—No lo sé —respondió Fabiola desesperada, pues la noticia le hizo sentir un escalofrío. Se arrepintió de no haberle contado a Brutus que César había estado a punto de violarla hacía tres años. Si se lo decía ahora, seguro que no la creería. Tenía que seguir adelante con su objetivo.
—¿Podemos hablar?
Brutus soltó un bufido.
—¿Aquí? ¿Ahora?
Ella le tocó ligeramente el brazo.
—Por favor, amor mío. Dedícame unos minutos.
Parte de la ira que sentía desapareció de su rostro y exhaló un suspiro.
—Ven por aquí.
Le hizo una seña para que pasara por delante del tribuno que la miraba con ojos desorbitados y se situase de espaldas a la muchedumbre. Había una zona que conducía al extremo de la colina Capitolina; durante unos instantes guardaron silencio, ante la vista de Roma que se extendía a sus pies.
—Te he echado mucho de menos —empezó a decir Fabiola. Brutus guardó silencio, pero ella lo conocía lo suficiente para darse cuenta de que compartían el mismo sentimiento. La diminuta ascua de esperanza que tenía en el corazón empezó a encenderse—. Liarme con Antonio fue un gran error. Ese hombre es un bruto. Me hace… —Un sollozo le ascendió por la garganta ante las humillaciones a las que Antonio la sometía con regularidad. Su angustia no era fingida, y a Fabiola le alentó la reacción de Brutus.
—¿Qué te hace? —preguntó, sujetando la empuñadura de su espada.
—Todo lo que se te ocurra —retumbó una voz conocida—. ¡Y a ella le encanta!
Fabiola palideció y, al darse la vuelta, vio a Antonio a menos de cinco pasos con una expresión desdeñosa. Para colmo de horrores, iba acompañado nada más y nada menos que de Scaevola. Una malicia siniestra brillaba en los ojos hundidos
del fugitivarius
. Aterrada, se acercó más a Brutus.
—¿Qué has dicho? —Brutus miraba fijamente a Antonio con una clara aversión.
—Ya lo has oído —repuso Antonio con frialdad—. La mayoría de las veces, ella es quien sugiere la postura. O los demás.
Scaevola se rio por lo bajo.
Muy a su pesar, Brutus dejó traslucir lo escandalizado que estaba. Las orgías no le iban.
—Hombres, mujeres, da igual —continuó Antonio, regodeándose con el efecto que sus palabras surtían en Brutus—. Sin embargo, puse un límite a los gladiadores.
—No —exclamó Fabiola, mirando a Brutus—. Miente.
Antonio se echó a reír.
—¿Mentir sobre una puta como tú? ¿Por qué iba a molestarme?
Brutus frunció el ceño y Fabiola notó que la situación se le escapaba de las manos.
Una fuerte fanfarria de los trompetistas anunció la llegada inminente de César y a Brutus le cambió la cara.
—Tengo que irme —musitó dando media vuelta.
Fabiola intentó detenerlo.
—¿Nos veremos más tarde? —suplicó.
El hizo una mueca.
—¿Después de lo que he oído? Me parece que no. —Sin añadir nada más, se marchó dando grandes zancadas.
Una oleada de desesperación se apoderó de Fabiola. Si Scaevola la hubiera apuñalado en ese momento, le habría dado igual. Estaba claro que las cosas nunca eran tan sencillas. En cuanto Brutus desapareció de su vista, Antonio se le acercó. Notó que le acariciaba el cuello con las manos.
—¿Te estás empezando a cansar de mí? —preguntó.
Fabiola lo miró a él y después a Scaevola, que sonreía encantado. A pesar del miedo que sentía, le salió el genio.
—Más que eso —susurró—. Te odio. Si me vuelves a poner la mano encima, te… —Sus palabras se perdieron en el estruendo de las
bucinae.
—Qué pena que te sientas así. Ha sido divertido. Pero todo lo bueno llega a su fin. —A Antonio le destellaban los ojos, que a Fabiola le recordaban a una serpiente a punto de atacar—. Me encantaría acabar con esto, pero a César le extrañará que su lugarteniente no esté ahí para recibirlo. —Se hizo a un lado y dedicó a Fabiola una mirada desagradable—. Scaevola puede poner punto final a todo esto en mi lugar. Para siempre.
El
fugitivarius
se abrió paso, rodeando la empuñadura de la espada con los dedos.
—¿Ahora? —preguntó con avidez.
—Aquí no, imbécil —espetó Antonio—. Media Roma está mirando. Más tarde.
Scaevola asintió hoscamente y retrocedió.
Fabiola aprovechó la oportunidad para salir disparada y fundirse entre la multitud que estaba a escasos pasos de distancia.
La dejaron marchar, lo cual resultaba incluso más aterrador.
—¿Seguro que no quieres venir con nosotros? —preguntó Sabinus. Hizo tintinear el monedero—. ¡Tenemos dinero de sobra!
