Vettius apartó educadamente a Fabiola a un lado. Condujo a tres hombres al exterior y despachó al primer rufián con una estocada en el pecho. Por desgracia, el segundo consiguió herir de gravedad a uno de los compañeros del portero antes de que un gladiador le cercenara la cabeza desde atrás.
La tregua fue momentánea. Benignus se ocupó de una herida superficial que tenía en el pecho y un
secutor
fue abatido. Con un rugido sanguinario, los matones atacaron incluso con más fuerza, blandiendo las armas con avidez como un sinfín de lenguas de serpiente. Fabiola se dio cuenta de que, si no hacía entrar a sus hombres, acabarían todos muertos.
—¡Retiraos! —gritó—. ¡Entrad!
Los luchadores de Fabiola estaban a pocos pasos de distancia, pero otros dos fueron asesinados antes de que pudieran cobijarse en el burdel. Desde el interior, Fabiola observó horrorizada cómo los descuartizaban mientras suplicaban que no los mataran. Benignus fue el último en entrar y consiguió machacarle el hombro a uno de los matones con el garrote antes de cerrar la puerta de golpe. Jadeando sobremanera, el portero corrió los cerrojos. Los demás empujaron rápidamente los muebles contra la puerta mientras se oían los puñetazos y el martilleo fútil de las armas desde el otro lado. El ambiente se llenó de insultos de todos los colores mientras ambos bandos recuperaban fuerzas tras el brutal encontronazo. Aunque breve, los había dejado agotados.
Fabiola confiaba en que los esfuerzos de sus enemigos acabaran resultando en vano. A no ser, claro está, que hubieran traído un ariete. Se dedicó a atender a los heridos e intentó no pensar en esa posibilidad. Se sintió aliviada al ver que la herida de Benignus no revestía gravedad. En cuanto le hubo limpiado el corte con un poco de
acetum
, uno de los gladiadores utilizó una aguja y un poco de hilo para suturarlo. Otros también presentaban heridas leves. Sólo había un hombre gravemente herido por culpa de un corte profundo en el muslo derecho que le había llegado hasta el hueso. Le había cortado una arteria importante y la sangre estaba empapando el mosaico del suelo. A Fabiola le costaba creer que siguiera con vida. Ya se había formado un gran charco alrededor del hombre semiinconsciente. La hemorragia no cesó hasta que le hicieron un torniquete con cuerda y trozos de madera en la parte superior de la pierna. Que sobreviviera era otro asunto.
Para cuando se hubieron ocupado de todos, el torrente de insultos del exterior casi había terminado. Fabiola empezó a inquietarse. Le extrañaba que la chusma de Scaevola se diera por vencida tan pronto. Abrir la puerta resultaría demasiado peligroso, así que fue corriendo a uno de los dormitorios con vistas a la calle. Al igual que la mayoría de las casas grandes, el exterior del burdel apenas presentaba rasgos distintivos. Unas pocas ventanas —en la parte superior y, por suerte, demasiado pequeñas para dejar pasar a un hombre por ellas— en la fachada delantera. Si bien esta característica facilitaba la intimidad y la seguridad, dificultaba en extremo ver qué pasaba en el exterior.
Encaramada a un taburete, Fabiola atisbo por el cristal verde. El pequeño cristal era un lujo caro que distorsionaba el mundo que había al otro lado. Lo único que veía era a un grupo de hombres hablando y señalando el Lupanar. Resultaba preocupante ver que había muchos más, así que entendió que habían llegado refuerzos. Una silueta achaparrada estaba en el centro dando órdenes a los demás. A Fabiola se le aceleró el pulso. ¿Era Scaevola? No estaba segura. Contuvo la respiración y se quedó observando un rato.
La forma de las escaleras no dejaba lugar a dudas. A Fabiola se le cayó el alma a los pies. No había pensado en esa posibilidad. Los hombres que las cargaban recibieron la indicación de apoyarlas en la pared del burdel, y ella maldijo con amargura. Levantando las tejas, los matones accederían al tejado y de ahí al interior del Lupanar. Teniendo en cuenta que eran más de veinte, podían atacar por distintos puntos. Tendría que dividir sus fuerzas entre el entramado de habitaciones, con la esperanza de contener la entrada de los enemigos. De todos modos, a Fabiola le entró el pánico cuando contó las escaleras.
Había cinco.
Bajó al suelo de un salto y llamó a gritos a Vettius y a Benignus.
Les quedaba una opción. Tendrían que retirarse al patio central, que sólo tenía dos puertas de acceso. Ahí por lo menos podrían lucirse antes de morir. De todos modos, Fabiola sabía que la suerte que ella y sus prostitutas iban a correr no sería tan sencilla. Los matones serían incapaces de resistir la tentación de tanta carne fresca y Scaevola querría terminar lo que empezara años atrás. A Fabiola se le puso la piel de gallina al recordarlo y pensar en el horror que le esperaba, pero no permitió que su determinación flaqueara. Podía encomendar a uno de los porteros la misión de matarla a ella y a las mujeres antes de que las apresaran.
Sujetando el
gladius
, Fabiola corrió a la recepción.
