los ánimos de todos. Fabiola no tenía tiempo para más. Los ruidos procedentes de la parte superior indicaban que los matones de Scaevola ya estaban en el tejado. No tardarían demasiado en levantar las tejas de arcilla roja y entrar.
Fabiola ordenó a sus hombres que reunieran a las prostitutas y las llevaran al patio, lleno de frutales y con una fuente. Cerraron con llave todas las puertas al pasar, cualquier cosa con tal de ralentizar el avance de los agresores. En el patio abierto, apostó a tres gladiadores junto a una salida y a los dos porteros en la otra. Cuando contó rápidamente a las mujeres aterradas que no paraban de sollozar se dio cuenta de que faltaba una: Jovina. Antes de que Vettius o Benignus tuvieran tiempo de poner objeciones, Fabiola recorrió el pasillo poco iluminado a toda prisa. Aunque sentía poco aprecio por la vieja madama, consideraba que tenía la obligación de protegerla. Encontró a Jovina junto al escritorio de la recepción, con expresión sombría y con un puñal preparado.
—Ven al patio —instó Fabiola—. Es el mejor sitio para defenderse.
—Yo me quedo aquí —repuso Jovina, apretando la mandíbula. Además de las joyas que solía lucir y una gruesa capa de maquillaje, llevaba su mejor vestido. Parecía un gorrión diminuto decidido a defender su nido—. Aquí es donde he pasado más de la mitad de mi vida y ninguna rata de alcantarilla va a hacerme huir.
—Por favor —suplicó Fabiola—. Te matarán.
Jovina se rio con complicidad.
—¿Y ahí fuera no?
Fabiola no tenía respuesta para eso.
—¡Márchate! —le ordenó Jovina, intercambiando posiciones—. Muere con Benignus y Vettius. Son tus hombres, lo han sido desde el día en que te ganaste su favor. Asegúrate de que uno de ellos acaba contigo antes de que el bruto de Scaevola te ponga las manos encima.
Fabiola asintió. Curiosamente, se le empañaron los ojos de lágrimas.
—Tal vez volvamos a encontrarnos —susurró.
—Lo dudo —dijo con una risotada la vieja madama, con lo que pareció estar mucho más viva que en los últimos meses—. Después de todo lo que he hecho, el Hades es el único sitio que me espera.