Los demás legionarios gritaron de entusiasmo. El último día de las celebraciones de César había concedido a cada uno de sus soldados de infantería la friolera de cinco mil
denarii
. Hasta los pobres se habían beneficiado de la generosidad del dictador y habían recibido trigo, aceite de oliva y cien
denarii
por barba. La prima de los legionarios era más de lo que ganaría cada uno de ellos por una vida dedicada a servir en las legiones y recompensaba con creces la lealtad inquebrantable que le profesaban. De repente, las tan habituales épocas de penurias y peligro de muerte parecían haber valido la pena, y al día siguiente los hombres estaban ansiosos por fundirse parte de las riquezas. Las marchas triunfales habían terminado la noche anterior y todos los legionarios disfrutaban de un permiso de una semana.
La guardia de honor recibió la sorpresa de ser licenciada del ejército antes de tiempo. Según César, aquello se debía a su destacada participación en la causa. Por consiguiente, estaban incluso más ávidos de diversión que sus compañeros. Ataviados sólo con las túnicas ceñidas por un cinturón y las
caligae
, los compañeros de Romulus fueron en busca de vino, mujeres y canciones. El se sentía distinto. Después de tantas marchas, adulación y los excesos de los diez días anteriores, necesitaba un respiro. Si bien su licencia anticipada implicaba que tenía todo el tiempo del mundo, había llegado el momento de buscar a Fabiola y, llegado el caso, a Gemellus.
—¿Y bien? —preguntó el
optio
de la Vigésima Octava—. Decídete.
Los demás profirieron un rugido de impaciencia. Habían caminado juntos desde el campamento del Campus Martius hasta el primer cruce de caminos importante dentro de las murallas de la ciudad. Justo delante tenían el Foro y a ambos lados las calles que conducían a las colinas Capitolina y Viminal respectivamente.
El olor a salchichas y ajo cocidos llenaba el aire de la tarde, y los taberneros alentaban a gritos a los transeúntes para que entraran en sus locales sucios y de fachada abierta. Las prostitutas pintarrajeadas les hacían señas desde los umbrales de las puertas de entrada a las abarrotadas
insulae
situadas encima de los comercios. Las tentaciones abundaban por doquier para los soldados recién enriquecidos y el dinero les quemaba en los bolsillos.
Romulus negó con la cabeza.
—Tengo que ocuparme de un asunto.
—Venga ya —le instó Sabinus—. ¿No puedes dejarlo para mañana?
—No.
—¿A qué viene tanto misterio? —preguntó Sabinus frunciendo el ceño.
—Ya te lo contaré en otro momento —repuso Romulus con sequedad. Sin darse cuenta, se tocó el
pugio
envainado que llevaba en el cinto. Por si no bastara con su túnica rojiza y corte de pelo militares, era una señal reveladora de su condición de soldado.
Sabinus, que no se perdía una, advirtió el gesto.
—¿Quieres que te acompañe?
Romulus le dedicó una breve sonrisa.
—No, gracias.
—Tú sabrás lo que haces. —Sabinus se apartó. El grupo ya estaba poniéndose en marcha y le costaría encontrarles si se separaban—. Ya sabes dónde buscar si nos necesitas. En la taberna esa tan grande situada junto al Foro Boario.
Romulus se despidió de ellos con la mano mientras se preguntaba por dónde empezar a buscar a Fabiola. Había dejado aparcado el tema hasta ese momento. El hecho de haberla visto en Alejandría ayudaba. La había visto bien ataviada, y su mera presencia en el lugar apuntaba a que mantenía una relación con algún alto mando del ejército. Romulus se había preguntado en aquel momento si se trataba de César, pero luego se había enterado de que el general, a diferencia de algunos de sus oficiales, no llevaba a mujeres de campaña. Aquello abría la posibilidad a innumerables nobles, muchos de los cuales ni siquiera vivían en Roma. Y aunque vivieran en la ciudad, ¿cómo iba a encontrar a Fabiola entre todos ellos? A no ser que quisiera recibir una azotaina, o algo peor, como soldado raso que era no podía ir por ahí formulando preguntas personales acerca de sus amantes. Romulus empezó a desesperarse antes incluso de empezar. «¡Basta ya! —se dijo—. Piensa.» Se quedó quieto unos momentos y se dejó llevar por la multitud. Aunque las marchas triunfales de César habían terminado, las celebraciones no, y las calles estaban más abarrotadas que nunca. Los legionarios no eran los únicos que querían pasar un buen rato. Sin querer, la imagen de un burdel en el exterior del cual se había producido la pelea acudió a su mente. ¿Cómo se llamaba? Romulus se estrujó el cerebro. El Lupanar, eso era. De todos modos, Tarquinius le había dicho que su hermana había dejado el burdel; sin embargo, no se le ocurría un sitio mejor por donde empezar. Tiró del brazo de un golfillo que pasaba por ahí.
—¿Dónde está el Lupanar?
El niño roñoso se quedó estupefacto, pero enseguida recobró la compostura.
