Camino a Roma (47 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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—¡Calla! —susurró Romulus.

En ese mismo instante, el hombre que tenía delante desapareció por un umbral estrecho. La puerta se cerró detrás de él con un suave clic. Con el corazón en un puño, Romulus recorrió los últimos pasos. Una sucesión de imágenes se le aparecieron ante los ojos y dejó que le inundaran. Gemellus forzando a su madre. Gemellus pegando a Fabiola. Pegándole a él. Despotricando ante su contable por el mal estado de su economía. La expresión de regodeo del comerciante cuando había arrastrado a Romulus lejos de su madre y su hermana entre los gritos de éstas, y en el
ludas
, donde se había jactado de que las vendería a las minas de sal y a un burdel respectivamente. Romulus enseñó los dientes hecho una furia. El último recuerdo era el único que le dio placer: Hiero el
bestiarius
contándole que Gemellus se había arruinado.

Romulus alzó el
pugio
a la altura de los ojos y notó que le temblaba la mano. «Tranquilízate —se dijo—. Mis oraciones están a punto de ser escuchadas. La venganza será mía.» De repente dejó de temblar y se preparó para acabar con él de una vez por todas.

Golpeó la puerta con la empuñadura del puñal.

—¡Abre!

21 Peligro

Desde el intento de reconciliación con Brutus y la confrontación subsiguiente con Antonio y el
fugitivarius
, Fabiola apenas había dormido. Una y otra vez maldecía su imbecilidad por liarse con el jefe de Caballería. Había resultado ser la peor decisión que había tomado en su vida. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo, pensó, pero era evidente que resultaba imposible. Ahora tenía que apechugar con las consecuencias de sus actos. Hecha un manojo de nervios, en vez de hacer gala de su característica tranquilidad, Fabiola se había mostrado malhumorada con todo el mundo. Benignus y Vettius, convertidos en sus más fieles confidentes, no lograban cambiar su estado de ánimo. Las clases que le daban para defenderse con una espada y una navaja —que se añadían a las nociones básicas que Sextus le había enseñado— no ayudaban demasiado. Nada le parecía bien. Los días transcurrían sin incidentes y Fabiola estaba cada vez más irritable, hablando en mal tono a posibles clientes y perdiendo el negocio que tanta falta hacía al prostíbulo. Enfurecida consigo misma, luego gritaba a las prostitutas por no satisfacer lo suficiente a los escasos clientes. Jovina, a pesar de ser la más dura, también andaba con pies de plomo en su presencia.

A Fabiola ya le daba todo igual. Por lo que a ella respectaba, su vida estaba cayendo en el olvido. Seguía sin tener aliados potenciales para asesinar a César. La envergadura y grandiosidad de las cuatro marchas triunfales del dictador habían relegado a cualquier enemigo que pudiera tener a la sombra. Así pues, ¿de qué le servía ser la dueña de un burdel?, pensó Fabiola frustrada. Sin Brutus, de nada. Su ex amante tampoco había intentado contactar con ella, lo cual significaba que probablemente se creyera las mentiras que Antonio le había contado. Por el momento, no se atrevía a volver a intentar ponerse en contacto con Brutus. «Que se calmen las aguas —pensó—. Quizá vuelva.» El otro silencio que soportaba, el del jefe de Caballería, le resultaba mucho más escalofriante. Antonio había pasado de visitar a Fabiola más de una vez al día a aislarla por completo.

Por el contrario, la presencia de Scaevola se había vuelto más amenazadora. Tras varios meses en la sombra, era como si quisiera que la presión que Fabiola sobrellevaba alcanzara una intensidad insoportable. Se trataba de una táctica inteligente y exitosa. Había apostado a más matones que nunca para que bloquearan el paso alrededor del Lupanar. Si los identificaban, los clientes conocidos se llevaban una paliza, mientras que los transeúntes normales y corrientes sufrían acoso e intimidación. Un grupo reducido de los hombres de Fabiola que había salido a comprar comida fueron atacados y asesinados, con lo que sus fuerzas habían menguado. Los comerciantes que suministraban víveres recibían amenazas y, para evitar quedarse sin provisiones, Fabiola se veía obligada a pagarles precios abusivos. Aquello mermaba todavía más el dinero que Brutus le había dado, que ya de por sí bajaba rápido por la necesidad de guardas adicionales. Benignus había conseguido contratar a otros cuatro, pero Fabiola seguía queriendo más. Sin embargo, escaseaban debido a la gran cantidad de luchadores que se necesitaban para los juegos conmemorativos. En cierto modo, daba igual. Aunque los necesitara, en realidad no podía pagar a más hombres. Al ritmo al que gastaba su dinero, Fabiola era consciente de que tendría que vender el Lupanar en uno o dos años. No es que le importara demasiado. Tendría suerte si vivía tanto tiempo.

