Romulus le lanzó otro
sestertius.
La respuesta fue inmediata.
—Es una especie de disputa entre el Lupanar y otro burdel. Unos cuantos hombres han sido asesinados. Aunque hace meses que dura, la situación parecía haberse estabilizado últimamente. Hasta hoy, claro está.
—¿A qué se debe?
El chico se encogió de hombros.
—No lo sé seguro. ¿Queréis probar ahora con mi hermana?
—No —espetó Romulus, frustrado porque su búsqueda había concluido antes incluso de que empezara. ¿A qué otro lugar podía ir? No se le ocurrió nada y decidió reunirse con Sabinus y los demás. Siempre podía regresar al Lupanar por la mañana—. Necesito un trago —masculló.
—El mejor de Roma está muy cerca —le sugirió el chiquillo—. ¿Queréis que os lleve?
Romulus sonrió. Le gustaba el carácter del niño. Harapiento y sin duda medio muerto de hambre, estaba claro que recursos no le faltaban.
—No. Pero sí te pediría que me llevaras al Foro Boario por un atajo, sin tomar el mismo camino, ¿sabes?
—¡Por supuesto! Dos
sestertii.
Romulus se echó a reír.
—Menudo negociante estás hecho, ¿eh? Pero no tientes a la suerte. Ya te he dado cinco veces más dinero del que debería.
El chiquillo asintió muy serio.
—Pues un
sestertius
—dijo, sacando una mano roñosa.
—Cuando lleguemos —le advirtió Romulus.
Se estrecharon la mano entre risas. El muchacho salió disparado de inmediato y condujo a Romulus por un laberinto de callejuelas que unían la colina Capitolina con la Palatina. Durante las últimas celebraciones, Romulus no había tenido tiempo de visitar la ciudad y, como era de suponer, las marchas triunfales habían tenido lugar en las vías más grandes. Aquello hizo que el recorrido le resultara incluso más conmovedor. El se había criado en calles de ese tipo. De apenas diez pasos de ancho, con la superficie sin pavimentar llena de basura y desperdicios; los edificios de tres o cuatro plantas que había a cada lado impedían el paso de la luz y no dejaban ver más que una estrecha franja de cielo. En las tiendas de fachada abierta se vendía desde pan a verduras pasando por vino, y los productos estaban desperdigados por la calle. Había alfareros, herreros, carpinteros, barberos y cualquier otra profesión imaginable. Los locales de los taberneros, burdeles y prestamistas estaban uno al lado de otro, cada uno con su vigilante leproso o lisiado desmembrado que mendigaba. Las hileras de ventanas cerradas que había por encima pertenecían a las
insulae
, o pisos, abarrotadas en las que vivían la mayoría de los ciudadanos.
Aunque no reconocía las calles por las que pasaban, Romulus recordaba haber hecho recados para Gemellus por barrios similares. El recuerdo de su antiguo amo le hizo sentir una punzada de ira. ¿Dónde estaría? Romulus frunció el ceño. ¿Tendría algún sentido ir a la casa en la que se había criado? Probablemente no, pero por lo menos era un punto de partida. Sin embargo, en esos momentos la idea de reunirse con Sabinus y sus compañeros le resultaba mucho más atractiva.
Fue entonces cuando Romulus pasó por una abertura anodina situada entre dos
cenaculae
, o bloques de viviendas. Algo le hizo retroceder para echar un segundo vistazo. A unos cincuenta pasos hacia el interior y rodeado de casas en ruinas había un templo que nunca había visto.
El golfillo, al ver que su cliente se paraba, volvió correteando sin que sus pies descalzos emitieran ningún ruido en el terreno.
—Ya casi estamos, señor. —Tiró del brazo de Romulus—. No es por ahí.
—¿A qué deidad está dedicado?
El muchacho se estremeció.
—A Orcus.
