—Sí —repuso Romulus—. Maltrataba a mi madre continuamente y nos pegaba por los motivos más triviales.
—Se parece a mi padre adoptivo —dijo el muchacho con voz sombría—. Seguro que merecía morir.
A Romulus se le ensombreció el semblante.
—Quizá. Pero me alegro de haberle perdonado la vida. La venganza no debe ser la única razón para vivir.
Mattius calló y Romulus se preguntó cuál sería la situación de su familia. Tendría que descubrirla. Ensimismado en los acontecimientos del día, no se percató de la mirada de aprobación de Tarquinius. Después de todas las penalidades, los dioses se habían mostrado una vez más a su favor. Su única preocupación era la sorprendente revelación de Fabiola, que todavía no había asimilado. Pero tampoco podía dejar de pensar en ella. Al fin y al cabo, tras todo lo que había pasado a las órdenes de César —las marchas, las batallas y las muertes—, ¿cómo podía ser que el dictador hubiese violado a su madre? «¡Maldita sea! —pensó Romulus—. Aprecio a ese hombre, como lo aprecian todos los legionarios de su ejército. Pero odio al hijo de puta que violó a mi madre.»
Se sobresaltó al notar la mano de Tarquinius en el brazo.
—Ya hemos llegado.
Romulus alzó la vista. Se encontraban en lo alto del monte Palatino, una zona de gente acomodada, y aunque el muro de la casa que tenían ante ellos era sencillo, su altura resultaba imponente.
—¿El Mitreo está aquí? —preguntó sorprendido al recordar el aspecto andrajoso de los veteranos.
—Un rico oficial del ejército que se convirtió al mitraísmo la dejó en herencia a los veteranos —reveló Tarquinius—. Por dentro es aún más espectacular. —Llamó a la puerta con golpes entrecortados.
—¿Quién anda ahí? —preguntaron desde el interior.
—Tarquinius y un amigo.
Entreabrieron la puerta y se asomó un veterano imperturbable. Al ver a Romulus detrás del arúspice, se le iluminó el rostro con una sonrisa.
—Debes de ser el hermano de Fabiola. Entrad.
Romulus se despidió de Mattius, que le prometió pasarse por allí todas las mañanas. Siguió a Tarquinius al interior y se quedó atónito con el primer objeto que vio: una inmensa estatua que dominaba el atrio pintada con colores brillantes y que representaba a Mitra inclinado sobre el toro. Las lámparas de aceite que ardían en las hornacinas del pasillo daban a la figura un aire de lo más amenazador. Hizo una profunda reverencia que mantuvo durante varios segundos para mostrar su respeto y sobrecogimiento.
El portero lo observaba y se enderezó.
—Surte el mismo efecto en todo el mundo. El ambiente del Mitreo es incluso más intenso.
Cohibido, Romulus sonrió. Ya se sentía como en casa.
—Supongo que querrás asearte y comer algo consistente —intervino Tarquinius—. Ya te llevaré al templo más tarde.
Romulus miró la sangre de Scaevola que tenía en los brazos y asintió con la cabeza. Entre el dolor de cabeza y la debilidad, se sentía totalmente extenuado. Era una sensación que le resultaba familiar después de un combate. Aunque, con suerte, ya no tendría que luchar durante bastante tiempo. «Qué bien me iría aceptar la invitación de Sabinus y visitarlo en su granja», pensó Romulus.
Lo haría en cuanto hubiese solucionado los asuntos pendientes con Fabiola.
La estancia en la
domus
supuso un respiro agradable. Como Romulus era devoto de Mitra, los veteranos lo recibieron como a un camarada. Sabía que Fabiola necesitaría tiempo para restablecer su relación con Brutus, así que aprovechó la oportunidad para dormir y recuperar el sueño perdido. Acompañado por Mattius, que parecía una lapa, hizo una breve visita al campamento de los guardas de honor para buscar a Sabinus y el resto de la unidad y notificarles que no estaba muerto. No le costó demasiado rechazar los ruegos de los legionarios de rostros somnolientos y túnicas manchadas de vino para que se uniera a ellos en el jolgorio. Después de disculparse y prometer visitar a Sabinus, Romulus regresó a la casa de los veteranos. La etapa anterior de celebraciones desenfrenadas le había dejado exhausto. La vida contemplativa con comidas regulares, oraciones y descanso era como un maná caído del cielo. Era evidente que tomarse las cosas con tranquilidad era más que una necesidad. Romulus pronto se dio cuenta de que intentaba averiguar qué sentimientos le producía saber que César había violado a su madre, ser hijo del dictador y la petición de Fabiola de que lo asesinase.
Al cabo de tres días, Romulus seguía sin solucionar nada. Al contrario, estaba todavía más confuso.