El dolor velado de lo que le esperaba era lo que la mantenía en vilo por las noches. Antonio había decidido que era prescindible, pero no era ningún imbécil. Aunque él no fuera el responsable «directo», en la ciudad era de todos sabido que Scaevola trabajaba para él. Un baño de sangre durante las celebraciones multitudinarias de César no sentaría bien a su patrón. No, pensó, la agresión se produciría después de la última marcha triunfal. Aquella constatación no hizo más que procurarle un alivio momentáneo. A Fabiola ya no le importaba tanto su integridad física, pero se sentía obligada para con quienes estaban bajo su mando y propiedad. Benignus, Vettius, las prostitutas y los guardas eran víctimas inocentes de su comportamiento imprudente. Ninguno de ellos merecía resultar herido o muerto por ello.

Noche tras noche, Fabiola daba vueltas de preocupación en la cama. Aparte de dejar el Lupanar, ¿qué otra cosa podía hacer? Si se marchaba, se quedaría sin casa. En el burdel, por lo menos tenía un techo bajo el que cobijarse. Poco a poco, Fabiola fue dándose cuenta de que no había perdido la esperanza. No podía abandonar su negocio y a sus trabajadores así como así, a pesar del grave peligro que corrían por su culpa. Se preguntó si era así como se sentía un general antes de la batalla, planteándose si la causa merecía poner en peligro la vida de sus soldados. Como es natural, el dilema le hizo pensar en Romulus. Fabiola no se lo imaginaba echándose atrás ante un desafío tan importante. ¿O acaso lo hacía por egoísmo y justificaba así una decisión arrogante?

La noche de la última marcha triunfal de César apenas tuvo clientes. A pesar de la ingente cantidad de ciudadanos que había en las calles, el bloqueo de Scaevola estaba endureciéndose. Fabiola estaba profundamente aterrorizada. Aunque sólo los dioses sabían qué pasaría, la espera pronto acabaría. Lo notaba en los huesos. Si moría durante la agresión de Scaevola, todas sus preocupaciones se desvanecerían, pero entonces no se vengaría de César ni se reencontraría con Romulus. A Fabiola le parecía lo más probable. Desde la agresión de Scaevola en el templo de Orcus, todas las deidades a las que rezaba —Júpiter, Mitra y el dios del submundo— le habían negado prácticamente todos los favores.

Si por intervención divina sobrevivía, entonces seguiría teniendo el mismo objetivo. Volvería a intentar reconciliarse con Brutus. Si no funcionaba, decidió que empezaría a aceptar clientes otra vez, empleando los ardides que la habían convertido en objeto de veneración en el pasado. Era una tarea colosal y desagradable, pero no se echaría atrás por ello. Para alimentar su ira, Fabiola se flagelaba mentalmente recordando la historia de su madre acerca de que un noble la había violado mientras hacía un recado para Gemellus un día al caer la tarde.

La táctica surtía un efecto espectacular. Fabiola se encontró empuñando el cuchillo que guardaba bajo la almohada, imaginando el placer de clavarlo en la carne de César mientras le informaba del motivo. Se preguntó cómo reaccionaría Romulus cuando se enterara de quién era su padre. Sin duda sería con una furia incluso mayor. Qué emocionante resultaría que su hermano se uniera a la causa, pensó. Con Romulus al lado, la situación resultaría mucho más sencilla. Incluso quizá quisiera matar a César él mismo. Fabiola se quedó dormida pensando en esa idea feliz y quedó sumida en un mundo vivido en el que el dictador estaba muerto, ella y Romulus se reencontraban y Brutus volvía a estar por ella.

Hacía meses que no había dormido tan bien.

Al final apareció en la recepción al mediodía del día siguiente.

Jovina asintió con prudencia al verla.

—¿Has dormido bien?

—Sí, gracias. Por fin Morfeo se ha acordado de mí. —Sonrió Fabiola, recordando su sueño—. ¿Ha llegado algún cliente?

—No —repuso la anciana—. No vendrá nadie hasta mucho más tarde. Todos tienen una resaca descomunal gracias a la generosidad de César.

Fabiola frunció el ceño. La noticia de que César haría disponer dos mil mesas de vino y comida la noche de su última marcha triunfal había corrido como la pólvora. Su popularidad iba en aumento con cada día que pasaba. «¡Maldito sea! —pensó—. Ese cabrón siempre da en el clavo.»

—No te preocupes —saltó Jovina, malinterpretando su reacción—. La cantidad de dinero que ha repartido hará que sus soldados vengan en tropel. Después de tantos años de campaña, probablemente la mitad de ellos tenga cara de Príapo. —Riendo con placer, señaló la pintura de la pared. Como de costumbre, el dios de los jardines, los campos y la fertilidad estaba representado con un enorme falo erecto—. ¡Los hombres de Scaevola no se atreverán a intentar impedirles el paso!

Fabiola sonrió a su pesar.

—¿Quién está fuera?

—Vettius —repuso Jovina—. Lleva ahí desde el amanecer. Nada que hacer, dijo. Probablemente la banda de Scaevola se apuntara a las celebraciones de anoche. A ningún hombre le gusta luchar mientras le martillea la cabeza.