El dios del submundo. Romulus esbozó una débil sonrisa. ¿Qué mejor sitio para realizar una ofrenda que le ayudara a encontrar a Gemellus? Seguro que valía la pena que le hiciera una visita rápida. Ya se había internado media docena de pasos en la callejuela cuando su guía reaccionó.
—¡Señor! ¿No queréis ir a la taberna?
—No tardaré mucho —repuso Romulus por encima del hombro—. Espérame fuera.
El golfillo obedeció con cara de pocos amigos. Aunque el altar de piedra manchado que había delante del santuario le aterrorizaba, no pensaba perderse el
sestertius
prometido.
Romulus subió las escaleras que conducían a la entrada principal pasando junto a los típicos adivinos zarrapastrosos, vendedores de comida y baratijas, y hombres que vendían pequeños recuadros de planchas de plomo. Se paró junto a uno de estos últimos y compró un trozo del pesado metal gris. Se apoyó en una columna y utilizó el extremo de la navaja para grabar una maldición contra Gemellus. Había numerosos devotos haciendo lo mismo, o pagando a los escribas que rondaban por ahí para que lo hicieran en su nombre. Romulus se alegró una vez más de saber escribir. Aquel asunto era muy íntimo y no quería compartirlo con nadie. Volvió a mirar lo que había escrito: «Gemellus, algún día te mataré, muy lentamente.» Era lo que había dicho moviendo los labios en silencio cuando el comerciante lo había dejado en el
ludus
. Satisfecho, Romulus dobló el recuadro y se dirigió al interior.
Un acólito con una túnica lo guio a la cámara principal, una sala estrecha y larga llena de devotos. Había salas independientes disponibles para visitas más privadas, pero a Romulus no le hacían falta. Después de tanto tiempo fuera de Roma, las posibilidades de que lo reconocieran eran prácticamente nulas. Ocupó su sitio en la cola que se encaminaba hacia la gran chimenea situada al fondo de la sala. Al llegar, cada suplicante inclinaba la cabeza, decía una oración y lanzaba la ofrenda a las llamas. En la parte superior del muro, dominándolo todo, había una representación circular del dios parecida a la del pórtico del exterior. Romulus dirigió una mirada al rostro barbudo y de ojos oscuros de Orcus, cuyo pelo estaba formado por un entramado de serpientes. Se estremeció. La imagen tenía por objeto instaurar el miedo en su corazón, y funcionó.
Sin embargo, continuó arrastrando los pies hacia el fuego. El deseo de venganza ardía en su interior más fuerte que el miedo, al igual que le sucedía al resto de los presentes. Romulus observó los rostros que veía, preguntándose qué sufrimiento o agravio les había llevado hasta allí. En aquella sala tan grande había una representación del conjunto de la sociedad. Vio a tenderos, ciudadanos de a pie, esclavos y soldados como él, e incluso a algún que otro miembro de la nobleza. Romulus sonrió y notó que aumentaba la confianza en sí mismo. Nadie era especial: todos tenían alguna cuenta que saldar. Al llegar a la parte delantera de la cola, una sacerdotisa bajita, de tez muy clara y pelo castaño recogido detrás de la cabeza lo detuvo. Al igual que sus compañeros, vestía una sencilla sotana gris. Era bastante poco agraciada, pero a Romulus le sorprendió la intensidad de sus ojos verdes. La observó mientras rastrillaba el fuego con un atizador largo de hierro, empujando los recuadros de metal amontonados hasta el corazón de las llamas.
—Puedes acercarte —dijo al fin.
Romulus hizo una reverencia y lanzó su fragmento de plomo, junto con varios
denarii
. «Tengo pocos deseos en la vida —pensó—. Orcus, concédeme éste.»