—No hace falta que vayáis tan lejos, señor. —Señaló el umbral más cercano donde una muchacha medio desnuda de dieciséis años, como mucho, se tocaba sus partes para adoptar un aspecto seductor—. Mi hermana. Es limpia. Sólo cuesta diez
sestertii
. Si no es de vuestro agrado, hay otras dentro.
Romulus miró hacia allí. Un hombre mayor con una bata roñosa merodeaba en la penumbra detrás de la niña-mujer. Cuando vio a Romulus mirando hacia allí, le susurró a la muchacha al oído. Se dejó caer la parte superior del vestido y se acarició lascivamente los pechos diminutos. A Romulus le repugnó. Por lo menos las mujeres con las que se había acostado los días anteriores tenían ganas.
—Quiero ir al Lupanar —dijo, alejándose a grandes zancadas.
El muchacho moreno acompañó a Romulus prometiéndole todo tipo de placeres para esforzarse al máximo bajo la atenta mirada de su amo.
En cuanto estuvieron fuera de la vista del viejo, Romulus sacó un
sestertius.
—¿Y bien? —preguntó.
Al niño se le iluminó el delgado rostro. La moneda de plata era mucho más que la miserable cantidad que recibía por guiar a los clientes hacia la puerta cercana.
—Está subiendo por ahí —explicó con avidez—. Tomad la segunda a la derecha y luego la primera a la izquierda.
Romulus le lanzó el
sestertius
y se marchó, haciendo caso omiso de las promesas del golfillo de ofrecerle más información. El muchacho se encogió de hombros y se guardó la recompensa en el bolsillo antes de regresar a su puesto. Sin embargo, sus indicaciones eran claras, y Romulus no tardó en llegar a una calle estrecha dominada por un umbral en forma de arco con la representación de un falo erecto a cada lado. En el exterior había varios porteros con espadas y garrotes bien visibles. Esa imagen dejó paralizado a Romulus. Los recuerdos de antaño afloraron a su mente. La huida de la taberna con Brennus. Cuando el galo se ofreció a pagarle una prostituta. El choque ante la entrada del burdel con un noble pelirrojo y borracho cuya actitud arrogante había desatado la pelea. La decisión de huir. Oír los gritos de «¡Asesinato!» a sus espaldas mientras corrían. «¡Cielos! —pensó Romulus—, cuánto ha cambiado mi vida desde aquella noche. Para mejor.» Una sensación de aceptación reposada, que siempre había reprimido, se apoderó de él. Había regresado a Roma como hombre libre. La ira que sentía hacia Tarquinius se desvaneció, y de repente su viejo sentimiento de culpa por lo que le había sucedido a Brennus le pareció más difuso. El galo había recorrido el camino de su destino por voluntad propia y no correspondía a Romulus inmiscuirse en él.
Romulus dio un paso hacia el Lupanar. Probablemente Fabiola ya no trabajara allí; sin embargo, alguien sabría adónde había ido. Pronto la localizaría. ¿Cómo habría cambiado su hermana? Absorto en sus pensamientos y con la mente abotargada después de diez días bebiendo en exceso, no se fijó en el nutrido grupo de matones sin afeitar con brazaletes de oro.
—¡Pelea!
Romulus oyó el sonido característico de los
gladii
deslizándose por las vainas. Alzó la mirada asombrado. Armados con hachas y garrotes además de espadas, los matones se disponían a atacar el burdel sin miramientos. En vez de apartarse o retirarse, los guardas sacaron sus armas y se desplegaron formando un arco defensivo alrededor del umbral. Con el corazón latiéndole a toda prisa, Romulus dio media vuelta y huyó por el callejón por el que había venido. A saber qué estaba pasando, pero él no tenía nada que ver con esa pelea. Además, sólo tenía un
pugio
para defenderse. Cuando consideró que no corría peligro, se paró y miró hacia atrás. Gracias a la semioscuridad permanente en la que estaban sumidas todas las calles estrechas, no veía más que una masa de siluetas que se agitaban hacia delante y hacia atrás. A juzgar por los gritos y chillidos espeluznantes que se oían, había hombres que resultaban gravemente heridos o muertos.
—Teníais que haberos tirado a mi hermana —dijo una voz de pito detrás de él—. A estas alturas ya habríais terminado y podríais buscar a vuestros amigos.
Romulus se volvió y se encontró con el golfillo esquelético que le había indicado el camino comiéndose una manzana con despreocupación. Su expresión engreída hablaba por sí sola.
—¿Sabías que aquí había problemas? —inquirió Romulus, dando un paso adelante—. ¿Por qué no me lo dijiste? Por el Hades, podían haberme matado.
—Lo he intentado —respondió el muchacho, asustado—. Pero no pareció interesaros.
Romulus recordó que se había ofrecido a darle más información y se relajó. No iba a pelearse con un niño raquítico que no le debía nada.
—Tienes razón —dijo secamente, observando otra vez la trifulca—. Así pues, ¿qué pasa ahí? —Silencio. Bajó la mirada y se encontró con una mano extendida.
—En esta ciudad no hay nada gratis, señor —dijo el mocoso con una sonrisa de oreja a oreja.