—¡Ajá! —Cuando eligiera el momento, el
fugitivarius
se aseguraría de que sus hombres estaban preparados, con vino gratis o sin él. Hizo una mueca y se encaminó al exterior para cerciorarse de ello.

Vettius estaba apoyado contra la pared contigua a la entrada, dormitando en una zona de la calle a la que llegaban los rayos del sol. Tenía el garrote junto a la mano derecha. También había ocho o nueve guardas que pasaban el rato haciendo crujir los nudillos u observando a los escasos transeúntes. Al oír que Fabiola salía, Vettius abrió los ojos. Se enderezó de golpe.

—Señora.

—Ya te he dicho que no me llames así —le regañó Fabiola.

Inclinó la gran cabeza afeitada sintiéndose un poco incómodo en presencia de ella.

—Fabiola.

—¿Hay rastro de Scaevola o su banda?

—Nada de nada.

—Sigue haciendo guardia, de todos modos. —Le indicó que se le acercara y susurró—: Asegúrate de que todos los hombres están preparados para pelear. Ahora que han acabado las marchas triunfales de César, creo que el peligro es incluso mayor.

Vettius recogió la porra y se la golpeó contra la palma de la mano izquierda.

—Si ese cabrón aparece, más vale que esté preparado para una buena pelea.

A Fabiola la tranquilizó ver la seguridad que tenía.

Resultó que Scaevola vino preparado para la guerra.

Más tarde, ese mismo día.

Fabiola tuvo el presentimiento de que algo pasaba cuando se atrevió a salir para ver qué tal estaban los guardas a primera hora de la tarde. Para su sorpresa, el callejón estaba totalmente desierto. No había niños revoltosos jugando ni amas de casa charlando sobre las compras o la colada. Tampoco había ni rastro de los pocos mendigos que ejercían su oficio cerca del burdel. Hasta las contraventanas de las
insulae
del bloque de enfrente estaban cerradas.

—¿Cuánto hace que esto está así? —preguntó a Benignus, que había reemplazado a Vettius.

Se frotó el mentón mientras pensaba.

—Hace una hora más o menos. No he dicho nada porque en las calles de más allá tampoco hay mucho ajetreo.

Hinchando las aletas de la nariz, Fabiola observó los establecimientos más cercanos: una panadería, un taller de cerámica y un boticario. La panadería estaba cerrada, lo cual no resultaba sorprendente. Abría mucho antes del amanecer todos los días para hornear las hogazas que eran la base de la alimentación de la mayoría de los ciudadanos. A media mañana solían terminarse las reservas y el panadero cerraba para recuperar el sueño perdido. La alfarería también estaba cerrada, lo cual ya no era tan normal porque solía estar abierta hasta después del atardecer. Fabiola frunció el ceño al ver al boticario, un griego rechoncho y con una calvicie incipiente, recogiendo del mostrador infinidad de tarros que contenían el tratamiento o cura de todas las enfermedades y dolencias conocidas por el hombre. Sus prostitutas acudían a la tienda a diario y compraban desde tinturas y preparados para evitar embarazos y enfermedades hasta pócimas de amor para sus clientes preferidos. De hecho, buena parte del negocio del griego dependía del Lupanar. Así pues, ¿por qué cerraba tan temprano?

Fabiola se encaminó hacia él con paso brioso.

—¿Adónde vais, señora? —preguntó Benignus—. ¿Fabiola?

Ella no respondió, lo cual hizo que el portero la siguiera a toda velocidad, junto con tres más. El boticario estaba a tan sólo veinte pasos del burdel, pero Benignus no quería correr riesgos.

Cuando Fabiola llegó a la tienda de frente abierto, el propietario salió a su encuentro, frotándose las manos en un delantal manchado. Inclinó la cabeza al verla.

—Es un placer veros en persona, señora. ¿Necesitáis un poco más de valeriana para dormir?

—No, gracias. —Fabiola señaló los soportes y mesas prácticamente vacíos—. ¿Ya cerráis la tienda?

—Sí —reconoció, evitando su mirada—. Mi esposa no se encuentra bien —añadió rápidamente.

—¡Qué pena! —exclamó Fabiola, solícita en extremo. En su interior aumentaba a pasos agigantados la sospecha que había sentido al ver que las otras dos tiendas cerraban—. Espero que no sea nada grave.

El boticario tenía una expresión extraña.

—Esta noche ha tenido fiebre.

—Seguro que le habréis dado algo para combatirla —vociferó Fabiola.

—Por supuesto —musitó él.

—¿Qué?

El boticario vaciló y Fabiola se dio cuenta de que mentía. El griego era un hombre de familia y si su esposa hubiera estado realmente enferma, no habría abierto en todo el día.

—¿Qué está pasando? —preguntó, acercándosele más—. El alfarero tampoco está. La dichosa calle parece un cementerio.

El griego tragó saliva ruidosamente.

—Venga —instó Fabiola, tomándole de la mano—. Podéis contármelo. Aquí somos todos amigos y vecinos.

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