Una inmensa parte de él —influida por los recuerdos de su infancia— seguía odiando al hombre que había violado a su madre y quería clavarle un cuchillo en el corazón. Otra parte, al haber sido liberado por César y después haber luchado en su ejército durante más de un año, tenía al general en gran estima. Romulus no podía negar que esa devoción rozaba el amor… era amor, en realidad. Al igual que sus camaradas, se había deleitado con ese sentimiento, pero ahora le provocaba ataques de culpa. ¿Podía tratarse del amor filial de un hijo hacia su padre? ¿Cómo podía pensar así de César después de la forma abominable en que había tratado a su madre?
A pesar de todo era lo que pensaba.
Por supuesto Fabiola podía estar equivocada, se dijo. Si César no había admitido la violación, ¿cómo podía estar tan segura? Su padre podía ser uno cualquiera de los miles de nobles anónimos. Cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba Romulus de que ése era el caso. Cada vez que intentaba considerar la otra posibilidad —creer lo que Fabiola le había contado y después posiblemente estar de acuerdo en ayudarla— más consternado y enfadado se sentía. También empezó a comparar su decisión de no matar a Gemellus con su dilema sobre César. ¿No era el comerciante un hombre mucho peor? Al fin y al cabo había violado a su madre en numerosas ocasiones y no sólo una. Si no había querido terminar con la vida miserable de Gemellus, ¿por qué iba a querer acabar con la de César? La idea de asesinar al general le trastornaba sobremanera. Furioso con Fabiola por intentar destruir su idolatría por César, también sentía una gran angustia por no creer totalmente su palabra. No dejó de pensar en el problema hasta que tuvo la cabeza a punto de explotar, pero no encontró ninguna solución.
Secundus y los demás veteranos respetaron la necesidad obvia de Romulus de permanecer en silencio y no le molestaron. Tarquinius tampoco interfirió. Le hacía visitas cortas con regularidad para comprobar si Romulus necesitaba hablar, cosa que no sucedía, pero el resto del tiempo se esfumaba. El joven soldado no estaba tan ensimismado en sus pensamientos como para no darse cuenta. Tarquinius sabía que ya era un adulto capaz de tomar sus propias decisiones, lo cual dificultaba todavía más la situación. Evidentemente el arúspice también tenía sus propios demonios con los que lidiar; a pesar de sus esfuerzos, todavía no había logrado una adivinación que pudiese interpretarse. Su visión de Roma bajo nubes de tormenta, en lugar de desaparecer, aparecía todos los días y oscurecía todo lo demás. Para su vergüenza, Romulus se sentía en cierto modo aliviado por esto. Significaba que no servía de nada preguntar a Tarquinius sobre su parentesco. Era mejor así. Romulus quería resolver el asunto por sí solo.
La cuarta mañana decidió ir a ver a Fabiola. Se estaría preguntando qué le había pasado, se dijo. Resultaba difícil pasar por alto que aunque su hermana sabía dónde se alojaba, no había enviado a un mensajero a buscarle, Quizás esto pudiese explicarse por la necesidad de Fabiola de estar con su amante, pero Romulus estaba resentido. La casa de Brutus no estaba lejos.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Tarquinius.
—No, gracias. —Aseado y afeitado, Romulus vestía una túnica militar roja nueva. Había limpiado sus
phalerae
hasta que relucieron y engrasado el cuero del cinturón y de las
caligae
. Puede que fuese un simple legionario, pero se presentaría con dignidad. No se planteaba la posibilidad de no ponerse las condecoraciones por si Fabiola se ofendía: significaban mucho para Romulus. No sólo porque César le había concedido las
phalerae
, para él significaban mucho más.
—Tengo que hacer esto yo solo.
Comprensivo, el arúspice asintió con la cabeza.
—¿Qué estás planeando?
Se encogió de hombros.
—Lo de siempre. Intentar ver el futuro y obtener información sobre Brennus.
Romulus partió, satisfecho con la respuesta. Durante el corto recorrido hasta la
domus
de Brutus, no pensó ni un momento en su dilema, sino que se dedicó a charlar con Mattius. Romulus sólo quería una alegre reunión con Fabiola, igual que la que llevaba años imaginando. «Eso es lo que pasará esta mañana», pensó emocionado. Dentro de poco, todo sería como en su infancia. Romulus se deleitaba con la idea de ver a Fabiola de nuevo en una situación normal, de conocerla un poco mejor. Quería saberlo todo sobre la vida que su hermana había llevado durante los diez años anteriores, cómo había logrado escapar de la degradación de la prostitución para convertirse en la amante de uno de los nobles más prominentes de la República; cómo había buscado a su madre. Sin duda, ella también querría escuchar sus experiencias.
Las pretensiones de Romulus sólo duraron el tiempo que tardó en llegar a la residencia de Brutus. Dio su nombre al
optio
responsable de los legionarios que hacían guardia en la puerta y le hicieron pasar. En el
atrium
, un mensajero del ejército recibía un rollo de pergamino de una imponente figura uniformada.
—Lleva esto directamente a César —ordenó el oficial del Estado Mayor—. Espera la respuesta. —El soldado saludó secamente y al salir pasó rozando a Romulus, que enseguida se sintió irritado. ¿Tenían que recordarle la existencia del dictador nada más llegar?