Todos sus sueños y esperanzas habían quedado reducidos a eso.
A nada.
No hubo respuesta durante un buen rato.
Embargado por una furia glacial, Romulus volvió a golpear la puerta. Entonces sí oyó el sonido de unos pies que se arrastraban en el interior antes de que se hiciera el silencio.
—¡Gemellus! ¡Abre la puerta!
Se produjo una larga pausa, pero Romulus estaba convencido de que el comerciante se encontraba al otro lado de la puerta. Apoyó el hombro contra los frágiles tablones y éstos empezaron a ceder de inmediato.
—No me obligues a entrar por las malas —advirtió—. Voy a contar hasta tres. Uno.
—¿Quién es? —hablaba una voz quejumbrosa, y no cabía duda de que pertenecía a Gemellus—. Esta semana he pagado el alquiler.
—Dos —contó Romulus, desenvainando el puñal por capricho.
—Muy bien. —Descorrió un cerrojo y el pórtico crujió al abrirse. Parpadeando con recelo, Gemellus se colocó en el umbral. Tenía el pelo gris y presentaba un aspecto mucho más viejo y cansado de lo que Romulus recordaba. Las mejillas le colgaban por encima de la barba incipiente y tenía mucha menos barriga. Aunque nunca había sido de arreglarse, el comerciante vestía una túnica andrajosa llena de manchas de vino y de comida. Las sandalias también estaban gastadas. Parecía uno de los mendigos sin techo que vivía alrededor de las tumbas de la Vía Apia, pero no había perdido ni pizca de arrogancia.
—¿Tú quién eres? —preguntó—. ¿Te conozco?
Romulus hizo caso omiso de la pregunta. Le costaba creer que aquel elemento que olía a mil demonios hubiera sido su amo.
—¿Porcius Gemellus? —preguntó, más que nada para asegurarse.
—Sí —repuso el comerciante enfadado—. ¿Qué quieres?
Romulus contuvo su instinto de replicar.
—Me ha costado localizarte. Pensaba que vivías en el Aventino. En una casa grande.
Gemellus frunció el ceño.
—Sí, en otro tiempo.
Tenía que frotarle un poco de sal en las heridas.
—Lo perdiste todo, ¿verdad?
Gemellus no captó el sarcasmo.
—Los dioses me dieron la espalda. Todas las iniciativas comerciales que probé fracasaron. Sobre todo la última —se quejó—. Tenía que haberme hecho tan rico como Croesus, pero me arruiné.
—Los animales salvajes —dijo Romulus, empezando a mostrar las cartas—. Lástima que se ahogaran, ¿no?
Gemellus estaba asombrado.
—¿Cómo sabes tú todo eso? —exclamó.
—Trabajé para Hiero durante un tiempo —le confesó Romulus—. Era un buen hombre aquel
bestiarius.
El comerciante se relajó ligeramente, pero luego volvió a mostrarse receloso.
—Hiero no quiere dinero, ¿no? Dile que no me queda nada. Los putos prestamistas se lo quedaron todo. Incluso tuve que vender mi villa de Pompeya. —Dejó caer los hombros.
—Me alegro de ello —dijo Romulus con desprecio.
—¿Eh? —El rostro de Gemellus empezó a transmitir las primeras señales de miedo—. ¿Quién eres? ¿Qué quieres? —susurró.
Romulus sonrió con frialdad mientras sacaba el
pugio.
—Poca cosa —farfulló.
Gemellus abrió la boca horrorizado e intentó cerrar la puerta de golpe, pero Romulus se lo impidió poniendo el pie en el marco. Se observaron mutuamente durante unos instantes antes de que, con un movimiento rápido, Romulus apoyara el puñal en el rabillo del ojo izquierdo de Gemellus.
—¿No te acuerdas de mí?
El comerciante petrificado dejó que la puerta se abriera.
—No —susurró—. No te he visto en mi vida.
—Mírame bien —le sugirió Romulus acercando la hoja un milímetro más al ojo de Gemellus.
Jadeando de miedo, Gemellus observó al soldado de permiso musculoso que tenía delante. Era moreno, apuesto y de ojos azules y nariz aguileña, además de llevar un tatuaje propio del mitraísmo en la parte superior del ojo derecho. De todos modos seguía sin reconocerlo.
—¿Has trabajado para mí alguna vez?
—¡Y tanto que sí! —Romulus se echó a reír—. Desde el amanecer hasta la noche, siete días a la semana. —Confundido, Gemellus se quedó ahí parado mientras Romulus se iba impacientando. Se apuntó con el puñal—. ¡Mira, imbécil! Fuiste mi amo, el de mi madre y el de mi hermana melliza.
El comerciante no podía dar crédito a sus ojos.
—¿Romulus?
—Sí —repuso él con los dientes apretados—. El mismo.
Gemellus se quedó lívido de miedo. Retrocedió con torpeza como si acabara de ver a un fantasma.
—Algún día llamarán a tu puerta —musitó.
—¿Qué has dicho?
El comerciante se había quedado aturdido.
—¿Quién llama? ¿Un soldado, quizá?