El breve asentimiento que le dedicó la sacerdotisa le indicó que la audiencia con el dios había terminado. Romulus se apartó diligentemente y caminó detrás de quienes habían realizado las ofrendas antes que él. Exhaló un suspiro, preguntándose si su petición daría sus frutos. Le parecía una búsqueda incluso más complicada que la de Fabiola. ¿Qué posibilidades tenía él de encontrar a un comerciante arruinado en una ciudad tan grande? Siempre le quedaba la adivinación, supuso. Después de las enseñanzas de Tarquinius, lo había intentado varias veces, pero el susto de acertar le había desconcertado desde entonces. El hecho de enfrentarse a la muerte a diario significaba que más valía vivir en la incertidumbre. Así no se pasaría el tiempo preocupándose por cosas que, básicamente, escapaban a su influencia. «Todavía no —pensó—. Primero veremos qué ofrece Orcus.»
El golfillo seguía esperándole en el exterior del templo. Miró a Romulus con expresión inquisidora, pero él no le reveló nada.
—Al Foro Boario —ordenó.
—Seguidme, señor. —Ansioso por dejar el santuario atrás, el muchacho salió disparado como la flecha de una
bullista.
Debido a la cantidad de devotos que bloqueaban la callejuela, aminoraron el paso al llegar al cruce con la calle en la que estaban antes. Romulus se quitó a Gemellus de la cabeza y se puso a pensar en la taberna en la que se reuniría con Sabinus y los demás. Le apetecía mucho tomarse una copa de vino. Quizá tal vez hubiera también mujeres.
Un poco más adelante, alguien tropezó y se cayó encima de la persona que le precedía. La reacción fue un insulto fuerte. A pesar de deshacerse en disculpas, el infortunado individuo fue sometido a una retahíla de insultos que sólo se apagaron cuando las personas que esperaban para salir del callejón empezaron a quejarse. Romulus frunció el ceño cuando el arrebato decreció y la multitud empezó a moverse otra vez. No veía a quien hablaba, pero la voz le resultaba familiar. Como un rayo que cae de los cielos, lo reconoció. Aunque no la había oído desde su primer día en el
ludas
, Romulus reconoció el tono sarcástico de Gemellus.
Sobrecogido y un poco atemorizado, volvió la vista hacia el templo de Orcus. ¿Qué tipo de brujería se había materializado para que aquello ocurriera tan rápido? No había tiempo para cavilar, sólo para actuar. Apartó de un codazo al golfillo que protestaba y se abrió camino a la fuerza, desesperado por alcanzar al comerciante. Los esfuerzos de Romulus le granjearon una salva de quejas, sin embargo nadie se atrevió a desafiar el deseo de venganza que destilaban sus ojos. Jadeando de ira, Romulus alcanzó la calle al cabo de unos momentos. Miró a uno y otro lado, pero ahí el gentío era incluso más denso que en la callejuela. Gemellus había desaparecido.
—¡Maldito hijo de puta, ojalá se pudra en el Hades! —exclamó Romulus—. No siempre tendrá la posibilidad de huir.
Su arrebato apenas arrancó una mirada de los transeúntes. Roma estaba llena de soldados borrachos que gritaban insultos y causaban altercados. En tales casos, la prudencia era siempre la mejor opción.
Ingeniándoselas para hacerle un hueco a su cuerpo esquelético, el golfillo lanzó una mirada de reproche a Romulus.
—¿Intentáis largaros sin pagarme?
—¿Qué? —espetó Romulus—. No, por supuesto que no. Es que acabo de oír la voz de alguien con quien me encantaría reencontrarme. Le he seguido, pero ha desaparecido entre la multitud. —Entonces sonrió—. ¿Quieres ganarte diez
sestertii
?
Era una cantidad desorbitada para un muchacho de la calle medio muerto de hambre.
—Decidme qué tengo que hacer —exclamó.
Romulus formó un estribo con las manos.
—Sube —ordenó—. Busca a un hombre bajito y gordo con la cara roja. Suda mucho.