—¿Quién es ese hombre?
La imperiosa pregunta devolvió a Romulus de golpe al presente y vio que el oficial lo miraba con una desconfianza absoluta. La rabia le encogía el estómago. «Este imbécil, ¿quién se cree que es?» Cauteloso ante el rango del otro, esperó a que el
optio
hablase.
—El hermano de Fabiola, señor. Un legionario veterano —respondió el
optio
apresuradamente—. Viene de visita.
—Ya. —El oficial arqueó una ceja. Ese minúsculo gesto tenía más fuerza que mil palabras y expresaba claramente su desprecio—. Adelante, entonces.
Romulus estaba furioso. «Cabrón arrogante —pensó mientras el
optio
lo guiaba a través del gran
tablinum
—. ¿Es eso lo que Brutus pensará también de mí?» Junto a esta idea, se encontraba el incómodo hecho de que probablemente siempre se enfrentaría a recibimientos similares de las compañías que Fabiola frecuentaba ahora. Romulus se sorprendió con la respuesta instantánea de su voz interior. «A no ser, claro está, que me reconozcan como hijo de César.» Se trataba de un pensamiento increíble. Si Fabiola estaba en lo cierto, tenían un parentesco mucho más cercano con el dictador que Octavio, su sobrino-nieto y supuesto heredero. «Estoy soñando —se dijo Romulus—. Somos antiguos esclavos, no nobles.»
A pesar de estar enfadado e inquieto, pudo percatarse de la belleza y el esplendor del jardín del patio de la casa. Por todas partes se oía el sonido del agua: fluía suavemente por pequeños canales, surgía de las bocas de las ninfas o caía juguetona de delicadas fuentes. Entre las hileras de vides, vio higueras y limoneros. Por detrás de la exuberante vegetación, asomaban tímidamente estatuas de dríadas y faunos esculpidas y pintadas con primor. Como las habitaciones lujosamente decoradas por las que Romulus había pasado, el lugar rezumaba riqueza.
Cada vez más inquieto, siguió al
optio
hasta una pequeña zona al aire libre con mesas y sillas. Sobre la mesa había pan y frutas en bandejas rojas esmaltadas, pero ni rastro de Fabiola. El suelo era un mosaico increíble que representaba las proezas de un general a caballo. Con un ejército de hoplitas detrás de él, se enfrentaba a una enorme hueste de soldados de piel oscura, caballería y elefantes. Romulus lo contempló totalmente fascinado.
—Es Alejandro de Macedonia —murmuró el
optio.
—Eso me ha parecido —repuso Romulus, y recordó el interés que el general griego había despertado en él cuando junto a sus camaradas marchaba al este de Seleucia. El placer del recuerdo fue efímero. Al mirar a los inmensos elefantes de guerra la culpa que sentía por Brennus volvió a aflorar de nuevo.
El otro no sabía nada de su confusión interna.
—Alejandro era un gran líder. A saber qué habría conseguido si sus hombres no se hubiesen negado a continuar. —El
optio
sonrió—. Pero César es nuestro Alejandro y más, ¿no es así? Corren rumores de que quiere viajar hacia el este cuando se acabe la guerra civil. ¡Eso sí que será una aventura en la que merecerá la pena tomar parte!
Sorprendido, Romulus estaba a punto de preguntar más cosas al
optio
cuando Fabiola llegó. Ataviada con una túnica de seda y lino ajustada al cuerpo, llevaba la melena recogida. Pulseras y anillos de piedras preciosas le adornaban las muñecas y los dedos, que no hacían sino acentuar el azul profundo de sus ojos. En el cuello llevaba un collar de perlas grandes, cada una de ellas podía servir para alimentar a una familia un año entero. Era la viva imagen de la compostura, la belleza y la riqueza.
—¡Hermano! —exclamó mientras se acercaba a él envuelta en el aroma del perfume de agua de rosas—. ¿Cómo has tardado tanto?
Romulus se acercó arrastrando los pies, plenamente consciente de sus cicatrices de guerra, de su basta túnica y de sus
caligae
de cuero grueso.
—Hermana —repuso, y la besó en la mejilla—. Me alegro de verte. —Miró deliberadamente al
optio.
El joven oficial captó la indirecta, inclinó la cabeza en dirección a Fabiola y se retiró.
Fabiola señaló las sillas al lado de la mesa de palo de rosa.
—Siéntate —ordenó—. Desayuna conmigo.
Romulus esperó hasta que estuvieron solos para hablar de nuevo.
—Necesitas tiempo para arreglar la situación con Brutus. Por eso he retrasado mi visita hasta ahora. —Cogió una pera madura y se la acercó a la nariz para disfrutar de su delicioso aroma.
«Pocos lujos como éste había encontrado en Margiana», pensó mientras intentaba apartar de su mente la principal razón por la que se había mantenido alejado hasta entonces. Romulus hincó los dientes en la fruta y se entretuvo en absorber su jugo.