—Tienes razón, pedazo de mierda. Primero fui gladiador, pero ahora soy legionario —gruñó Romulus, sujetando a Gemellus por la pechera de la túnica y arrastrándolo al exterior. El comerciante gimoteaba de miedo mientras Romulus lo empotraba contra la pared—. Esto no es más que el comienzo —susurró, pasando cuidadosamente el
pugio
por la mejilla izquierda de Gemellus. El comerciante gritó cuando un fino reguero de sangre le cayó por la cara desde la herida. Romulus le sonrió—. Ha llegado el momento de que pagues tus deudas más antiguas. —Su voz destilaba sarcasmo—. Con tu vida maloliente y miserable.
Gemellus empezó a sollozar.
—¡Por favor! —suplicó—. ¡No me hagas daño!
Romulus cogió a Gemellus por el mentón y le obligó a mirarlo.
—Voy a descuartizarte en trozos bien pequeños por lo que le hiciste a Juba y a mi familia —prometió—. Pero antes, me vas a contar qué pasó exactamente con mi madre y Fabiola.
Unos lagrimones de autocompasión se agolparon en los ojos de Gemellus y rodaron por sus mejillas demacradas, mezclándose con la sangre del corte que le había hecho Romulus.
—¡Habla! —exigió Romulus, escupiendo saliva por la boca—. ¿Dónde acabó Fabiola?
—La vendí al Lupanar —reconoció Gemellus al final.
Su actitud despreocupada hirió a Romulus en lo más hondo. Se lo soltó con la misma tranquilidad con la que se referiría a un buey vendido en el mercado. Romulus colocó rápidamente el extremo del
pugio
en el pecho del comerciante. Gimoteando, Gemellus cerró los ojos. Romulus tuvo que hacer un gran esfuerzo para no clavarle el puñal entre las costillas y su corazón desalmado. Paciencia, pensó. El comerciante no iba a ir a ninguna parte y después de años sin saber nada de su familia, ahora tenía la oportunidad de enterarse de algo.
—Continúa.
Gemellus meneó la cabeza con los ojos bien cerrados.
—Hace unos años, oí el rumor de que Decimus Brutus, uno de los hombres de confianza de César, la había comprado. Resultó ser verdad.
Romulus tomó nota mentalmente del nombre para su información en el futuro. Tal vez aquél fuera el hombre con quien había visto a Fabiola en Alejandría. Gracias a Tarquinius, ya sabía que su madre estaba muerta; ahora quería oírlo de boca del comerciante.
—¿Y Velvinna? —Pinchó a Gemellus con el
pugio
—. ¡Mírame!
Los ojillos de cerdo que tenía Gemellus parecían sentir culpa.
—Fue a las minas de sal.
—¿Cuánto conseguiste por ella? —espetó Romulus.
El comerciante se encogió de hombros.
—No me acuerdo.
Otro pinchazo con el puñal, más fuerte esta vez.
Gemellus chilló.
—¿Doscientos o trescientos
sestertii
, quizá?
Era una décima parte de lo que se cobraría por un esclavo sano en el tajo. Una furia ciega consumía a Romulus. La idea de que una persona sana —su madre— fuera condenada a morir de un modo tan miserable y por tan poco era demasiado para él.
—Eres un cabrón —susurró haciéndole un tajo a Gemellus en la otra mejilla desde la oreja hasta el maxilar inferior—. No significaban nada para ti, ¿verdad? Eran como pedazos de carne a los que follarse, comprar o vender.
Gemellus se agarró el rostro desfigurado mientras el pecho le palpitaba por los fuertes sollozos.
—¡Respóndeme! —bramó Romulus—. ¿Por qué lo hiciste?
El comerciante ensangrentado cayó de rodillas sollozando y se agarró a las
caligae
de Romulus como un suplicante a un santuario.
—Perdóname —gimoteó—. Soy un hombre malvado.
A Romulus enseguida se le llenaron los pies y las sandalias de sangre. Asqueado, apartó a Gemellus de una patada. Nunca habría un motivo que justificara el trato tan cruel que les había dispensado el comerciante.
—¡Levántate, hijo de puta! —No hubo respuesta, así que volvió a dar una patada a Gemellus—. ¡Levántate, he dicho! Ya es hora de que sientas un poco de dolor de verdad. Antes de que te envíe al Hades.
—¡No! —gimoteó Gemellus—. ¡Por favor! —Un círculo de humedad apareció en el suelo bajo sus pies cuando perdió el control de la vejiga—. Soy un viejo.
—Una rata de alcantarilla, diría yo —espetó Romulus—. No te gusta que te maltraten, ¿eh? —El comerciante no respondió y Romulus se dio cuenta de que tendría que apuñalarlo por la espalda. Gemellus tenía demasiado miedo para encararse a su propia muerte. Sin embargo, Romulus no estaba preparado para matar ni que fuera a un monstruo como él de forma tan cobarde. Agarró a Gemellus por el cogote y le obligó a incorporarse—. Así —dijo, jadeando—. Vas a mirarme mientras te corto las pelotas.
—¡No! —La voz de Gemellus se convirtió en un grito quebrado.
La puerta del vecino se abrió y un hombre asomó la cabeza.