El golfillo obedeció rápidamente y colocó los pies encallecidos en los hombros de Romulus y mantuvo el equilibrio apoyando una mano en la pared del edificio más cercano. Se llevó la otra mano a los ojos y escudriñó la calle arriba y abajo concienzudamente sin decir nada.
Romulus apenas podía soportar la tensión.
—¿Y bien? —preguntó.
—No le veo —fue la decepcionante respuesta.
Romulus se mordió el labio inferior hasta que le salió sangre. «Maldito Gemellus por siempre jamás —pensó—. Nunca volveré a tener una oportunidad como ésta. Los dioses no brindan tales oportunidades dos veces.»
Las palabras del muchacho estuvieron a punto de pararle el corazón.
—Un momento —dijo. Entonces habló con voz más aguda—. ¡Por ahí! ¡A sesenta pasos de aquí!
Con una sensación de urgencia inusitada para él, Romulus ayudó a bajar al chico.
—Seguidme —exclamó, yendo hacia la izquierda.
Romulus fue tras él como un toro embravecido.
Medio corriendo y medio caminando, se abrieron camino por entre la masa de gente que recorría la calle. Avanzaban lentamente, pero el muchacho estaba tan delgado y ágil que se metía por huecos por los que Romulus no cabía. Saltando por encima de ánforas de vino dispuestas en lechos de paja o pilas de objetos de hierro, le hizo burla a los indignados tenderos y pronto avanzó considerablemente. Sin embargo, su voz de pito le llegaba y proporcionaba un impulso adicional a Romulus.
—¡Daos prisa! ¡Le veo!
Hecho un manojo de nervios, Romulus siguió avanzando con dificultad. Para cuando llegó al cruce, sólo le separaban unos veinte pasos del golfillo.
—¡Izquierda! —gritó el chico.
Romulus obedeció y aprovechó un pequeño hueco en la muchedumbre para adelantar otros seis pasos más. Soltó el
pugio
de la vaina mientras se preguntaba qué parte de Gemellus cortaría primero. ¿La oreja? ¿La nariz grasienta? Hizo una mueca. Quizá debía castrar primero a ese cabrón.
Una mano delgada le tocó para detenerlo.
Asombrado, Romulus se dio cuenta de que el muchachito estaba a su lado.
—¿Qué pasa?
—Ha ido por ahí.
Romulus siguió con la mirada el brazo del muchacho, que señalaba hacia un callejón estrecho repleto de escombros y de cerámica rota. A escasos pasos, un enorme montículo de estiércol humeaba ligeramente. Arrugó la nariz de asco.
—¿Estás seguro?
El muchacho asintió.
—Sí, señor. Un hombre gordo y bajito con la cara roja, como habéis dicho. Parece muy pobre.
Debía de serlo, pensó Romulus, observando el callejón con cierta satisfacción. Cualquier
insulae
de ésas estaría infestada de ratas y olería a mil demonios.
—Vamos —dijo, poniéndose en cabeza.
El golfillo lo siguió, ansioso por recibir su dinero.
Con cuidado de no pisar el reguero maloliente que emanaba el montón de estiércol, Romulus avanzó primero despacio. Para cuando lo dejó atrás, la vista ya se le había aclimatado a la semioscuridad. El terreno irregular seguía resultando traicionero, pero tenía toda la atención puesta en la figura masculina que caminaba veinte pasos por delante de él arrastrando los pies. Sin lugar a dudas, tenía la altura y el porte de Gemellus, pensó Romulus. Entonces el hombre se golpeó el dedo gordo con un fragmento de cerámica y soltó un juramento a voz en grito. Romulus se quedó parado y sintió un escalofrío de miedo que lo remontó a su infancia. Era Gemellus. Había pocas cosas que le hicieran reaccionar de ese modo, pero el comerciante le había dejado unas cicatrices bien profundas en el alma durante su infancia. «Aquello fue entonces; ahora estamos en el presente», se dijo Romulus. Sacó el puñal y el golfillo profirió un grito ahogado.